La reina de la Oscuridad (58 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

—El semielfo te tiene todavía sometida a su influjo.

—Creo que te equivocas —replicó ella, desviando los ojos hacia Tanis en el momento en que se cerraba la puerta—. Será él quien, en las silenciosas horas de la madrugada, cuando yazca en el lecho junto a Laurana, pensará en mí sin poder evitarlo. Recordará mis últimas palabras, se sentirá conmovido por ellas. Me deben su felicidad, y ella tendrá que vivir a sabiendas de que mi imagen perdura en el corazón de su esposo. He envenenado cualquier sentimiento que intenten compartir, ésa es mi manera de perpetrar mi venganza. ¿Has traído lo que te ordené?

—Sí, Dama Oscura —declaró Soth. Pronunció una palabra mágica, exhibió ante ella un objeto y lo sostuvo en su esquelética mano. Luego, con una reverencia, lo depositó a los pies de la dignataria.

Kitiara contuvo el aliento, tan centelleantes sus ojos como los del espectro.

—¡Excelente! –exclamó—. Regresa al alcázar de Dargaard y reúne a las tropas. Nos haremos con el control de la ciudadela voladora que Ariakas envió a Kalaman. En cuanto nos hayamos reagrupado, esperaremos el momento oportuno.

La horrenda faz de Soth se iluminó al señalar el objeto que destellaba en el suelo, donde él lo pusiera.

—Te pertenece por derecho propio –comentó—. Todos aquéllos que han osado oponerse a tu mandato están muertos, o bien emprendieron la fuga antes de que pudiera ocuparme de ellos.

—Eso no hace sino retrasar su fin —apostilló Kitiara envainando de nuevo la espada—. Me has servido con lealtad, caballero Soth, y serás recompensado. Supongo que siempre quedará alguna doncella elfa en el mundo.

—Morirán quienes tú condenes. Los que decidas respetar —inclinó el fantasmal semblante hacia la puerta—, vivirán. Recuerda siempre, Dama Oscura, que entre todos tus subordinados yo soy el único capaz de ofrecerte fidelidad eterna. Yo y mis guerreros, que regresarán conmigo a Dargaard obedientes a tu deseo. Aguardaremos allí tu llamada. Adiós, Kitiara —añadió al mismo tiempo que asía su mano en actitud sumisa—. ¿Qué sensación te produce saber que has devuelto el placer a las almas errantes? Has conseguido que mi reino de sombras me parezca interesante. ¡Ojalá te hubiera conocido en vida! Pero mi futuro es ilimitado, quizá espere hasta que podamos sentarnos ambos en el trono que ahora ocupo.

Sus gélidos dedos acariciaron la carne de Kitiara, quien se estremeció en un temblor convulsivo al visualizar frente a ella noches insomnes que la atraían con el vértigo del abismo. Tan aterradora fue la imagen que la muchacha quedó atenazada por el pánico. Soth, mientras tanto, se desvaneció en la negrura.

Estaba sola en el tenebroso pasillo y, durante unos minutos, sintió paralizada cómo el Templo se desmoronaba a su alrededor. Se apoyó en el muro asustada y desvalida, ¡tan desvalida! De pronto su pie tocó algo en el suelo y, agachándose, recogió el objeto que le entregara Soth y lo levantó en el aire.

Aquello era real, duro y sólido, tan auténtico que emitió un suspiro de alivio al cerrar los dedos sobre su superficie.

Ninguna llama de antorcha se reflejaba en su dorado perímetro ni provocaba fulgores en sus joyas rojizas, pero Kitiara no necesitaba verlo para admirar el poder que encerraba.

Permaneció largo rato en el ruinoso pasadizo, palpando una y otra vez los cantos metálicos de la ensangrentada Corona.

Tanis y Laurana bajaron presurosos a las mazmorras por la escalera de caracol. Se detuvieron junto a la mesa del carcelero, donde el semielfo reparó en el cadáver del goblin.

—Vamos —le apremió Laurana señalando hacia el este. Al ver que él vacilaba y volvía los ojos en dirección norte, se estremeció—. No querrás seguir ese pasillo, ¿verdad? Me trae espantosos recuerdos de mi encierro —concluyó, y su rostro palideció a causa de los alaridos que se oían en las celdas.

Un draconiano pasó corriendo junto a ellos. Tanis imaginó que se trataba de un desertor, una sospecha que no hizo sino confirmar la expresión amedrentada del individuo al toparse con un supuesto oficial.

—Sólo buscaba a Caramon —susurró Tanis—. Supongo que le trajeron aquí.

—¿Caramon? —exclamó Laurana asombrada—. ¿Cómo?

—Vino a Neraka conmigo —explicó el semielfo—. Y también Tika, Tas y... Flint—. Enmudeció, pero rechazó su tristeza con un movimiento de cabeza—. Si estaban en esta zona, se han ido. Continuemos.

Laurana se ruborizó. Miró de hito en hito a Tanis y el pozo de la escalera, antes de comenzar a hablar.

—Tanis...

—Ahora no tenemos tiempo —la silenció él, cubriéndole la boca con la mano—. Debemos concentrarnos en hallar la salida.

Como si quisiera reafirmar sus palabras, el Templo se agitó en un nuevo temblor. Fue éste más intenso y prolongado que los otros, tan virulento que arrojó a Laurana contra el muro mientras Tanis, debilitado por la fatiga y el dolor, luchaba para mantenerse en pie.

Un fragor similar al del trueno resonó en el pasillo norte y cesaron abruptamente los gritos en los calabozos, al parecer sofocados por un derrumbamiento que levantó densas nubes de polvo y de mugre.

Tanis y Laurana emprendieron la fuga. Corrieron hacia el este envueltos en un tormenta de escombros, tropezando con cuerpos inertes y montones de piedras aserradas.

Tras una breve pausa una nueva sacudida azotó las entrañas de la tierra. No lograron sostenerse, cayeron de rodillas y contemplaron impotentes cómo el pasadizo se bamboleaba, se retorcía sobre sí mismo hasta convertirse en una sinuosa serpiente de roca.

Se introdujeron gateando bajo una viga desprendida del techo, y se abrazaron para darse mutuo amparo en aquel océano embravecido en el que flotaban a la deriva. Oían sobre sus cabezas, sobre la improvisada balsa, unos extraños sonidos. Se diría que las rocas, en lugar de venirse abajo, se encajaban unas con otras entre ensordecedores retumbos. Murió el temblor y volvió la calma.

Aún vacilantes, se incorporaron y reanudaron su huida. El miedo espoleaba sus piernas, de tal modo que olvidaron por completo el dolor que los laceraba e incluso desdeñaron los continuados temblores que socavaban los cimientos del Templo. Tanis esperaba que de un momento a otro el techo se desplomara sobre sus cabezas, sepultándolos en el corredor, pero por algún motivo inexplicable éste no sufrió el menor menoscabo. Tan aterradores eran los ecos que se sucedían sobre el subterráneo que ambos habrían acogido el derrumbamiento como una liberación.

—¡Tanis, aire fresco! —anunció, de pronto, Laurana.

Exhaustos, en un desesperado alarde de voluntad, ambos se abrieron paso por el sinuoso pasillo hasta llegar a una puerta que oscilaba sobre sus goznes. Había en el suelo una purpúrea mancha de sangre y....

—¡Los saquillos de Tas! —se sorprendió Tanis. Hincó la rodilla y examinó los tesoros del kender, que yacían diseminados sin orden ni concierto. Meneó la cabeza apesadumbrado, seguro de haber acertado en su presentimiento.

La muchacha se acuclilló a su lado y apretó su mano en un intento de consolarle.

—Al menos sabemos que estuvo aquí, Tanis. Logró llegar a la puerta, quizá escapó.

—El nunca abandonaría sus pertenencias —dijo el semielfo rechazando tan esperanzador argumento.

Atravesaron la puerta y, saliendo por fin al exterior, dirigieron sus miradas hacia Neraka.

—Mira —urgió a su compañera con el dedo extendido—. ¡Es el fin! Todo ha terminado, al igual que el kender —insistió. Le enfurecía que el rostro de Laurana recobrase su obstinada calma, como reticente a admitir la derrota.

La muchacha obedeció a sus indicaciones. El frescor de la brisa nocturna se le antojó una cruel burla pues sólo transportaba efluvios de humo y de sangre, palabras sin sentido de los agonizantes. Unas llamas anaranjadas iluminaban el cielo, donde los dragones trazaban círculos mientras sus señores se afanaban en huir o guerreaban para alzarse con el poder. Surcaban el ambiente aparatosos relámpagos, el incendio parecía presto a prender en el manto negro de la bóveda celeste. Los draconianos, por su parte, atestaban las calles y mataban en su errático desenfreno a todo aquél que se interponía en su camino, aunque fuera un hermano de raza.

—El mal se vuelve contra sí mismo —declaró Laurana en actitud ausente. Contemplaba la escena sobrecogida, apoyada su mano en el hombro de Tanis.

—No comprendo. ¿Qué significa? —preguntó él.

—Es una frase que Elistan repetía a menudo.

—¡Elistán! —repuso el semielfo con amargura—. ¿Dónde están sus dioses ahora? Quizá instalados en sus castillos estelares, gozando del espectáculo. La Reina de la Oscuridad ha sucumbido, el Templo se halla al borde de la destrucción y nosotros hemos quedado atrapados. No sobreviviríamos más de tres minutos en ese infierno.

Se le hizo un nudo en la garganta cuando, tras apartar a Laurana con dulzura, se inclinó hacia adelante para inspeccionar los tesoros de Tasslehoff que se había llevado consigo. Desechó sin vacilar un fragmento de cristal azul, una corteza de vallenwood, una esmeralda, una pequeña pluma de pollo, una rosa negra ya marchita, un colmillo de dragón y una rama donde aparecía tallada con habilidad enanil la efigie del kender. Entre todos estos objetos, no obstante, atrajo su atención una dorada joya que refulgía bajo la luz del destructivo fuego.

La recogió del suelo, bañados sus ojos en lágrimas, y cerró la mano hasta sentir que las afiladas puntas se clavaban en su carne.

—¿Qué es? —indagó Laurana con la voz entrecortada por el miedo.

—Perdóname, Paladine —suplicó Tanis al dios del que tanto había dudado. Rodeó con el brazo a la atónita elfa y extendió la palma.

Descansaba en ella un delicado anillo, de exquisita filigrana, confeccionado con hojas de enredadera que se entrelazaban entre sí. Envolvía su círculo un Dragón Dorado, sumido en un mágico sueño.

14

El fin. Para bien o para mal

—Bien, ya hemos traspasado las puertas de la ciudad —susurró Caramon a su gemelo sin apartar la mirada de los draconianos, que lo observaban expectantes—. Quédate junto a Tika y Tas mientras yo voy en busca de Tanis. Me llevaré a esta cuadrilla.

—No, hermano —respondió Raistlin con destellos rojizos en sus dorados ojos debidos al influjo de Lunitari—, no puedes ayudar a Tanis. El es el único dueño de su destino. —El mago hizo una pausa para contemplar el llameante cielo atestado de dragones—. Aún corres peligro, tanto tú como quienes de ti dependen.

Tika se hallaba al lado del guerrero, marcado su rostro por los surcos del dolor. Por su parte Tasslehoff aunque exhibía una sonrisa tan jovial corno de costumbre, tenía la faz muy pálida y sus pupilas delataban una pesadumbre que nunca antes se había visto en un kender. Caramon se entristeció al percibir el aspecto de sus compañeros.

—De acuerdo –accedió—. ¿Dónde iremos ahora?

Estirando el brazo, el hechicero señaló un punto lejano. Su negra túnica brillaba en torno a la mano que mantenía erguida contra el cielo nocturno, lívida y enjuta como si ninguna carne cubriera los huesos.

—En aquel cerro brilla una luz.

Todos se volvieron en la dirección que indicaba, incluso los draconianos. En el otro extremo de la yerma llanura Caramon distinguió el oscuro contorno de una montaña, que se destacaba en el iluminado desierto. En efecto, en su cima fulguraba un resplandor tan blanco y tan puro que se asemejaba a una estrella.

—Alguien os aguarda allí —anunció Raistlin.

—¿Quién Tanis? —inquirió ansioso el guerrero.

El mago lanzó una furtiva mirada a Tasslehoff, que estaba absorto en la contemplación de la luz.

—Fizban —afirmó el kender más que preguntarlo.

—Sí —corroboró Raistlin—. Ahora debo abandonaros.

—¿Cómo? —protestó Caramon—. Ven conmigo, con nosotros. ¡Debemos ir juntos a ver a Fizban!

—Un encuentro entre él y yo no resultaría agradable para nadie. —Meneó la cabeza, y al hacerlo flotaron a su alrededor los pliegues de su capucha.

—¿Qué me dices de ellos? —El hombretón señaló a los draconianos.

Tras emitir un hondo suspiro Raistlin se situó frente a los soldados y, extendiendo la mano, pronunció unas extrañas palabras. Las criaturas retrocedieron con el semblante retorcido en muecas de espanto pero, pese al grito de horror de Caramon, nada impidió que el relámpago letal surgiera de las yemas de los dedos del hechicero. Entre gritos agónicos, los reptilianos ardieron en llamas y cayeron al suelo convulsionados. Sus cuerpos se tornaron de piedra cuando la muerte los envolvió en su manto.

—No necesitabas hacerlo, Raistlin —le imprecó Tika temblando ante la escena—. Nos habrían dejado tranquilos de todos modos.

—Y la guerra ha terminado —coreó Caramon disgustado.

—¿De verdad? —preguntó el mago con su habitual sarcasmo, al mismo tiempo que extraía un pequeño saquito negro de un bolsillo de su túnica del que extrajo el codiciado Orbe de los Dragones—. Son estos débiles y sentimentales balbuceos los que garantizan la continuidad del conflicto. Los draconianos —apuntó con el índice a las estatuas— no pertenecen a Krynn, fueron creados mediante el más oscuro de todos los ritos arcanos. Lo sé porque presencié su nacimiento. Nunca os habrían dejado tranquilos —concluyó con una voz aguda que pretendía imitar a la de Tika.

El guerrero enrojeció e intentó hablar pero, en vista de que Raistlin no le prestaba atención, resolvió guardar silencio.

Absorto una vez más en su magia, el hechicero se inmovilizó con los dedos cerrados en torno al Orbe. La niebla multicolor se arremolinó en el interior del cristal al son de su enigmático canto, antes de fundirse en un luz pura y radiante que brotó en un único haz.

El enteco nigromante escudriñó el cielo en la actitud del que espera un acontecimiento. Éste no tardó en producirse: pasados unos segundos, eclipsó los astros de la noche una sombra gigantesca. Tika, alarmada, se refugió en el brazo que le ofrecía Caramon, si bien también él se estremeció y de un modo instintivo tomó la espada en sus manos.

—¡Un Dragón! —exclamó Tasslehoff sobrecogido—. ¡Es enorme! Nunca había visto uno de proporciones tan descomunales. ¿O quizá sí? Por algún motivo, me resulta familiar.

—Aparecía en el sueño —explicó Raistlin, restituyendo la cristalina esfera a su saquillo—. Se trata de Cyan Bloodbane, el Dragón que atormentó al infortunado Lorac, rey de los elfos.

—¿Qué hace aquí? —indagó Caramon asaltado por un súbito recelo.

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