La reina de la Oscuridad (41 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

En primavera no nos hallábamos en mejor situación pero según mi hermana había renacido la esperanza. Podíamos plantar semillas y verlas crecer, o cazar las piezas que, de nuevo, ofrecía el bosque y constituían un sustento aceptable. A ella le entusiasmaba cazar porque era muy hábil con el arco, además de proporcionarle esta actividad la ocasión de vivir al aire libre. Solíamos salir juntos. Aquel día...

Berem enmudeció y, cerrando los ojos, empezó a tiritar como atenazado por el frío.

Aunque le rechinaban los dientes, se sobrepuso lo bastante para proseguir.

—Aquel día nos alejamos más de lo habitual. El fuego provocado por un relámpago había chamuscado el sotobosque y al fin encontramos un camino que nunca habíamos visto antes.

Parecía prometedor porque no habíamos tenido mucho éxito en nuestras escaramuzas y pensamos que quizá nos conduciría a algún venado. Tras recorrer un trecho, comprendí que no eran los animales los que habían abierto aquella brecha en la espesura sino los hombres.

Se trataba de una senda muy antigua que no se había utilizado durante décadas, y al percatarme de este hecho quise retroceder. Pero mi hermana no se detuvo, se había avivado su curiosidad.

El semblante de Berem se contrajo en una tensa mueca. Por un momento Tanis temió que rehusara continuar, mas el Hombre Eterno salió de su ensimismamiento y reanudó el relato.

—Conducía a un extraño paraje. Mi hermana afirmó que eran las ruinas de un antiguo templo erigido en honor de los dioses del Mal. Lo ignoro, lo único que sé es que vi varias columnas rotas y esparcidas por el suelo, cubiertas de maleza, y que flotaba en la atmósfera circundante un halo de perversidad. Deberíamos haber abandonado al instante aquel ominoso recinto.

Berem repitió la frase varias veces, como si entonara un cántico, antes de sumirse en el silencio. Nadie osó despegar los labios así que el narrador retornó el hilo de su historia, tan quedamente al principio que los compañeros tuvieron que acercarse para oírle. No tardaron en comprender que había olvidado donde estaban, que su mente navegaba por un lugar y un tiempo remotos.

—Hay un objeto bellísimo entre las ruinas: ¡La base de una columna rota repleta de joyas incrustadas! —La voz de Berem delataba sobrecogimiento—. Nunca he visto nada tan hermoso, ni tantas riquezas juntas. ¿Cómo dejar que se pierdan en el bosque? Con una sola gema bastará para que podamos mudarnos a una ciudad, donde mi hermana recibirá de sus pretendientes las atenciones que merece. Hinco la rodilla y desenfundo mi cuchillo. Destaca entre las demás, una alhaja esmeraldina que despide brillantes destellos bajo el sol. ¡Es tan embrujadora que me froto los ojos para asegurarme de no estar soñando! Enarbolo la hoja de mi arma —Berem imitó el gesto con el brazo en alto— y escarbó con ella la piedra junto a la joya, resuelto a rebajarla.

»Mi hermana está aterrorizada. Me suplica, me ordena que me detenga.

»"Nos hallamos en un paraje sagrado —afirma—. Estos tesoros pertenecen a alguna divinidad y estás cometiendo un sacrilegio, Berem"».

Berem meneó la cabeza, nublado su rostro por el recuerdo de su ira.

—Decido ignorarla, aunque siento un punzante frío en mi corazón mientras trabajo la roca que rodea la gema. Desecho mi inquietud y le digo: Si perteneció a los dioses, la han abandonado, del mismo modo que nos volvieron la espalda a nosotros. Pero ella se niega a escucharme.

Berem abrió los ojos, revelando una gélida mirada difícil de sostener. Su voz provenía de las brumas del pasado.

—Me agarra por el brazo, hunde las uñas en mi carne. ¡Duele!

»"¡No sigas, Berem! —se atreve a exigir a su hermano mayor—. ¡No permitiré que profanes los tesoros de las divinidades!"

»No tiene derecho a hablarme así. ¡Lo hago por ella, por nuestra familia! No debería hostigarme, sabe qué ocurre cuando monto en cólera: la presa de la cordura se rompe en mi cerebro y deja escapar las aguas de la ira. No puedo pensar, mis ojos se ciegan. Le ruego que me suelte pero ella me arrebata el cuchillo y araña la joya con la hoja.»

Una expresión de demencia invadió la faz de Berem. Caramon cerró sigiloso los dedos en tomo a la empuñaba de su daga, al advertir que el Hombre Eterno cerraba los puños y alzaba la voz hasta conferirle un timbre histérico.

—La empujo para desembarazarme de ella. ¡No pretendía herirla, no creía haber empleado tanta fuerza! Se desploma frente a mí y, pese a darme cuenta de que debo frenar su caída, mis movimientos son tan lentos que no consigo alcanzarla. Se golpea la cabeza contra la columna, una aserrada roca le traspasa la sien —se llevó la mano a la suya— y la sangre mana por su rostro, se derrama sobre las joyas. El brillo de las piedras se apaga al unísono con sus ojos. Sus dilatadas pupilas han dejado de verme y entonces... entonces...

Una terrible convulsión azotó su cuerpo, obligándole a hacer una breve pausa.

—¡Es una visión espantosa, que se dibuja en mis pesadillas cada vez que trato de descansar! ¡Como el Cataclismo, sólo que en ese período todo se destruyó! Ahora, en cambio, presencio una creación... fantasmal, pero una creación. La tierra se parte en dos y brotan enormes columnas ante mis atónitos ojos, elevándose hacia el cielo hasta reconstruir el Templo. Sí, de las tenebrosas simas surge un santuario horrible y deforme. La Oscuridad se yergue en su centro, una negrura dotada de cinco cabezas que se retuercen cual serpientes en mi presencia. Me habla la aparición en una voz sepulcral que me estremece.

»"Hace varios siglos fui desterrada de este mundo, y sólo puedo regresar a través de una brecha abierta en él. La columna de las gemas era para mí una puerta cerrada que me tenía prisionera. Me has liberado, mortal, y como recompensa te otorgo lo que deseas: ¡la joya verde es tuya!'"

»Resuena en el aire una risa burlona, y al instante siento un intenso dolor en el pecho. Bajo los ojos, para ver la esmeralda incrustada en mi carne tal como aún la exhibo ahora. Aterrorizado a causa del mal que se ha encarnado frente a mí, perplejo por mi abyecta acción, no acierto sino a contemplar inmóvil cómo el negro contorno asume una forma más nítida a cada segundo. ¡Es un dragón! Lo distingo con total claridad, un dragón de cinco cabezas similar al que describían las oscuras leyendas de mi niñez.

»Sé que en cuanto el dragón penetre en nuestro mundo todo se habrá perdido, pues al fin comprendo la magnitud de mi alocado acto. Me hallo en presencia de la Reina de la Oscuridad que nos dieron a conocer los magos. Expulsada de sus antiguos dominios por el gran Huma, ha intentado regresar sin tregua para sembrar su semilla. Ahora, por mi culpa, podrá recorrer de nuevo nuestras tierras. Una de las enormes cabezas culebrea hacia mí y adivino que pretende matarme, no puede permitir que nadie divulgue su retorno. Veo, paralizado, sus cortantes colmillos, pero no me importa.

»¡De pronto mi hermana se planta frente a mí! Está viva, mas cuando estiro las manos sólo toco aire. Pronuncio su nombre: "!Jasla!"

»"¡Huye, Berem! —me exhorta—. ¡Corre! No puede pasar a través de mí, todavía no. ¡Sálvate!'"

»No logro reaccionar. Mi hermana permanece suspendida entre la Reina Oscura y mi persona. Veo lleno de espanto que las cinco cabezas retroceden iracundas, lanzando rugidos que rasgan el aire. Es cierto, no logran traspasar a mi volátil hermana... y el contorno de la Reina empieza a desvanecerse. Sigue en su templo, convertida en una mera sombra de maldad, pero percibo que su poder es enorme. Se abalanza sobre Jasla...

»Echo a correr sin rumbo, al límite de mi resistencia, y siento que la joya verde arde en mi pecho. Corro hasta que todo se toma negro.»

Berem enmudeció. El sudor surcaba sus pómulos como si realmente acabase de emprender una desenfrenada fuga. Ninguno de los compañeros profirió el más mínimo comentario, se diría que el relato les había transformado en piedras tan inertes como los peñascos que cercaban la losa negra.

Al fin Berem emitió un entrecortado suspiro. Centró sus extraviados ojos y les vio de nuevo, expectantes, a su alrededor.

—Se desarrolla entonces un largo período de mi vida del que nada sé. Cuando recobré el conocimiento había envejecido, estaba tal como ahora me veis. Al principio me dije que había sufrido una pesadilla, un sueño delirante, pero al sentir la joya verde bullendo en mi pecho comprendí que era real. No tenía la menor idea de dónde me encontraba, quizá había recorrido los confines de Krynn en mi errabundo deambular. Anhelaba desesperadamente regresar a Neraka. Sin embargo era el único lugar que no podía visitar, me faltaba valor para intentarlo.

»He viajado durante décadas sin conocer la paz ni el descanso, muriendo a cada trecho para volver a nacer. Oía en todas partes rumores sobre oscuros sucesos que devastaban nuestra tierra, y sabía que yo era el único culpable. Aparecieron los Dragones del Mal y las hordas que los acompañan, sumiéndome en el desaliento pues no podía sustraerme a su significado. Resultaba obvio que la Reina había alcanzado la cumbre de su poder e intentaba conquistar el mundo. Sólo falta una pieza en su esquema: mi persona. ¿Por qué? No estoy seguro, aunque a veces tengo la sensación de cerrar una puerta a alguien que se afana en forzarla. Estoy cansado —su voz pareció quebrarse—, extenuado. No resisto más, quiero que concluya esta lucha.»

Dejó caer la cabeza para subrayar su estado, mientras los compañeros lo observaban sin acertar a proferir palabra. Trataban de hallarle sentido a una historia semejante a esas leyendas que se cuentan en las casas rurales por la noche, alrededor de una fogata. Sin embargo, todos comprendían que aquella fábula era real.

—¿Qué has de hacer para cerrar esa puerta? —preguntó Tanis.

—Lo ignoro —respondió Berem con voz ahogada—. Todo lo que sé es que una fuerza invisible me atrae hacia Neraka, pese a tratarse de la única ciudad sobre la faz de Krynn donde no oso poner los pies. Por eso huí de vosotros.

—Pronto entrarás en ella —afirmó Tanis, despacio pero firmemente—. Lo harás en nuestra compañía, te apoyaremos. No estarás solo.

Berem se estremeció y meneó la cabeza, pero pronto cesó de tiritar para alzar el rostro y exclamar con el rostro enrojecido:

—¡Sí! ¡No soporto más esta situación! Espero que me protegeréis.

—Haremos cuanto podamos —le reconfortó Tanis sin apartar la vista de Caramon, que puso los ojos en blanco y dio media vuelta—. Será mejor que busquemos la salida.

—Ya la he hallado —anunció el Hombre Eterno—. Me disponía a abandonar este paraje cuando oí el grito del enano. Es por aquí —explicó, señalando una angosta fisura entre dos rocas. El guerrero suspiró, a la vez que contemplaba los arañazos de sus brazos.

Uno tras otro, los compañeros se introdujeron en la hendidura. Tanis fue el último y, antes de iniciar la marcha, miró hacia atrás para escudriñar una vez más aquel desolado lugar. La noche se cernía sobre él, oscureciéndose el cielo hasta asumir tonos rojizos que no tardaron en tornarse negros. Las extrañas rocas fueron envueltas por la creciente penumbra, que ocultaba ahora la losa de piedra donde habían desaparecido Fizban y el enano.

Al semielfo se le antojaba extraño pensar en Flint como alguien a quien no volvería a ver. Un gran vacío agitaba sus entrañas, a cada momento esperaba oír los gruñidos del enano quejándose de sus numerosos sinsabores o peleando con el kender.

Durante unos instantes Tanis luchó contra sí mismo en un intento de aferrarse a la imagen de su amigo, mas tuvo que ceder y asumir su desaparición. Se adentró al fin en la rocosa fisura mientras se despedía para siempre de la Morada de los Dioses.

Una vez descubierta la senda, siguieron su trazado hasta llegar a una pequeña cueva. Se apiñaron en el interior sin atreverse a encender una fogata a causa de la proximidad de Neraka, núcleo del poder de los ejércitos de los Dragones, y tomaron unos frutos secos, único resto de sus provisiones. Durante un rato nadie despegó los labios pero al fin comenzaron a hablar de Flint, aceptando la separación como había hecho Tanis. Sus recuerdos se centraron en el aspecto feliz de la rica y azarosa vida del compañero.

Rieron de buena gana cuando Caramon evocó la desastrosa aventura en la que él volcó la barca mientras trataba de atrapar un pez con la mano, arrojando a Flint al agua. El semielfo recordó cómo se habían conocido Tas y el enano cuando el kender huía «accidentalmente» con un brazalete confeccionado por este último a fin de venderlo en una feria. Tika enumeró las bonitas bagatelas que le había hecho, relató su amabilidad al recogerla en su propia casa tras la desaparición de su padre hasta que Otik le proporcionó un trabajo y un techo donde cobijarse.

Estas y otras muchas vivencias animaron su velada de tal modo que, al caer la noche, el punzante aguijón del dolor cedió a una añoranza de la que no sería fácil desprenderse.

Así fue para la mayoría.

Muy tarde, en la penosa vigilia de la madrugada, Tasslehoff permanecía apostado junto a la boca de la gruta en la absorta contemplación de las estrellas. Sujetaba el yelmo de Flint con sus pequeñas manos, dejando que las lágrimas bañaran sus pómulos sin tratar de reprimirlas, y musitando un antiquísimo canto, propio de los de su raza

CANCIÓN FÚNEBRE KENDER

Antes de lo esperado, la primavera volvía.

El mundo, alegre, giraba en torno a los soles.

El aire, impregnado de aromas de hierba y de flores,

la cálida caricia del sol recibía.

Siempre antes, podía explicarse

de la tierra la creciente oscuridad,

cómo la lluvia, en su voluptuosidad,

engendraba helechos donde posarse.

Mas ahora todo aquello olvido,

cómo sobrevive una veta de oro,

cómo la primavera ofrece sus tesoros,

de la vida reniego, y también del nido.

Ahora recuerdo la invernal estación;

y el otoño, y el calor del estío,

dejan paso en la noche de mi ser baldío

a una negrura que empaña el corazón.

5

Neraka.

Tal como iban sucediendo los acontecimientos, los compañeros descubrieron que sería fácil entrar en Neraka. Sospechosamente fácil.

—En nombre de los dioses, ¿qué está ocurriendo? —preguntó Caramon mientras Tanis y él contemplaban el llano desde su oculta atalaya en las montañas situadas al oeste de Neraka.

Unas sinuosas líneas negras reptaban por la desolada planicie en dirección hacia el único edificio en un radio de cien millas: el Templo de la Reina de la Oscuridad. Daba la impresión de que millares de víboras se deslizaran desde las montañas, pero no eran tales víboras sino las multitudinarias fuerzas enemigas. Los dos hombres que las observaban percibían destellos ocasionales producidos por el sol al reflejarse en lanzas y escudos y los estandartes negros, rojos y azules, donde destacaban los emblemas de los Señores de los Dragones, ondeaban sobre sus mástiles. Volando a gran altura sobre sus cabezas los imponentes reptiles surcaban el aire en un abanico de colores, que iban de los purpúreos a los añiles, verdosos y azabaches, en pos de las dos gigantescas ciudadelas flotantes que permanecían suspendidas sobre el recinto amurallado del Templo y que, con sus sombras, sumían al paraje en una perenne noche.

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