La reina de la Oscuridad (46 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

—Un kender —repitió Gakhan al borde del paroxismo— y un viejo con la barba cana...

Hizo una breve pausa, desconcertado. ¿Se trataba quizá del anciano mago? No podía creer que los compañeros hubieran admitido en su grupo a aquel ser decrépito y demente en una misión tan importante y plagada de riesgos. Pero entonces, ¿quién era? ¿Algún otro que habían recogido en el camino?

—Dime algo más del viejo —apremió al capitán tras un meditabundo silencio.

El interpelado se esforzó en pasar revista a los recuerdos de su cerebro bañado de alcohol. Un anciano... barba blanca...

—¿Encorvado?

—No, alto y con anchos hombros. Ojos azules, extraños. El oficial tuerto estaba a punto de desmayarse así que Gakhan, al percatarse de su estado, le apretó el cuello con ambas manos.

—No te interrumpas. ¿Qué has observado en sus ojos? Presa del pánico, el capitán miró al draconiano que le asfixiaba hasta impedir la entrada de aire en sus pulmones. Farfulló algo.

—¡Demasiado joven! —Pese a su balbuceo Gakhan lo había comprendido—. ¿Dónde están?

Tras recibir su débil respuesta, el verdugo lo soltó. Exhausto y sin aliento, el torturado se desplomó.

El remolino se cerraba en torno a Gakhan, quien se sintió propulsado hacia las alturas. Un pensamiento palpitaba en su mente como las alas de un dragón cuando, seguido por sus draconianos, abandonó el patio en dirección a los calabozos subterráneos del palacio.

El Hombre Eterno... ¡El Hombre Eterno!

7

El templo de la Reina de la Oscuridad.

—¡Tas!

—Me duele... dejadme tranquilo...

—Lo sé. Tas. Lo siento, pero tienes que despertar.¡Te lo suplico!

Un timbre de miedo y apremio en la voz que le hablaba traspasó las penosas brumas que invadían la mente del kender. Una parte de él saltaba con violencia ordenándole que despertara, pero la otra lo arrastraba de nuevo hacia las tinieblas que, aunque desagradables, se le antojaban más cómodas que tener que enfrentarse al dolor que yacía latente, esperando la ocasión de surgir.

—Tas...

Una mano le daba golpecitos en sus pómulos, respaldando la tensión de aquel susurro impregnado de un terror contenido. De pronto, el kender comprendió que debía despertar sin remedio. Además. la parte saltarina de su cerebro le advertía que quizá iba a perderse algo emocionante.

—¡Loados sean los dioses! —exclamó Tika al ver que Tasslehoff abría los ojos y la miraba fijamente—. ¿Cómo te encuentras?

—Mal —respondió él mientras luchaba para incorporarse. Como había presentido, el acechante dolor salió de su rincón para asaltarle. Gimiendo, aferró su cabeza con ambas manos.

—Lo imagino y lo lamento —dijo de nuevo Tika a la vez que acariciaba su copete.

—Reconozco que tus intenciones son buenas, Tika —balbuceó Tas—, pero te ruego que no hagas eso. Es como si mil martillos golpearan mi cabeza al mismo tiempo.

Tika se apresuró a retirar la mano, y el kender examinó su entorno lo mejor que pudo a través de su ojo sano. El otro estaba tan hinchado que se cerraba por su propia iniciativa.

—¿Dónde estamos?

—En los calabozos del Templo —explicó la muchacha.

Cuando al fin logró sentarse junto a ella, Tas advirtió que tiritaba de frío y de aprensión. Bastaba un breve vistazo para comprender el motivo, la escena que se desplegaba a su alrededor también le produjo un repentino estremecimiento. Recordó entonces con añoranza los días felices en que ignoraba el significado de la palabra «miedo» y se dijo que debería sentirse estimulado, después de todo se hallaba en un lugar que nunca había visitado antes y donde sin duda se ocultaban centenares de secretos dignos de ser investigados.

Pero Tas sabía que la muerte se cernía sobre ellos, la muerte y el sufrimiento. Había visto perecer a demasiados amigos, había sentido su dolor. Voló su pensamiento hacia Flint, Sturm, Laurana y constató que algo en su interior había cambiado. Nunca volvería a ser un kender normal. A través del pesar había aprendido a conocer la incertidumbre, no por él mismo sino por la suerte de los demás, y decidió en ese instante que prefería morir antes que perder a otra criatura amada.

Fizban había sentenciado que, aunque había elegido la senda oscura, tenía el suficiente valor para recorrerla.

¿Era eso cierto? Suspirando, Tas ocultó el rostro entre las manos.

—¡Por favor, no! —le rogó Tika zarandeándolo—. No nos abandones, te necesitamos.

El kender alzó la cabeza con visible esfuerzo.

—Estoy bien, no te preocupes —la tranquilizó—. ¿Dónde han encerrado a Caramon y a Berem?

—Aquí, con nosotros. —Tika apuntó con el dedo un lóbrego rincón de la celda—. Los centinelas nos mantienen unidos hasta encontrar a alguien que decida nuestro destino. La actuación de Caramon ha sido magnífica —añadió dedicando una enorgullecida sonrisa al corpulento guerrero, que estaba acuclillado en una esquina como si deseara permanecer alejado de sus «prisioneros». Pero una mueca de terror contrajo el rostro de la muchacha cuando susurró al oído de Tas—: Me inquieta Berem. ¡Creo que se ha vuelto loco!

Tasslehoff miró al Hombre de la Joya Verde. Sentado en el suelo de piedra del calabozo, el misterioso humano estaba con la mirada perdida en lontananza y la cabeza ladeada como si escuchara una voz de ultratumba. La falsa barba blanca que Tika había confeccionado aparecía desgarrada ya torcida, no tardaría en desprenderse por completo y la inminencia de este contratiempo lleno a Tas de desasosiego.

Los calabozos eran un laberinto de pasillos cavados en la sólida roca subyacente al Templo. Se bifurcaban en todas direcciones a partir de la sala de guardia, una pequeña estancia circular que se abría al pie de una angosta escalera de caracol. Al asomar la cabeza entre los barrotes, Tas comprendió que aquél era el único nexo entre el sótano donde se hallaban y la planta baja del santuario. En la reducida sala había un fornido goblin sentado frente a una desvencijada mesa, masticando un mendrugo de pan y regándolo con el contenido de una jarra. El manojo de llaves que pendía de un clavo sobre su cabeza lo delataba como el carcelero de mayor rango; resultaba evidente que ignoraba a los compañeros, aunque tampoco habría podido verles en la tenue iluminación que proyectaba la antorcha del muro. En efecto, mediaba un centenar de pasos entre el celador y el calabozo sin que ninguna llama alumbrase el lóbrego corredor.

Tas aguzó la vista en dirección al pasillo que se prolongaba por el otro lado de la celda. Tras humedecer su dedo, lo alzó en el aire y dedujo que discurría en sentido norte. En la zona posterior sí se vislumbraban algunas antorchas, que humeaban oscilantes en la viciada atmósfera y proyectaban cierta luz sobre una celda común atestada de draconianos y goblins, al parecer borrachos y alborotadores esperando entre sopores su inminente liberación. En el extremo de ese pasillo se erguía una maciza reja de hierro, ligeramente entreabierta, que sin duda comunicaba esta zona con la siguiente. Tas acertó a oír ruidos amortiguados al otro lado de la cancela: voces, quedos lamentos, y decidió que estaba en lo cierto al pensar que se trataba de las auténticas mazmorras del palacio. Su experiencia así lo dictaba, y el hecho de que el carcelero no cerrase la reja intermedia significaba sin duda que de ese modo hacía las rondas con mayor comodidad y podía acudir presto ante cualquier anomalía.

—¡Tienes razón, Tika —declaró al fin—. Estamos confinados en una celda provisional hasta que se reciban órdenes concretas.

La muchacha asintió. La farsa de Caramon, aunque no había engañado por completo a los soldados, les forzó al menos a pensarlo dos veces antes de cometer un error imperdonable.

—Voy a hablar con Berem —anunció el kender.

—No, Tas —le rogó Tika a la vez que miraba recelosa al Hombre Eterno—. No creo que...

Pero Tasslehoff no la escuchaba. Tras someter al celador a un último y fugaz examen, ignoró las recomendaciones de la joven y gateó hacia Berem resuelto a adherir la falsa barba a su mentón para evitar que acabara de caerse. Se había acercado a él y se disponía a estirar su diminuta mano cuando, de pronto, el Hombre de la Joya Verde lanzó un rugido y se abalanzó sobre su agazapado cuerpo.

Sobresaltado, Tas tropezó y se desplomó de espaldas. Pero Berem ni siquiera lo vio. Aullando de forma incoherente, pasó en su arremetida por encima del kender y se lanzó de bruces contra la reja del calabozo.

Caramon se puso en pie, y también el goblin.

Tratando de mostrarse irritado por la brusca interrupción de su descanso, el corpulento guerrero dirigió una severa mirada al hombrecillo que yacía en el suelo.

—¿Qué le has hecho? —refunfuñó sin despegar las comisuras de los labios.

—¡Nada, Caramon, te lo aseguro! —protestó Tas sin alzar la voz—. ¡Está loco!

Berem parecía, en efecto, haber perdido la razón. Indiferente al dolor, se arrojó de nuevo sobre los barrotes como si pretendiera hacerlos saltar por los aires y, al ver que fracasaban en su acometida, los sujetó con ambas manos a fin de abrir una brecha.

—¡Ya voy, Jasla! —gritaba—. No te alejes de mí, perdona...

El carcelero, con sus porcinos ojos llenos de alarma, corrió al pie de la escalera y empezó a vociferar por el hueco.

—¡Está llamando a la guardia! —comprendió Caramon—. Tenemos que calmarle. Tika...

Pero la muchacha estaba ya junto a Berem y, apoyando una mano en su hombro, lo conminaba al silencio. Al principio el enloquecido individuo no le prestó atención e incluso intentó desembarazarse de ella, mas las reiteradas y dulces caricias de la muchacha lograron apaciguarle y predisponerle a escuchar. Cesó en sus intentos de forzar la reja y se inmovilizó, con las manos aferradas aún a los barrotes .Su barba había caído al suelo, el sudor bañaba su desencajado rostro y la sangre manaba por la herida que él mismo se había infligido al golpear los sólidos hierros con su cabeza.

Se produjo un estruendo metálico en la parte frontal de los calabozos cuando dos draconianos se precipitaron por la escalera para acudir a la llamada del carcelero. Con sus curvas espadas desenvainadas y prestas, recorrieron el angosto corredor en compañía del goblin. Tas se apresuró a recoger la barba y embutirla en una de sus bolsas, confiando en que no recordarían el lanudo aspecto de Berem al ser apresado.

Tika persistía en su intento de tranquilizar al Hombre Eterno, pronunciando todas cuantas frases se le ocurrían en un cálido tono de voz. El no daba muestras de escucharla, pero al menos parecía más sosegado que unos minutos antes. Respiraba hondo y con inhalaciones regulares, sin apartar la nublada vista de la celda vacía que se vislumbraba al otro lado del corredor. Tas advirtió que los músculos de su brazo vibraban en incontrolables espasmos.

—¿Qué significa esto? —vociferó Caramon cuando los draconianos se detuvieron frente a la reja—. ¡Me habéis encerrado en este agujero con una fiera rabiosa que incluso ha intentado matarme! ¡Exijo que me saquéis de aquí!

Tasslehoff, que observaba muy atento al guerrero, vio que éste señalaba al guardián con un rápido y disimulado gesto de la mano derecha. Reconociendo la señal de ataque, se preparó para la acción y comprobó que también Tika tensaba sus músculos. Un goblin y dos centinelas no suponían una gran dificultad; se habían enfrentado a situaciones más apuradas.

Los draconianos lanzaron una inquisitiva mirada al carcelero, que pareció titubear. Tas imaginó qué pensamientos surcaban la espesa mente de la criatura: si aquel corpulento oficial era en verdad un amigo personal de la Dama Oscura, la dignataria castigaría de forma implacable a un celador que permitía el asesinato de su protegido en una de las celdas a él asignadas.

—Voy a buscar las llaves —anunció el goblin antes de alejarse por el pasillo.

Los draconianos empezaron a conversar en su lengua, sin duda intercambiando severos comentarios sobre el carcelero. Caramon dirigió una centelleante mirada a Tika y a Tas con la que los incitaba a la lucha, y el kender revolvió en sus bolsas hasta cerrar sus dedos en torno a la empuñadura de su cuchillo. Por supuesto habían registrado sus pertenencias antes de encarcelarle pero, en un esfuerzo por ayudarles, Tasslehoff había manipulado todos sus saquillos —.. y organizado un tal desorden que, tras examinar por cuarta vez el mismo, los guardianes abandonaron la tarea llenos de confusión. Caramon, mientras duraba este proceso, había insistido en que debían permitir a su prisionero conservar tales bienes pues contenían objetos del máximo interés; que la Dama Oscura deseaba inspeccionar a menos, claro, que ellos aceptaran la responsabilidad de...

Tika, por su parte, seguía calmando a Berem con aquella hipnótica voz que al fin logró prender un destello de paz en los febriles y perdidos ojos azules del insondable humano.

En el instante en que el carcelero recogía las llaves de su clavo en el muro y echaba a andar de nuevo por el corredor hacia el calabozo, le detuvo una voz procedente del pie de la escalera.

—¿Qué quieres? —preguntó, irritado y sorprendido por la aparición imprevista de una figura encapuchada en sus dominios.

—Soy Gakhan —se dio a conocer el intruso.

Interrumpiendo su cháchara en cuanto advirtieron la presencia del recién llegado, los draconianos se pusieron firmes en señal de respeto mientras la faz del goblin asumía unas tonalidades verdosas y las llaves que sostenía en su flácida mano repiqueteaban al entrechocarse. Otros dos guardianes descendieron raudos hasta el pasadizo para situarse a ambos lados del embozado, obedientes a su silenciosa orden.

Tras dejar rezagado al medroso goblin, la figura se aproximó a la reja y permitió así que Tas lo escudriñase. Se trataba de otro draconiano, cubierto con una armadura y una capa negruzca que ocultaba su rostro. El kender se mordió el labio en una repentina frustración pero recapacitó que aún no estaba todo perdido, al menos para un avezado guerrero como Caramon.

El draconiano de la capucha, ignorando al vacilante carcelero que trotaba detrás de él como un perro faldero, asió una de las antorchas que ardían sobre sus pedestales y se apresuró a situarse frente a los compañeros.

—¡Sacadme de este lugar! —repitió Caramon, apartando a Berem de su campo de acción.

Pero el sombrío oficial, en lugar de escuchar las protestas del guerrero, introdujo una mano entre los barrotes y cerró su afilada garra sobre el pectoral de la camisa del Hombre Eterno. Tas miró desesperado a Caramon, Que estaba mortalmente pálido. Aunque ensayó una nueva arremetida, para captar la atención del draconiano, sus esfuerzos resultaron inútiles.

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