La reina de la Oscuridad (47 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

Retorciendo su reptiliano miembro, la despreciable criatura hizo harapos la camisa que segundos antes estrujaba.

Una luz verde iluminó el calabozo cuando la llama de la antorcha se reflejó en la joya que yacía incrustada en la carne de Berem.

—Es él—constató Gakhan—. Abrid la puerta.

El celador insertó la llave en la cerradura con mano temblorosa. Al ver que no acertaba a accionarla a causa de su estupor, uno de los guardianes le arrancó el objeto y concluyó su tarea para franquear la entrada a su superior. Una vez dentro uno de los draconianos asestó un contundente golpe en la cabeza de Caramon con la empuñadura de su espada, subyugando al guerrero como si fuera un buey, mientras otro inmovilizaba a Tika.

—Matadle —ordenó Gakhan señalando a Caramon—, y también a la muchacha y al kender. Yo me ocuparé de conducir a este otro a presencia de Su Oscura Majestad —añadió, a la vez que posaba su punzante mano en el hombro de Berem y dirigía una mirada de triunfo a sus secuaces—. Esta noche la victoria es nuestra.

Sudoroso dentro de su armadura de escamas de dragón, Tanis se hallaba junto a Kitiara en una vasta antecámara, que desembocaba en la gran sala de audiencias del palacio a la que se accedía por una puerta meticulosamente labrada. Rodeaban al semielfo las tropas de la Dama Oscura, incluidos los temibles espectros que servían a las órdenes de Soth, el Caballero de la Muerte. Las espantosas y etéreas figuras se ocultaban en las sombras detrás de Kitiara.

Aunque la antecámara estaba a rebosar —los soldados de la Señora del Dragón ni siquiera podían mover sus lanzas—, se había formado un gran espacio vacío en tomo a los guerreros inmortales. Nadie les hablaba ni osaba acercarse a ellos, quienes tampoco dirigían a los mortales la más leve mirada de reconocimiento. Tanis advirtió otro fenómeno que no dejó de sorprenderle: el ambiente en la estancia era sofocante a causa del desusado apiñamiento de cuerpos, y, sin embargo, manaba de los espectrales contornos un frío que paralizaba el corazón a quien se les acercara.

Al sentir la fulgurante mirada de Soth prendida de su persona, el semielfo no pudo contener un escalofrío. Kitiara inclinó el rostro hacia él y esbozó aquella ambigua sonrisa que en un tiempo se le antojara irresistible. Estaba a su lado, ambos cuerpos se rozaban al más mínimo movimiento.

—Te acostumbrarás a ellos —le dijo con frialdad, antes de centrar de nuevo su atención en los preparativos que se desarrollaban en la sala de audiencias. Apareció entonces el surco oscuro en su entrecejo, acompañado de un sonoro golpeteo producido por sus dedos al tamborilear impacientes sobre la empuñadura de su acero—. Vamos, Ariakas, muévete —murmuró para sí.

Tanis forzó la vista por encima de la cabeza de Kitiara para comprobar qué sucedía al otro lado de la adornada puerta, que atravesarían cuando les llegase el turno, y comprendió que jamás podría olvidar el magno espectáculo que se iba a desarrollar ante sus ojos.

La sala de audiencias de Takhisis, Reina de la Oscuridad, ejercía sobre cualquiera que la contemplara un indescriptible influjo que le hacía tomar conciencia de su inferioridad. Era aquél el negro corazón que mantenía vivo el fluir de la sangre perversa y, como tal, presentaba una apariencia acorde con su función.

La antecámara donde aguardaban se abría a esa inmensa sala de forma circular con el suelo de reluciente granito. Este suelo se prolongaba para formar los también negruzcos muros, que se elevaban en tortuosas curvas similares a olas congeladas en el tiempo. Daba la impresión de que podían venirse abajo en cualquier momento y sumir a los presentes en una noche eterna; sólo el poder de Su Oscura Majestad los sostenía en pie. Las onduladas paredes se erguían hasta enlazar con el alto techo abovedado, ahora oculto a la vista por una columna de humo que se confundía en una masa borrosa y movediza producida por los alientos de los Dragones.

El suelo de la imponente estancia se hallaba vacío, pero pronto había de llenarse cuando las tropas marchasen sobre él para ocupar sus posiciones bajo los tronos de sus señores. Había cuatro tronos, destinados a los Señores de los Dragones de mayor rango, y se alzaban a unos diez pies por encima de la granítica superficie. Los demás servidores de la Reina Oscura no tenían suficiente categoría para ocupar lugares honoríficos.

Unas puertas achatadas se abrían en los cóncavos muros sobre unas lenguas de roca que se proyectaban en abultados perfiles, constituyendo el telón de fondo de las plataformas donde se erguían los regios sitiales. Había dos de éstos a cada lado en los cuales se sentaban los Señores de los Dragones y sólo ellos. Nadie más, ni siquiera la guardia Personal podía avanzar más allá del último peldaño por el que se accedía desde la sala a los tronos. Los oficiales de alta graduación y custodios particulares de los dignatarios se apostaban en las escalinatas que se elevaban hacia aquéllos cual gigantescos saurios surgidos de la Prehistoria.

En el centro de tal magnificencia se destacaba otra plataforma, algo mayor que las cuatro que la rodeaban en semicírculo, reptando desde el suelo como una lóbrega serpiente que era exactamente, lo que sus escultores pretendieron representar. Un angosto puente rocoso unía la cabeza del ofidio con otra puerta situada en un lado de la sala. El ominoso animal parecía mirar hacia Ariakas y hacia el nicho, envuelto en penumbras que coronaba su trono.

En efecto el «Emperador», como se hacía llamar Ariakas, ocupaba un puesto privilegiado respecto a los otros Señores de los Dragones a juzgar por la superior elevación de su plataforma. Se alzaba ésta a otros diez pies por encima de las que la flanqueaban, hallándose situada justo delante de la mole central.

La mirada de Tanis se sintió atraída de un modo irresistible hacia el nicho cavado en la roca que se abría sobre el trono de Ariakas. Era más amplio que los otros que remataban a su vez las plataformas laterales y, en su interior, palpitaba una negrura que al semielfo se le antojó provista de vida. Tan intenso era su pálpito que tuvo que desviar la vista pues, aunque nada vislumbró, imaginó quién había de instalarse en aquellas sombras.

Presa de un leve estremecimiento. Tanis reanudó su examen de la tenebrosa sala. No quedaba mucho por ver. Alrededor del techo abovedado, en huecos algo más estrechos que los de los Señores de los Dragones, se habían acomodado los reptiles mismos. Casi invisibles, ensombrecidos por sus humeantes alientos, estas criaturas se encontraban encima de las plataformas de sus respectivos superiores para mantener una estrecha vigilancia —o al menos así lo suponían ellos— sobre sus «amos». Sin embargo lo cierto era que sólo uno de los dragones presentes en la asamblea se preocupaba por el bienestar del dignatario que le había sido asignado. Era Skie, el animal de Kitiara, que ya se había ubicado en su nicho y contemplaba con ígneos ojos el trono de Ariakas, reflejando un odio mucho más ostensible que el detectado por Tanis en la expresión de su Señora.

Resonó un gong en la sala y las tropas entraron en masa, exhibiendo los colores rojos que las delataban como servidores de Ariakas. Centenares de garras desnudas y recias botas arañaron el suelo cuando los draconianos y guardias de honor se distribuyeron al pie del trono de su comandante. Ningún oficial del séquito ascendió los peldaños, ni la escolta personal ocupó su puesto habitual frente a su jefe.

Al fin hizo su aparición el poderoso humano. Avanzaba en solitario, con los pliegues de su purpúreo uniforme majestuosamente suspendidos de sus hombros y la armadura resplandeciente bajo la luz de las antorchas. Ceñía su testa una corona con incrustaciones de piedras preciosas, todas ellas de tonalidades sanguinolentas.

—La Corona del Poder —murmuró Kitiara. Al volverse hacia ella Tanis percibió una intensa emoción en sus ojos, un anhelo que rara vez había observado en un humano..

—Aquel que ostenta la Corona, gobierna —declaró una voz detrás de ella—. Está escrito.

Era Soth quien había hablado. Tanis se puso rígido para refrenar sus temblores, ya que sentía la presencia de aquel hombre como una esquelética mano posada en su nuca.

Las tropas de Ariakas le dedicaron una prolongada ovación, golpeando el suelo con sus lanzas y entrechocando espadas y escudos. Kitiara gruñó impaciente mientras duraban los vítores, hasta que Ariakas extendió las manos para imponer silencio en la sala. Se arrodilló entonces en actitud reverencial frente al lóbrego nicho que dominaba su tarima y, con un gesto de su enguantada mano, indicó a su inmediato inferior que podía hacer su entrada en el fastuoso recinto.

Tanis leyó tal aversión y desdén en el rostro de Kitiara que apenas logró reconocerla.

—Sí, Señor —balbuceó ella al recibir la señal, con una mirada en la que se conjugaban la oscuridad y un misterioso centelleo—. «Aquel que ostenta la Corona, gobierna. Está escrito ¡en sangre!» —añadió para sus adentros mientras giraba la cabeza y llamaba a Soth a su lado—. Ve a buscar a la mujer elfa.

El caballero espectral asintió y desapareció de la antecámara como una bruma maléfica, seguido por sus no menos fantasmagóricos guerreros. Los draconianos presentes tropezaron unos contra otros en su intento de apartarse del camino de las etéricas huestes.

Tanis aferró el brazo de Kitiara para decirle con voz sofocada:

—¡Recuerda tu promesa!

Kitiara se desembarazó de él sin la menor dificultad, a la vez que lo observaba fríamente. Sus pardos ojos lo hipnotizaban, lo atraían de tal forma que el semielfo sintió que le arrebataba la vida, convirtiéndolo en poco más que una concha vacía.

—Escúchame bien —le ordenó la Señora del Dragón en un alarde de dominio y cortante severidad—. Sólo persigo un objetivo, ceñirme la Corona del Poder que ahora luce Ariakas. Esta es la razón de que capturase a Laurana, y eso es lo que ella significa para mí. Se la ofreceré a Su Majestad, tal como prometí, y ella me recompensará con los laureles que ansío para luego hacer que la elfa sea conducida a las cámaras mortuorias del templo. No me preocupa lo que allí pueda ocurrirle, la dejo en tus manos. Cuando veas mi señal, da un paso al frente y te presentaré a la Reina. En ese momento podrás rogarle como un favor especial que te permita escoltar a la condenada hasta el lugar donde le aguarda la muerte. Si aprueba tu conducta, te concederá esta gracia y serás libre de llevar a tu elfa a las puertas de la ciudad o donde te parezca oportuno. Pero quiero que me prometas por tu honor, Tanis, que volverás junto a mí una vez concluida tu misión.

—He empeñado mi palabra —respondió el semielfo sin vacilar.

Kitiara sonrió, relajado su semblante. Tan bella se le apareció a Tanis, sobresaltado ante su brusca transformación, que casi se preguntó si no había imaginado la máscara de crueldad con que solía abordarle. Descansando la mano en su rostro, ella le acarició la barba.

—Tu honor está en juego. Sé que eso no significaría nada para otros, pero tú cumplirás. Una última advertencia, Tanis —le susurró con cierta precipitación—: Debes convencer a la Reina de que eres su fiel servidor. Es muy poderosa, una divinidad capaz de leer en tus entrañas, en tu alma. ¡No lo olvides, has de persuadirle de que le perteneces por entero! Un gesto, una palabra con ribetes de falsedad y no dudará en destruirte. Yo no podré ayudarte si fracasas. Si tú mueres, también sucumbirá Lauralanthalasa; tenlo presente.

—Comprendo —dijo Tanis tembloroso bajo su fría armadura.

Sonó un clarín que retumbó en los ondulantes muros.

—Ha llegado el momento —anunció Kitiara y, tras ajustarse los guantes, se cubrió la cabeza con el yelmo—. Adelante, semielfo. Conduce a mis tropas, yo entraré en último lugar.

Resplandeciente en su azulada armadura de escamas de dragón, Kitiara se colocó en digna postura a un lado de la antecámara para dejar que Tanis atravesara la rica puerta y se introdujera en la sala de audiencias.

La muchedumbre allí congregada empezó a vociferar al ver al estandarte azul. Instalado en las alturas junto a los otros Dragones, Skie lanzó un rugido de triunfo mientras Tanis, consciente de que cientos de miradas confluían en su persona, trataba de desechar de su pensamiento cualquier idea ajena al deber que se disponía a cumplir. Mantuvo los ojos fijos en su destino, la plataforma que se erguía próxima a la de Ariakas, la tarima engalanada con banderas azules. Oyó tras de él los rítmicos estampidos que producían los miembros de la guardia de Kitiara al marchar altivos sobre el suelo de granito y, una vez al pie de la escalinata, se detuvo tal como le había ordenado. Cesó la barahúnda, para renacer en un murmullo cuando el último draconiano hubo traspasado el umbral. Todos se inclinaron hacia adelante, ansiosos por presenciar la entrada de Kitiara.

Aguardando en la antecámara a fin de prolongar la expectación unos momentos más, Kit advirtió, de pronto, un movimiento a su alrededor. Giró el rostro y vio a Soth, seguido por unos soldados espectrales que transportaban en volandas un cuerpo envuelto en un lienzo blanco. Los ojos vibrantes y llenos de vida de la Señora del Dragón se cruzaron en perfecta armonía con aquéllos otros que reflejaban el vacío de la muerte.

Soth hizo una leve reverencia, a la que Kitiara respondió con una sonrisa antes de dar media vuelta y hacer su triunfal aparición en la sala de audiencias, saludada por una lluvia de aplausos.

Tumbado en el frío suelo de la celda, Caramon luchaba con denuedo para no perder el conocimiento. El dolor comenzaba a remitir. El golpe que lo había derribado fue contundente, arrancándole incluso su yelmo de oficial y aturdiéndole por un instante, aunque no llegó a mandarle al imperio de las brumas.

No obstante fingió desvanecerse, pues no sabía qué otra cosa podía hacer. «¿Por qué no está Tanis con nosotros?», pensó desalentado, a la vez que se reprochaba a sí mismo aquella torpeza mental que tanto lo angustiaba. El semielfo habría fraguado un plan, habría hallado una salida. «¡No debería haberme cargado con semejante responsabilidad!», protestó para sus adentros. Pero una voz que resonaba en los recovecos de su cerebro lo obligó a reaccionar: «¡Deja de condolerte, ¡necio! ¡Los compañeros dependen de ti!», le imprecaba. El guerrero pestañeó, incluso tuvo que reprimir la sonrisa que afloró a sus labios al reconocer a Flint en aquella arenga. ¡Habría jurado que el enano estaba a su lado para infundirle ánimos! En cualquier caso, era cierto que los otros dependían de él y que debía sobreponerse a sus dudas si quería ayudarles. Algo se le ocurriría.

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