La reina de la Oscuridad (55 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

El Hombre Eterno había muerto.

Cuando Tanis levantó la cabeza en el suelo de la magna estancia vio que un goblin le apuntaba con su lanza, dispuesto a hundirla en su cuerpo. Volteándose ágilmente sobre su espalda, el semielfo agarró las botas de su rival y tiró de ellas de tal modo que el individuo cayó de bruces en el lugar donde otro goblin, enfundado en un uniforme de distinto color, lo aguardaba para abrirle el cráneo con su maza.

Aunque aturdido, Tanis se apresuró a ponerse en pie. Ansiaba salir de aquel infierno, pero antes tenía que encontrar a Laurana.

Un draconiano arremetió contra el semielfo, quien lo atravesó con su espada en un gesto de impaciencia retirándola de su cuerpo inmediatamente. Oyó entonces una voz que pronunciaba su nombre y, al volverse, vio a Soth junto a Kitiara, rodeados ambos por los guerreros espectrales. Los ojos de la mujer estaban clavados en su persona, rezumantes de odio. Lo señaló con el índice en el mismo instante en que el Caballero de la Muerte daba la orden de ataque a sus huestes, que se deslizaron desde la cabeza de la serpiente como una diabólica marea capaz de engullir a todo aquél que se interpusiera en su camino.

Intentó el barbudo luchador darse a la fuga, pero quedó atenazado en el tumulto. Se debatió con todas las fuerzas que aún le restaban, consciente del glacial ejército que lo acechaba y tan dominado por el pánico que no atinaba a pensar.

Fue entonces cuando un trueno irreal retumbó en la sala y el suelo comenzó a temblar. Las reyertas cesaron en torno al semielfo, los litigantes tenían demasiado trabajo en mantener su inseguro equilibrio y él mismo se paralizó para escudriñar, desconcertado, su entorno. ¿Qué estaba ocurriendo?

Una descomunal roca revestida de mosaico se desprendió del techo y cayó sobre un grupo de draconianos, que se arrojaron en todas direcciones para evitar que los aplastase. Le siguió otra, y otra más, a la vez que las antorchas se precipitaban desde las paredes y las velas se tumbaban, extinguiéndose en su propia cera. El cavernoso rugido se intensificó, y Tanis comprobó que incluso los guerreros de ultratumba se habían inmovilizado. Sus llameantes ojos consultaban a su adalid en un mar de dudas.

De pronto, el suelo se hundió en una vertical pendiente bajo los pies del semielfo, que se agarró a la columna más próxima a fin de no ser engullido mientras se preguntaba cuál era el significado de aquella hecatombe.

—¡El mago me ha traicionado!

La Reina de la Oscuridad extendió su sombra como una losa que, mortífera, se cernió sobre los presentes. Su cólera palpitaba en la cabeza de Tanis, una furia y un miedo tan poderosos que casi hicieron estallar su cerebro. Aumentó la negrura cuando Takhisis, consciente del peligro que corría, emprendió una desesperada lucha para mantener entreabierta la puerta que debía franquearle el acceso al mundo. Las vastas tinieblas que la configuraban apagaban la luz de las llamas, las alas de la noche ensombrecían la sala de audiencias como un manto asfixiante.

Alrededor del semielfo los soldados draconianos tropezaban y se bamboleaban en la impenetrable penumbra, mientras las voces de sus oficiales se elevaban para sofocar la confusión, para arrancar de raíz el pánico que se propagaba entre las tropas al sentir el abandono de su soberana. Tanis oyó las enfurecidas imprecaciones de Kitiara, pero también su delirio pareció ahogarse de forma repentina.

Un estampido avasallador, sucedido por una retahíla de gemidos desgarrados, sugirió a Tanis que quizá el edificio entero estaba a punto de desmoronarse y sepultar a cuantas criaturas albergaba.

—¡Lausana! —exclamó y, sin pensarlo dos veces, se lanzó a una ciega carrera que no tardó en detener una imprevista avanzadilla de draconianos que luchaban sin orden ni con cierto. Cayó al suelo en la refriega, oyendo de nuevo los aullidos de Kitiara en un intento de reagrupar a sus tropas.

Se incorporó como pudo e ignorando el desaliento que le atenazaba y un acuciante dolor en el brazo, apartó la espada con la que un draconiano se disponía a atravesarle el pecho a la vez que propinaba un puntapié a su portador.

Un estruendo, diferente de los anteriores y más ominoso si cabe, puso fin a la batalla, y durante un tenso instante todos los allí reunidos permanecieron con la vista alzada hacia la insondable oscuridad. Se elevó un murmullo de sobrecogimiento provocado por Takhisis, soberana de las tinieblas, que se hallaba suspendida sobre la sala en la forma adoptada en aquel plano de existencia. Su cuerpo gigantesco se agitaba en mil tonalidades, tan numerosas, tan deslumbrantes, tan confusas que los sentidos no podían asumir su temible riqueza y enturbiaban en las mentes la majestad que brotaba de aquel ser de todos los Colores y Ninguno. Las cinco cabezas abrieron sus inmensas bocas, ardía el fuego de la ira en la multitud de ojos como si cada víscera de la criatura pretendiera devorar al mundo.

«Todo se ha perdido. Ha llegado el momento de su victoria definitiva, hemos fracasado», pensó Tanis.

Las cinco testas se irguieron triunfantes, y el abovedado techo se partió en dos.

El Templo de Istar comenzó a retorcerse, a reformarse, a reconstruirse para de nuevo ostentar la estructura original que la malignidad había pervertido. Tanis comprendió que se había equivocado al presentir la catástrofe cuando la negrura que inundaba la estancia fue rasgada por los argénteos rayos de Solinari, la luna que los enanos apodaban la Vela de la Noche.

12

Una deuda saldada.

—Y ahora, hermano, debemos despedirnos.

Raistlin extrajo un pequeño globo de cristal de los pliegues de su negra túnica: el Orbe de los Dragones.

Caramon sintió que le abandonaban las fuerzas y, al posar la mano sobre el vendaje, lo halló manchado de sangre. Estaba mareado, la luz del bastón del hechicero oscilaba ante sus ojos al mismo tiempo que oía en lontananza, como en un sueño, la agitación de los draconianos. Al parecer los soldados habían logrado liberarse de su miedo y se disponían a atacarle. El suelo temblaba bajo los pies del guerrero, o quizá eran sus piernas las que flaqueaban.

—Mátame, Raistlin —rogó a su gemelo con voz anodina, vaciado su rostro de expresión.

Raistlin se inmovilizó y entrecerró sus dorados ojos.

—No permitas que muera en sus manos —insistió Caramon despacio, en la actitud de quien pide un sencillo favor—. Acaba conmigo en este instante, me lo debes.

—¡Te lo debo! —vociferó el mago, lanzando por sus pupilas fulgurantes destellos y tratando de contener su sibilino aliento—. ¡Te lo debo! —repitió, pálida su tez bajo el fulgor de su vara. Furioso, giró el cuerpo y extendió su mano hacia los draconianos. Brotó el relámpago de sus yemas y laceró el pecho de las criaturas que, entre alaridos de dolor de asombro, se desplomaron en el torrente. Las aguas se tiñeron de verde cuando las crías de reptil se lanzaron sobre sus víctimas para devorarlas.

Caramon contemplaba la escena impertérrito, demasiado débil y agotado para reaccionar. Oyó el confuso estrépito de las espadas entremezclado con gritos desgarrados y cayó hacia adelante, sin apenas tomar conciencia de su deliquio. Las espumeantes aguas se cerraron sobre él...

De pronto se encontró en terreno sólido. Pestañeando, alzó la vista y descubrió que estaba sentado en la roca junto a su hermano. Raistlin se arrodilló sin soltar su Bastón de Mago.

—¡Raist! —susurró el hombretón con los ojos bañados en lágrimas. Estirando una mano insegura, palpó el brazo de su gemelo y agradeció el aterciopelado contacto de la oscura túnica.

El hechicero se desprendió de él con frío ademán antes de decir, con una voz gélida como el tenebroso cauce que fluía a su lado:

—Escúchame bien, Caramon. Salvaré tu vida por esta vez, y nuestra deuda quedará saldada.

—Raist —repuso el guerrero tragando saliva—, no pretendía...

—¿Puedes incorporarte? —le interrogó el interpelado, dispuesto a ignorar sus disculpas.

—Creo que sí —contestó vacilante Caramon. ¿Sabes cómo utilizar ese objeto —señaló el Orbe de los Dragones para que nos saque de aquí?

—Sabría hacerlo, hermano, pero no creo que te gustara el viaje. Además, no puedes olvidar a los compañeros que se han aventurado contigo en el Templo.

—¡Tika, Tas! —exclamó el guerrero sin resuello mientras se sujetaba a la húmeda roca en un intento de enderezarse—. ¡Y Tanis! ¿Qué ha sido...?

—Tanis sigue su camino —le interrumpió Raistlin he pagado con creces la deuda que con él contraje. Pero quizá aún pueda liquidar también mi cuenta pendiente con los Otros.

Resonaron gritos y voces en el extremo del túnel a la vez que un oscuro batallón irrumpía en el torrente subterráneo, obediente a los últimas órdenes de la Reina Oscura.

Aún débil, Caramon cerró sus dedos en torno a la empuñadura de la espada. Pero le detuvo la fría y nudosa mano de su gemelo.

—No, Caramon —le advirtió el hechicero separados sus labios en una sonrisa. No te necesito, nunca más precisaré tu ayuda. ¡Observa!

La penumbra de la caverna se iluminó con un brillo, que sólo el sol puede derramar merced al desmesurado poder de la magia de Raistlin. El guerrero, empuñando todavía su espada, no acertó sino a permanecer al lado de su hermano y contemplar sobrecogido cómo un enemigo tras otro sucumbía a sus encantamientos. Surgían relámpagos de las yemas de sus dedos, nacían llamas en sus palmas, aparecieron fantasmas tan aterradoramente reales para quienes les veían, que podían matar por el miedo que producían.

Los goblins se desplomaron entre gemidos agónicos, traspasados por las lanzas de una legión de caballeros que invadieron la cueva con sus cánticos. Los espectros atacaban bajo el mandato de Raistlin para desvanecerse al instante, sometidos a la voluntad de su adalid. Los pequeños dragones huyeron despavoridos en pos de los recovecos secretos donde se criaban, los draconianos se convulsionaban en extraños incendios y los clérigos oscuros, que se precipitaban por la escalera ansiosos de cumplir el postrer deseo de su soberana, quedaron ensartados en refulgentes lanzas y mudaron sus plegarias en diabólicas amenazas.

Al fin llegaron los magos de Túnica Negra, los más antiguos de la Orden, para destruir a su joven subordinado. No tardaron en descubrir con desmayo que, pese a su insondable vejez, Raistlin era más anciano que ellos por alguna razón que escapaba a su entendimiento. Su poder era sobrenatural, y supieron enseguida que nunca lograrían derrotarle. Resonaron en el aire las notas de una extraña melodía y, uno tras otro, desaparecieron con la misma celeridad con la que se habían presentado, muchos de ellos inclinándose frente a Raistlin en actitud respetuosa antes de partir a lomos de las incorpóreas alas de sus encantamientos.

Se hizo el silencio, roto tan sólo por el murmullo de las cansinas aguas. El Bastón de Mago irradió su luz cristalina y una sucesión de temblores agitó el Templo, tan poderosos que Caramon levantó la vista alarmado. Aunque la batalla sólo había durado unos minutos, asaltó la febril mente del guerrero la sensación de que su hermano y él acababan de consumir toda su existencia en tan espantoso recinto.

En cuanto el último mago se hubo fundido en la negrura, Raistlin se volvió hacia su gemelo.

—¿Has visto, Caramon? —preguntó con una voz desprovista de emociones.

El hombretón asintió con los ojos desorbitados.

La tierra se agitó en un violento temblor y el caudal del torrente se embraveció hasta desbordarse sobre las rocas. En el fondo de la caverna la columna enjoyada comenzó a bambolearse partiéndose en dos, mientras llovía sobre el rostro de Caramon un polvillo procedente del ahora agrietado techo.

—¿Qué significa esto? ¿Qué ocurre? —indagó el guerrero asustado.

—Significa que ha llegado el fin —afirmó Raistlin. Arropándose en su negra túnica, clavó en Caramon una mirada de irritación—. Debemos abandonar este lugar. ¿Tienes fuerzas suficientes para intentarlo?

—Sí, concédeme unos segundos —gruñó él y, tras darse impulso con la mano apoyada en la piedra, dio un paso al frente. Se balanceó, y casi se desplomó sobre el incierto suelo.

—Estoy peor de lo que imaginaba —masculló cerrados los dedos en torno a la herida del costado— Necesito recobrar el resuello, eso es todo.

Con los labios amoratados y el sudor chorreando por sus pómulos, Caramon hizo un gran esfuerzo para incorporarse y reanudó el avance. Sin perder la sonrisa burlona que surcaba su semblante Raistlin contempló cómo su hermano se acercaba a trompicones y, cuando éste se hallaba a escasa distancia, extendió el brazo.

—Apóyate en mí —le invitó.

El vasto techo abovedado de la sala de audiencias se rasgó como un frágil paño. Unos enormes bloques de piedra cayeron sobre la estancia, aplastando a toda criatura viviente que se interponía en su descenso. El desorden degeneró en un caos espoleado por el pánico cuando los draconianos, sin atender a las órdenes que impartían sus cabecillas tanto a través de la voz como mediante restallidos de látigo y sesgos de espada, comenzaron a huir en desbandada ante la inminente destrucción del Templo. En su desenfrenada fuga los soldados no vacilaban en matar a quien entorpecía su paso, aunque se tratase de sus propios compañeros. Algún que otro Señor de Dragón investido de especial poder lograba mantener bajo control a su guardia, pero en su mayoría los mandos también sucumbieron asesinados por sus propias tropas, despedazados bajo una roca o atrapados hasta exhalar el último suspiro.

Tanis se abrió paso a empellones en la apocalíptica escena y al fin vio lo que anhelaba encontrar: una melena dorada que refulgía bajo la luz de Solinari como una llama en pleno apogeo.

—¡Laurana! —la llamó, pese a saber que no le oiría en medio del tumulto. Emprendió una frenética carrera hacia la elfa y al hacerlo un fragmento de roca, más afilada que una hoja de acero, arañó su mejilla. Sintió fluir la tibia sangre por su cuello, pero el líquido y el dolor mismo carecían de realidad por lo que pronto los olvidó para concentrarse en propinar garrotazos, puñaladas y puntapiés a los arremolinados draconianos en su feroz empeño de alcanzar a la muchacha. Sin embargo, en el instante en que creía hallarse cerca de su objetivo, una marea de criaturas enloquecidas lo arrastró de nuevo hacia atrás.

Estaba Laurana próxima a la puerta de una de las antecámaras, desde donde ahuyentaba a los draconianos con la espada de Kitiara haciendo gala de la destreza adquirida en varios meses de guerra constante. Tanis se hallaba casi a su lado cuando, derrotados sus adversarios, quedó sola unos segundos.

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