La reina de la Oscuridad (49 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

Se elevó un nuevo tumulto en la sala, formado esta vez por gruñidos de furia, por desafíos y amenazas de devastar sin piedad la tierra de los kenders. Barrerían a esta inmunda raza de la faz de Krynn...

Con su enguantada mano, Ariakas hizo un tajante gesto que acalló las confusas voces.

De pronto se rompió el silencio.

Kitiara estalló en carcajadas. Era la suya una risa desprovista de alegría, una burla arrogante que resonó en las profundidades de su máscara metálica.

Desencajado el rostro ante semejante ultraje, Ariakas se puso en pie. Dio un paso al frente y, cuando lo hizo, brotaron en su derredor fulgores de acero al salir de sus vainas: las espadas de sus draconianos. Los mangos de las lanzas golpearon el suelo con violencia atronadora.

Al saberse desafiadas las tropas de Kitiara cerraron filas, retrocediendo para apiñarse contra la plataforma de su comandante, que estaba situada a la derecha de la de Ariakas. En un impulso instintivo, la mano de Tanis aferró la empuñadura de su arma. Avanzó el semielfo hacia la mujer, aunque tal acción significase encaramarse a la tarima que le habían recomendado no pisar bajo ningún concepto.

Kitiara no hizo el menor movimiento. Permaneció sentada en el trono, mirando a su poderoso oponente con una calma y un desdén que se palpaban en el ambiente pese a tener el rostro oculto por el yelmo.

De pronto una ahogada exclamación invadió la asamblea, como si una fuerza invisible pretendiera vaciar de aire todos los pulmones y asfixiar así a sus víctimas. Palidecieron los presentes en su común intento de respirar, un intento desesperado que producía dolor en sus entrañas, empañaba su visión y detenía los latidos de su corazón. Una insondable negrura se cernió sobre la sala y absorbió el etéreo gas de la vida.

¿Era aquélla una oscuridad real, física, o unas tinieblas que sólo envolvían la mente? Tanis no acertaba a adivinarlo. Sus ojos veían millares de antorchas brillando en la estancia, centenares de velas que lanzaban destellos como las estrellas en el cielo nocturno. Pero ni siquiera el firmamento se cubría de un manto más azabache que la penumbra que ahora percibía.

Su cabeza daba vueltas en un mareante remolino y, aunque intentó inhalar el intangible aire, le asaltó la sensación de hallarse de nuevo en el Mar Sangriento de Istar. Le temblaban las rodillas de tal forma que apenas podía sostenerse. Flaquearon sus fuerzas hasta que, incapaz de resistirlo por más tiempo, se desplomó en la escalinata. Al caer, agobiado por la asfixia, se percató fugazmente de que otros, como él, sucumbían al misterioso influjo y se derrumbaban sobre el bruñido suelo de granito. Levantó la cabeza en un esfuerzo agónico y vio que Kitiara se convulsionaba en su trono, atenazada por un fantasma invisible.

La negrura empezó a elevarse, aflojando su garra implacable, y el aire se abrió paso hasta los pulmones del semielfo. El corazón, con un espasmo, empezó a latir haciendo que la sangre se agolpara en su cerebro y le causara casi una muerte instantánea. Durante unos segundos no pudo sino permanecer postrado en las escaleras, débil y aturdido, en medio de un cegador estallido de luz. Cuando al fin se despejó, su visión advirtió que los draconianos no habían sido afectados por el fenómeno y se mantenían firmes, estoicos, centrados sus ojos en un punto determinado.

Tanis alzó la mirada hacia la inquietante plataforma que nadie ocupara durante los preparativos. La sangre se paralizó en sus venas, de nuevo se ahogó su respiración pues Takhisis, la Reina de la Oscuridad, había hecho su entrada en la sala de audiencias.

Eran muchos los nombres con que se la conocía en Krynn. Los elfos la llamaban Reina de los Dragones; los bárbaros de las Llanuras la apodaban Nilat la Corruptora; Tamex, el Metal Falso, era el apelativo con que la mencionaban los enanos de Thorbardin, y en las leyendas que circulaban entre el pueblo marinero de Ergoth figuraba como Maitat, la de las Mil Caras. En cuanto a los Caballeros de Solamnia, aludían a ella como la Reina de Todos los Colores y Ninguno, la criatura que a lomos del Dragón del mismo nombre había sido derrotada por Huma y desterrada de su país varios siglos atrás.

Takhisis, la Reina de la Oscuridad, había regresado.

Pero no del todo.

Aunque contemplaba sobrecogido al tenebroso ente que se perfilaba en el elevado nicho, aunque el terror aplastaba su cerebro y le dejaba embotado, incapaz de sentir nada que no fuera su propia zozobra, Tanis comprendió enseguida que la Reina no estaba presente en su forma física. Era como si se hubiera moldeado en sus mentes para que ellos mismos proyectaran su imagen en la plataforma. Sólo estaba allí porque su voluntad forzaba a las de otros a percibirla.

Algo la retenía, interceptando su reaparición en el mundo. Una puerta misteriosa, pensó Tanis a la vez que las palabras de Berem bailaban enmarañadas en su recuerdo. ¿Dónde se encontraba ahora el Hombre Eterno? ¿Dónde habían conducido a Caramon y a los compañeros? El semielfo se dijo con pesadumbre que casi los había olvidado, que se habían desvanecido de su cerebro al absorberle la preocupación por Kitiara y Laurana. No lograba centrar sus ideas y, aunque creía conocer la clave de aquel rompecabezas, necesitaba tiempo para reflexionar.

Resultaba imposible recapacitar en tales circunstancias La sombría figura creció en intensidad, hasta que su negrura pareció crear un gélido vacío en la sala de granito. Tanis no podía desviar la mirada, se sentía obligado a contemplar aquel temible espectáculo de tinieblas que lo atraía de forma irremediable. En el instante en que le asaltó la sensación de ser succionado por el abismo, oyó una voz en su interior.

—No os he reunido aquí para presenciar cómo vuestras mezquinas reyertas y vuestra fútil ambición arruinan la victoria que se avecina. Recuerda quién gobierna estas huestes, Ariakas.

El interpelado hincó una rodilla, al igual que todos cuantos ocupaban la Cámara, e incluso Tanis se sintió invadido por una servil devoción. Era inútil luchar contra ella. Aunque abominaba aquella perversidad asfixiante, se erguía en el nicho una diosa, una de las forjadoras del mundo. Había reinado desde el principio de los tiempos y seguiría haciéndolo hasta el final.

La voz volvió a hablar, como una llama que quemaba su mente y las de los otros presentes.

—Kitiara, tu conducta nos ha complacido en el pasado, y aún nos satisface más tu actual obsequio. Trae a la mujer elfa para que la examinemos y decidamos su destino.

Tanis vio que Ariakas regresaba a su trono, no sin antes dirigir a Kitiara una venenosa mirada.

—Así lo haré, Vuestra Oscura Majestad —respondió la dignataria con una reverencia—.Acompáñame —ordenó a Tanis al pasar junto a él en la escalinata.

Las tropas de draconianos se apartaron para franquear su avance hacia el centro de la sala. Kitiara descendió los peldaños de la plataforma seguida por Tanis mientras las tropas cerraban filas detrás de ellos después de abrirles camino.

Al llegar a la base de la colosal escultura en forma de serpiente, la Dama Oscura se encaramó a la angosta escalera que sobresalía como un rosario de espolones en su parte posterior a fin de situarse en el centro de la plataforma que la coronaba. Tanis subió más despacio, atribuyéndolo a que los peldaños eran demasiado empinados e irregulares aunque en realidad se encontraba refrenado por la estrecha observación que los ojos de la ominosa criatura imponían a sus mismas entrañas.

Una vez afianzada en la atalaya, Kitiara hizo un firme ademán hacia la ornamentada puerta que se hallaba entre la sala de audiencias y la antecámara.

Se dibujó una figura en el umbral, una sombra ataviada con la tradicional armadura de los Caballeros de Solamnia. Se trataba de Soth y, cuando se internó en la estancia, las tropas retrocedieron a ambos lados de estrecho puente como si una mano hubiera surgido de ultratumba para arrancarles de sus puestos. En sus brazos transportaba el espectro un cuerpo envuelto en un lienzo blanco, que más se asemejaba al sudario con que suele amortajarse a los muertos. Tan absoluto era el silencio que las pisadas del caballero producían audibles ecos en el bruñido suelo, si bien los allí congregados podían ver la piedra a través de su transparente, descarnado contorno.

Portando su carga en actitud majestuosa, Soth ascendió poco a poco las escaleras de la plataforma hasta detenerse sobre la cabeza del ofidio. Obediente a otro gesto de Kitiara, dejó su carga a los pies de la Señora del Dragón antes de incorporarse y desaparecer, de modo tan repentino que los presentes pestañearon asombrados sin cesar de preguntarse si en realidad existía o tan sólo lo habían visto en su febril imaginación.

Tanis percibió que Kitiara sonreía debajo de su yelmo, complacida por el impacto que produjera su servidor entre la concurrencia. La dignataria desenvainó su espada para acto seguido sesgar las ligaduras externas que mantenían inmóvil a la figura en el interior del lienzo. Dio un poderoso tirón y las deshizo, dejando al descubierto a una cautiva que forcejeaba en una especie de blanca telaraña.

El semielfo vislumbró una masa de cabello enmarañado, una melena dorada que destellaba al unísono con la armadura argéntea que revestía el convulsionado cuerpo. Casi asfixiada a causa de sus invencibles ataduras, Laurana luchaba entre accesos de tos para liberarse del albo entramado que la aprisionaba. Se elevaron unas tensas risas en el seno de las tropas, que contemplaban los débiles esfuerzos de la muchacha como una promesa de diversión. Tanis dio un paso al frente, guiado por un deseo instintivo de ayudar a la elfa, pero los fulgurantes y oscuros rojos de Kitiara le recordaron sus palabras de unas horas antes:

«Si tú mueres, también ella sucumbirá.»

Agitado su cuerpo por espasmódicos temblores, el semielfo se detuvo y retrocedió. Al fin Laurana se levantó tambaleándose y estudió su entorno en una nebulosa, sin acertar a comprender dónde estaba y parpadeando hasta aclarar su visión bajo las cegadoras antorchas. Clavó entonces sus ojos en Kitiara, que le sonreía a través del yelmo

Al descubrir a su enemiga, a la mujer que la había traicionado, la Princesa irguió la espalda poseída por una furia que difuminó momentáneamente sus temores. Escudriñó en regia postura el vasto recinto, mirando en todas direcciones, aunque por fortuna no volvió la cabeza atrás y de ese modo escapó a su percepción el barbudo soldado que la espiaba embutido en su armadura de escamas de dragón. Sí vio en cambio a las tropas de la Reina Oscura, a los mandatarios en sus tronos, a los reptiles acomodados en sus huecos y por último a la sombría e imprecisa soberana.

«Ahora ya conoce su paradero. Sabe dónde está y qué futuro le aguarda», pensó Tanis desalentado.

¿Qué historias le habrían contado en los calabozos subterráneos del Templo? Sin duda la habían atormentado con relatos sangrientos sobre las cámaras de la muerte de su Reina y la habían obligado a escuchar los gritos de otros reos, se dijo Tanis sin poder reprimir un respingo ante el horror que debió sentir la elfa. Habría escuchado interminables lamentaciones durante las noches y ahora, muy pronto, se uniría a los infelices muertos en abyecta tortura.

Lívido su rostro, Laurana clavó los ojos en Kitiara como si fuera el único punto fijo en el arremolinado universo. Tanis vio que la Princesa apretaba los dientes y se mordía el labio para no perder el control. Nunca exhibiría su miedo en presencia de su rival ni de aquella asamblea.

Kitiara hizo un ligero ademán de cabeza, y al seguir su indicación Laurana distinguió a Tanis.

Cuando se entrecruzaron sus miradas, un atisbo de esperanza iluminó los rasgos del semielfo. Sintió que el amor que ella le profesaba lo envolvía y lo purificaba como el renacer de la primavera tras el lóbrego rigor del invierno y al fin comprendió que las emociones que la muchacha le inspiraba constituían el único nexo entre las contradictorias facciones que dividían su ser. La amaba con el amor eterno e inmutable de su alma elfa, con el amor apasionado de su sangre humana. Pero se había hallado a si mismo demasiado tarde, su muerte tanto en cuerpo como en espíritu serían la prenda exigida para lavar su anterior ignorancia. Una fugaz mirada fue cuanto pudo otorgar a Laurana. Una mirada que debía transmitirle el mensaje de su corazón, pues los pardos ojos de Kitiara no se apartaban de él y era consciente de otra inspección, maligna y penetrante, que lo atenazaba desde el nicho.

Al recordar el escrutinio de la Reina Oscura, Tanis trató por todos los medios de impedir que su faz revelara sus pensamientos. Ejerciendo todo el control de que era capaz apretó la mandíbula, puso rígidos los músculos y vació de expresión sus encendidas pupilas. Actuó como si Laurana fuera una perfecta desconocida y apartó los ojos de ella. Al volverse, advirtió que la esperanza que la había animado moría sin remisión. Cual la nube que oscurece al tibio sol, el amor de la muchacha se transformó en una sombra de desaliento que congeló a Tanis en la pesadumbre que le comunicaba.

Aferrando con firmeza la empuñadura de su espada para evitar que temblara su mano, Tanis se plantó frente a Takhisis, Reina de la Oscuridad.

—Augusta Majestad —declaró entonces Kitiara a la vez que agarraba a Laurana por el brazo y la arrastraba hacia adelante—, os ofrezco mi presente. ¡Un presente que nos concederá la victoria!

La interrumpieron los enfervorizados vítores de la muchedumbre. Alzó los brazos para conminarles al silencio, y prosiguió:

—Os entrego a esta mujer, Lauralanthalasa, Princesa de los elfos de Qualinesti y adalid de los despreciables Caballeros de Solamnia. Fue ella quien les devolvió las lanzas Dragonlance, quien utilizó el Orbe de los Dragones en la Torre del Sumo Sacerdote. Bajo sus órdenes viajaron su hermano y un Dragón Plateado a Sanction donde, debido a la ineptitud de Ariakas, consiguieron introducirse en el templo sagrado y descubrir la destrucción de los huevos de los Dragones del Bien. —Ariakas dio un amenazador paso al frente, pero Kitiara se limitó a ignorarle—. La pongo en vuestras manos, mi Reina, para que la tratéis como merecen sus crímenes contra vos.

Dio la dignataria un empellón a su cautiva, que tropezó y cayó de rodillas ante la soberana. Sus áureos cabellos se habían liberado del entramado que los sujetaba y flotaban en tomo a su cara en una oleada, que al febril Tanis se le antojó la única luz en la espaciosa y lóbrega cámara.

—Has obrado bien, Kitiara —dijo la voz de la Reina Oscura—, y serás recompensada. Haremos que escolten a la elfa a las cámaras mortuorias y luego procederemos a darte tu premio.

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