Read La reina de la Oscuridad Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La reina de la Oscuridad (53 page)

—¿Qué ha sido eso? —gruñó, a la vez que pasaba la antorcha sobre la superficie del agua.

Atraída por la luz, una cabeza asomó en la intensa negrura. Caramon quedó sin resuello, e incluso Berem se paralizó alarmado al contemplar tan horrenda visión.

—¡Dragones! —susurró el guerrero—. ¡Crías reptilianas!

El pequeño animal abrió la boca para emitir un alarido, dejando al descubierto unas ristras de afilados dientes que refulgían ahora bajo la antorcha. Se zambulló sin demora en su hábitat natural, y Caramon sintió que, de nuevo, flagelaba su bota mientras otra criatura le azotaba la contraria y el agua bullía con las sacudidas de decenas de colas.

La recia piel de su calzado impidió que se lastimase, pero sabía que si perdía pie aquellos seres le arrancarían la carne de los huesos.

Se había enfrentado a la muerte en numerosas formas, pero ninguna tan terrorífica como ésta. Dominado por el pánico, a punto estuvo de dar media vuelta. Berem podía continuar solo, después de todo él no sucumbiría. Pero el fornido compañero no tardó en recuperar el control.

«Conocen nuestro paradero y enviarán a alguien para arrestarnos. Debo refrenar a quienquiera que venga en nuestra búsqueda hasta que Berem haya logrado su propósito, se dijo.

Aquel pensamiento carecía de sentido, era tan absurdo que casi resultaba jocoso. Como una burla premeditada a su determinación, rompieron el silencio una amalgama de repiqueteos metálicos y toscos rugidos procedentes del arco.

«¡Esto es un desatino! ¡No comprendo qué hago aquí, arriesgándome a morir en la negrura por una causa que ni siquiera me incumbe! ¡La única razón que puede explicarlo es que este individuo me ha contagiado su locura», siguió razonando Caramon descorazonado.

Berem oyó a los soldados que pretendían darles caza, y que temía más que a los dragones. Se lanzó a una carrera desenfrenada, mientras el hombretón trataba de ignorar los sibilinos ataques infligidos a sus botas para vadear el riachuelo en un intento de no perder de vista al endiablado demente.

El Hombre Eterno mantenía la mirada fija en la oscuridad, profiriendo lamentos ocasionales y retorciéndose las manos de ansiedad. El curso del torrente trazó una curva donde el agua adquiría mayor profundidad, y Caramon no pudo evitar preguntarse qué haría si su nivel se alzaba por encima de sus botas. Las crías de dragón los acechaban desde todos los flancos, en el frenesí que el olor a sangre humana provocaba sobre sus instintos; el estrépito de lanzas y espadas se acercaba a un ritmo alarmante.

Una criatura más negra que la noche se arrojó de forma repentina contra el rostro de Caramon quien, al luchar con denuedo para no desplomarse en las mortíferas aguas, dejó caer la antorcha. Se apagó su luz en un siseo, en el mismo momento en que Berem saltaba a su lado para sostenerle. Se abrazaron uno a otro, perdidos y confusos, en la impenetrable oscuridad.

Si se hubiera quedado ciego el guerrero no se habría sentido más desorientado. Aunque no se había movido desde que se cernieran las tinieblas no adivinaba qué dirección debía seguir, no lograba recordar ningún detalle de su entorno. Tenía la impresión de que si daba un solo paso se precipitaría en un vacío sin fondo.

—¡Aquí está! —declaró Berem en un ahogado sollozo que le cortaba la respiración—. ¡Veo la columna rota, las joyas que refulgen incrustadas en su fuste! Ella se encuentra en ese lugar, me ha esperado durante todos estos años. ¡Jasla! —vociferó, tratando de liberarse del hombre que lo atenazaba.

Oteó Caramon el brumoso horizonte, sin soltar a su acompañante pese a sentir las emocionadas convulsiones que agitaban su cuerpo. No vislumbró nada... ¿o quizá sí?

Una honda sensación de alivio se adueñó de su dolorida persona. Veía las gemas que centelleaban en la distancia, alumbrando la negrura con una luz que ni siquiera la densa atmósfera lograba difuminar.

El quebrado pilar se hallaba a unos cien pasos de ellos. Relajando la mano que tenía cerrada sobre el hombro de Berem, el hombretón pensó: «Quizá sea ésta la salvación, al menos para mí. Dejemos que este enloquecido individuo vaya al encuentro de su fantasmal hermana mientras yo busco la salida, un medio para volver junto a Tika y Tas.»

Recobrada la confianza, Caramon echó a andar. En cuestión de minutos todo habría concluido, para bien o para...


Shirak
—pronunció una voz.

Brilló una poderosa luz, y el corazón del guerrero cesó de latir por un instante. Despacio, muy despacio, alzó la cabeza para penetrar aquel cegador destello y en su centro descubrió un par de ojos dorados y refulgentes, que le miraban desde las profundidades de una capucha negra. Se dibujaban en sus pupilas sendos relojes de arena.

El aire abandonó sus pulmones, en un suspiro semejante al postrer aliento de un moribundo.

Al apagarse el clamor de las trompetas, una oleada de calma inundó la sala de audiencias.

Una vez más los ojos de los presentes, incluidos los de la Reina Oscura, se clavaron en los protagonistas del drama que tenía lugar en la plataforma.

Sujetando la Corona en su mano, Tanis se puso en pie. Ignoraba qué presagiaban las trompetas, qué le deparaba el destino inmediato, sólo sabía que era necesario seguir el juego hasta su desenlace por amargo que fuera.

Laurana ocupaba el centro de su pensamiento, borrando todo lo demás. Ni Caramon, ni Berem ni los otros se hallaban en situación de recibir su ayuda. Prendió su mirada de la figura que, ataviada con la argéntea armadura, se erguía en la plataforma de la serpiente y, casi por accidente, desvió su atención hacia Kitiara. Sin separarse de la Princesa elfa, oculto su rostro tras la aterradora máscara de su rango, la Señora del Dragón hizo un gesto.

El semielfo sintió más que oyó un murmullo a su espalda, como un gélido viento que azotaba su piel. Al dar media vuelta vio que Soth avanzaba hacia él con la muerte danzando en sus anaranjados iris y retrocedió, siendo consciente de que no podía luchar contra un rival del más allá.

—¡Detente! —gritó, sosteniendo la Corona en equilibrio—. Ordénale que cese en su ataque, Kitiara, o aprovecharé mi último impulso vital para arrojar este codiciado objeto a la muchedumbre.

El caballero espectral rió sin emitir el más leve sonido, a la vez que extendía aquella mano que por mero contacto podía eliminar a cualquier criatura.

—Qué «impulso vital»? —se burló—. Mi magia convertirá tu cuerpo en polvo antes de que aciertes a reaccionar, y la Corona caerá a mis pies.

—Soth —le invocó una cristalina voz desde la plataforma que se alzaba en el centro de la sala—, deja que sea aquél que ha conquistado la Corona quien me la ofrezca.

El interpelado vaciló. Con su mortífera mano aún dirigida hacia Tanis, sus llameantes ojos se desviaron inquisitivos en pos de las pardas pupilas de Kitiara.

Desprendiéndose del yelmo, la mandataria centró su interés en el semielfo con la excitación reflejada en sus mejillas.

—¿Vas a traerme la Corona, no es cierto? —preguntó.

Tanis tragó saliva y se humedeció los labios antes de responder:

—Sí, ésa es mi intención.

—Guardias, escoltadle hasta aquí —ordenó Kitiara acompañando sus palabras con un gesto de la mano—. Cualquiera que ose tocarle morirá bajo mi acero. Soth, vela para que llegue a mi presencia sano y salvo.

Tanis miró de soslayo al caballero, quien bajó despacio su certera mano. «Mi señora, todavía es tu dueño», creyó oírle farfullar en tono de mofa.

Cuando el ominoso fantasma se situó detrás suyo, el frío que dimanaba de su incorpóreo ser casi congeló la sangre del semielfo. Inició su procesión la peculiar pareja, el caballero lívido en su ennegrecida armadura y Tanis animado por el hálito de la vida, afianzando los laureles del triunfo en su firme diestra.

Los oficiales de Ariakas, que se habían congregado al pie de la escalinata con las armas desenvainadas, retrocedieron a regañadientes. Al pasar Tanis junto a ellos más de uno le dirigió torvas miradas, e incluso hubo quien le mostró su daga como una promesa de venganza.

Los soldados encargados de la custodia de Kitiara enarbolaron también sus espadas al rodear al portador de la Corona, si bien fue el aura letal de Soth la que garantizó su seguridad en el breve desfile por la atestada estancia. Tanis reflexionaba sobre el significado del poder: «Aquél que ostenta la Corona, gobierna —se repetía—, pero tanta vanagloria bien puede acabar bajo el filo de una daga asesina en lo más oscuro de la noche.»

Transcurridos unos minutos, la comitiva llegó a la escalera que conducía a la plataforma con forma de ofidio. En la cúspide se hallaba Kitiara, exultante y más bella que nunca. Tanis ascendió en solitario los peldaños que parecían espolones, quedando su arcano protector en la base con el fuego de la ira encendido en sus ojos sin cuencas. Cuando alcanzó la tarima, instalada en la testa de la serpiente, el semielfo pudo estudiar de cerca a Laurana. Estaba unos pasos detrás de la Señora del Dragón, revestido su rostro de una lívida pero serena compostura, y tan sólo miró un instante la ensangrentada Corona para acto seguido volver la cabeza. No había manera de adivinar qué pensaba o sentía, aunque tampoco importaba. El le explicaría...

Corriendo a su encuentro, Kitiara estrechó al semielfo en un apretado abrazo que saludó una calurosa ovación de la asamblea.

—¡Tanis! —le susurró—, tú y yo nacimos para reinar juntos. Has estado espléndido, maravilloso, te concederé cuantos favores solicites.

—¿Incluso a Laurana? —preguntó él con frialdad, sin temor a ser oído de la barahúnda. Sus ojos almendrados, aquellos ojos que revelaban su ascendencia, traspasaron los de su oponente.

Kit espió a la mujer elfa, tan absorta y cenicienta que parecía transfigurada.

—Si es a ella a quien quieres, la tendrás. —La comandante se encogió de hombros y se acercó al semielfo para pronunciar unas palabras que sólo él debía escuchar—: Pero también me poseerás a mí, Tanis. Durante el día dirigiremos nuestros ejércitos y gobernaremos el mundo. Las noches, en cambio, serán nuestras, tuyas y mías. Ciñe la Corona en mis sienes, elegido de mi corazón —añadió levantando las manos a fin de acariciar su barbudo rostro.

Tanis escudriñó aquellos ojos pardos y los vio llenos de ternura, de pasión, de ansiedad. Sentía el cuerpo de Kitiara estrujado contra el suyo, tembloroso e insinuante. A su alrededor las tropas vociferaban enloquecidas, creando una batahola que flotaba por la cámara como una gigantesca ola pero que se diluyó cuando el semielfo alzó ambas manos, muy despacio, y depositó la Corona del Poder... ¡en su propia cabeza!

—¡No Kitiara! –exclamó—. Uno de nosotros regirá los destinos del mundo de día y de noche: yo.

Una lluvia de carcajadas atronó la sala, salpicada por gruñidos de indignación. Kitiara abrió los ojos de par en par, pero pronto los entornó hasta que se convirtieron en amenazadoras rendijas.

—No lo intentes siquiera —le advirtió Tanis, aferrando la mano que ella se había llevado al cuchillo del cinto. Tras inmovilizarla la atrajo hacia él y dijo en tonos apagados, en secreto—: Ahora abandonaré la sala de audiencias en compañía de Laurana, escoltados por ti y por tus tropas. Cuando hayamos salido incólumes de este nido de perversidad te entregaré el valioso objeto que tanto ambicionas. Osa traicionarme, y nunca te pertenecerá. ¿Has comprendido?

Los labios de Kitiara se retorcieron en una ambigua mueca.

—¿De modo que ella es lo único que te importa? —inquirió, cáustica.

—En efecto —respondió el semielfo. Leyó el dolor en sus oscuros rojos al atenazarle la muñeca aún con más fuerza—. Lo juro por las almas de dos seres que amé intensamente: Sturm Brightblade y Flint Fireforge. ¿Me crees?

—Te creo —cedió la mandataria dominada por una amarga ira. Volvió a mirarle, y una reticente admiración centelleó en sus ojos—. ¡Podrías haber satisfecho tantas ambiciones!

Tanis la soltó sin despegar los labios y, dando media vuelta, avanzó hacia Laurana. La muchacha permanecía de espaldas a ellos en la abstraída observación de la sala.

El semielfo sujetó a su amada por el brazo, antes de ordenarle con aparente frialdad:

—Ven conmigo.

Los envolvió el tumulto de los soldados mientras, en las alturas, Tanis presintió cómo la sombría figura de la Reina contemplaba el flujo y reflujo de las olas del poder preguntándose a quién catapultarían en su cresta.

Laurana no se sobresaltó con el contacto de sus dedos, ni siquiera reaccionó. Inclinó despacio la cabeza, revueltos sus rubios cabellos en una maraña que caía aplomada sobre sus hombros, y le miró. Sus verdes ojos no delataban ningún sentimiento, no se leía en ellos ni temor ni cólera.

—Todo irá bien —balbuceó Tanis a aquella muchacha que no daba muestras de reconocerle—. Te explicaré...

Refulgió un destello argénteo bajo la dorada melena y algo golpeó al semielfo en el pecho, lanzándole hacia atrás. Trató en un incómodo bamboleo de asirse a su atacante, pero ella lo esquivó para dirigirse hacia otro objetivo.

Apartando al desequilibrado Tanis de un manotón, Laurana se abalanzó sobre Kitiara resuelta a arrebatarle la espada que pendía de su costado. Su acción pilló desprevenida a la mujer humana, que luchó con fiereza para desembarazarse de su enemiga. Un movimiento deslizante permitió a la elfa arrancar el acero de Kit en su vaina y asestar a su oponente una descarga con la empuñadura que la derribó al instante. Dio entonces media vuelta y corrió hasta el borde de la plataforma.

—¡Detente, Laurana! —le suplicó Tanis a la vez que saltaba hacia ella. Pero se paralizó al sentir el filo de la espada en su garganta.

—No te muevas, Tanthalas —le ordenó la trastornada elfa. La excitación había dilatado sus esmeraldinos ojos, y sostenía el arma con una firmeza inalterable—. Si lo haces, será tu fin. No me obligues a matarte.

Tanis dio un paso al frente, mas la afilada hoja comenzó a pincharle la carne y comprendió que debía obedecer.

—Ya ves, Tanis, que no soy la niña enamorada que conociste, aquella chiquilla que vivía rodeada de atenciones en la corte de su padre. Ni siquiera soy el Aureo General, sino Laurana. Correré la suerte que me depare el destino sin tu ayuda.

—Laurana, escúchame —le rogó de nuevo el semielfo dando otro paso hacia ella y forzándola a deponer el amenazador acero que arañaba su piel.

Vio que los labios de la joven se apretaban en una mueca iracunda, reflejada también en sus centelleantes ojos, aun que mantuvo la espada inerte junto a su plateada armadura. Cuando Tanis se aproximó a ella sonriente, sin embargo, encogió los hombros y le infligió un certero revés que lanzó al semielfo escaleras abajo.

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