Authors: Jorge Molist
Él compuso para mi madre la canción del ruiseñor y, a veces, ella lloraba al oírla.
Habla de una joven dama que añoraba su hogar, su familia en las tierras del norte. Es melancólica, sabe a soledad y cuenta un mal matrimonio decidido por el padre. También de un ruiseñor viajero, correo de un mensaje de amor. Es triste, pero muy bella.
A mí me gusta cantarla con sentimiento y lo hago en memoria de mi madre y de su amor.
Murió joven, hermosa, nostálgica, pero enamorada. Era invierno, le vino tos, fiebre y en pocos días se consumió. Se trajeron todos los remedios, mi padre hizo cuanto pudo, estuvo con ella, pero la mano que Ana quiso sostener en su último suspiro fue la de Sans, su trovador, su juglar, su verdadero amor.
Recuerdo ver, desde el primer banco de la iglesia, el reservado a mi familia, a Sans d'Urgell solo, encogido en un rincón lejano, llorando en el funeral. Él, que acostumbraba a erguirse como un gallo al cantar, luciendo su orgulloso bonete empenachado con dos largas plumas de faisán, se apoyaba durante aquella misa, cabeza descubierta, contra una pared trasera, deshecho. Nunca más supe de él.
Pienso que buscó un lugar distante donde morir cual viejo ruiseñor en invierno que, no pudiendo mantener más su propio calor, se acurruca en un último refugio.
Así que cuando canto la canción del ruiseñor también lo hago en honor a Sans, agradeciéndole toda la felicidad, todo el amor que le dio a mi madre.
Aquella pasión alumbró mi infancia y me preguntaba si Hugo de Mataplana, el juglar del que me había prendado, y con quien en los últimos días había conseguido intercambiar unas pocas palabras y muchas sonrisas, sería capaz de algo tan bello.
«Gaudeamus igitur juvenes dum sumus.»
[(«Acompáñennos los gozos mientras seamos jóvenes.»)]
Carmina Burana
Afueras de París. Marzo de 1209
Los dados rodaron dando tumbos sobre la mesa de roble basto y uno se detuvo en el pequeño desnivel formado por dos tablones mal ensamblados.
—¡Cuatro y dos! —gritó un hombretón de barba rubia cuya sonrisa de dientes corroídos brillaba a la luz de los candiles.— ¡Perdéis, señores estudiantes!
—Os equivocáis —repuso Amaury de Montfort, un joven corpulento.— El dos está montado, hay que rodarlo de nuevo.
—¡De ninguna manera! —gruñó otro hombre rubio, con un acento que denotaba su procedencia de los condados del norte.— Antes habéis dado por buena una jugada semejante porque os convenía.
—Aquel dado estaba casi bien —intervino Guillermo de Montmorency, un muchacho tan fornido como el anterior y en cuyos ojos azules había un brillo irónico. Y mirando desdeñoso al último que había hablado, añadió:— No saldréis de aquí con bien si no se repite esa jugada.
El tono era de amenaza. Sus miradas se encontraron retándose. El hombre buscó la empuñadura de la daga que le colgaba del cinto.
—Déjale que eche el dado de nuevo, Gunter —razonó el tercero de los mercaderes intentando calmarle.— Tendría que sacar un seis; demasiada suerte. No merece la pena la trifulca.
—El dado de antes estaba más montado que éste y se aceptó por bueno —rezongó Gunter, sin apartar la mirada de los ojos de su contrincante. La lengua se le trababa por el vino y el coraje.
Guillermo sonrió enseñando los dientes y colocando también la mano sobre su puñal en amenaza.
—¡Por san Dimas, Gunter! —exclamó el prudente, sujetando a su compañero del brazo.— Tenemos la partida ganada; te está provocando y aquí somos forasteros. ¡Deja que tire el dado!
La mirada se mantuvo mientras Guillermo ampliaba su sonrisa triunfal. El otro apartó la vista y dijo: —¡Tirad de una vez, maldita sea!
Guillermo cogió el dado y, ocultándolo de la luz de los candiles con la sombra de su mano grandota, lo sacudió en alto, haciendo un hueco entre sus manos, para lanzarlo rodando sobre la tabla. Todos contuvieron la respiración y el ruido de la pieza de hueso saltando en la madera sonó diáfano, hasta que fue a pararse junto al mismo desnivel donde se detuvo el dado anterior.
—¡Un seis! —rugió Guillermo.— ¡Ganamos nosotros! —y su compadre Amaury empezó a reír a carcajadas.
—¡No puede ser! —gritó Gunter.— ¡Ha cambiado el dado!
—Un seis, hemos ganado. Partida terminada —insistió Guillermo, mientras recogía el dado y lo guardaba en su faltriquera.
—¡No lo escondas! —advirtió el mercader.
El muchacho le miró mientras golpeaba su bolsa sonriendo triunfal.
—No te vas a burlar de mí, petimetre —gruñó Gunter, y la hoja de su daga brilló buscando las tripas de su adversario.
Éste lo esperaba y dio un paso atrás esquivándolo, aun sin poder evitar que el estilete rasgara su túnica y penetrara hacia los intestinos. El pinchazo dolió, pero el muchacho se dijo que era una suerte que aquel necio no hubiera advertido que vestía una fina cota de malla de acero bien trenzado bajo el ropaje exterior y que lanzara su golpe en lugar equivocado. Pudo sujetar la muñeca del agresor con su mano izquierda, evitando la siguiente puñalada, mientras que su derecha aferraba uno de los cubiletes de madera maciza ahuecada que servían de tazones y lo levantó por encima de su cabeza, esparciendo el vino que contenía por el aire, para estrellarlo contra el rostro de su atacante.
Éste tiraba del puñal sin poderse librar de aquella zarpa que lo sujetaba, intentando mientras cubrirse la cara ensangrentada con su mano izquierda. Pero Guillermo, usando el pesado tazón cual maza, golpeó con todas sus fuerzas la mano protectora y ésta, la cara.
Los huesos crujieron y Gunter trastabilló hacia atrás. Uno de los mercaderes quiso sujetar al joven por la espalda, pero se encontró con un pinchazo en el cuello. Amaury se había interpuesto y, apuntándole con su daga bajo la barbilla, le hizo retroceder un par de pasos.
El tercer extranjero sacó su puñal, pero lo guardó apresurado cuando vio a dos individuos que, salidos de la oscuridad, le amenazaban blandiendo espadas. El siguiente golpe hizo que Gunter retrocediera varios pasos y, aunque pudo sujetar por unos instantes aquella maza que le machacaba la faz, al tropezar con un taburete y caer de espaldas, soltó a su contrincante y su propio puñal. Guillermo de Montmorency se abalanzó sobre el caído y le martilleó, ya en el suelo, ferozmente.
—¡Dejadle, por piedad! —suplicaba el mercader prudente.— Habéis ganado de buena lid! ¡Quedaos con todo el dinero! Pero dejadle, por la Virgen, ¡que lo vais a matar!
Amaury intervino para frenar a su primo, que jadeaba excitado, aunque sonriente, al incorporarse. Y al fin, del tenebroso lucio donde la luz de los candiles no alcanzaba, los vencidos pudieron retirar a Gunter, que mostraba un rostro ensangrentado. Los tres fueron expulsados a patadas con gritos de ¡Montfort y Montmorency!, que tuvieron que corear, una vez fuera de la posada, amenazados por las espadas de los escuderos.
Los primos se repartieron las monedas de la mesa y, acomodándose en los bancales, invitaron a sus escuderos, que les llenaron los tazones de vino, y los cuatro brindaron.
Mostrando el polémico dado, Guillermo lo rodó varias veces obteniendo siempre un seis.
Celebraron la hazaña con risotadas y Amaury, achispado y feliz, subió sobre la mesa y, alzando su cubilete lleno de vino, se puso a cantar en latín goliardo:
Soy el abad de la Zizaña,
el que a bebedores acompaña
y a san Dado mi vida consagro.
Guillermo se unió a él encima de los tablones, mientras simulaba unos pasos de danza. Desde abajo, los escuderos animaban coreando la letra y dando palmas.
De repente, Amaury, que al bailar con su primo le había sujetado de la cintura, notó un contacto húmedo y cálido.
—¡Dios mío! —exclamó.— ¡Es sangre! ¡Ese bastardo te ha herido!
—No, no es nada.
—Sí que lo es —dijo Amaury mostrando su mano teñida de rojo.
Y dio gritos para que despertaran a las criadas y los escuderos se apresuraron complacidos a hacerlo.
Las muchachas fingían dormir, a pesar del escándalo que producían sus parroquianos, sobre unos jergones de paja. Estaban orientados al fuego de la cocina y descansaban encima de unas bancas de altos respaldos que las protegían de corrientes de aire, dándoles una precaria intimidad.
El posadero hacía horas que junto a su familia se había refugiado en el piso de arriba dejando a las jóvenes fámulas la difícil tarea de lidiar con semejantes clientes. Lo hacía siempre que, pasada la hora, quedaban parroquianos conflictivos en la posada.
Las chicas se apresuraron a atizar el fuego para hervir unos paños y a limpiar la mesa donde tendieron a Guillermo En efecto, la herida era sólo superficial. La puñalada que lanzó el norteño, sin duda mortal a no ser por la malla de acero, consiguió abrir algunas de las argollas, produciendo poco más que un rasguño.
María, que ya conocía a Guillermo de visitas anteriores, se afanó cariñosa en la cura del muchacho y, una vez detuvo la hemorragia, le colocó las vendas. Y besándole la mano, se retiró junto a la otra criadita a los jergones.
Ya vestido, y después de otro trago de vino, reanudaron los cantos.
Quien al alba me busque en la taberna,
desnudo andará de anochecida
repitiendo a gritos esa monserga:
¡ay, qué suerte tan cochina!
Pero al rato, Guillermo sintió nostalgia del suave contacto de las manos de María y de su tibio aliento.
Dejó a los demás con sus cantos y, sin advertirles, se fue hacia la lumbre, buscó bajo las frazadas con las que se cubría la muchacha y encontró sus pechos cálidos y abundantes.
Ella no pretendió ni sorpresa ni timidez ya que no era la primera vez que se complacían mutuamente. Se incorporó y empezó a besarle tirando suavemente de él, hasta que Guillermo estuvo bajo las ropas, en equilibrio precario sobre las tablas del banco.
La situación no había pasado desapercibida para los demás y Amaury fue bajando el volumen y el entusiasmo del canto hasta callar, y los escuderos le imitaron. Los amantes no contenían su arrullo amoroso y el caballero apuró el vino de su tazón de un trago y seguido de los escuderos se dirigió al hogar.
Sólo quedaban brasas en la lumbre y poco podía ver Amaury de los trabajos de su primo, aunque no por eso, dado el murmullo de la pareja, desconocía por que capítulo andaban.
Excitado, se dirigió a la otra criada que se acurrucaba en su banco fingiendo dormir, pero, al no encontrar con sus tanteos respuesta favorable, empezó a quitarle las frazadas y a manosearla. Ella se defendió en silencio apartándole, hasta que él, impaciente, le soltó un manotazo y, amenazándola con lenguaje soez, puso todo su ardor y fuerza en la batalla, logrando la rendición del enemigo después de una resistencia inútil.
Tal como antes hicieron, los escuderos velaron desde la oscuridad, detrás de los bancos, por sus señores.
«Done se crozan en Fransa e per tot lo regnat can sabo que serán del pecatz perdonat.»
[(«En Francia y en todo el reino se hacen cruzados al saber que les perdonarán sus pecados.»)]
Cantar de la cruzada, I-8
Tal y como sus galenos exigían, después de yacer con las muchachas, los primos orinaron para limpiarse y decidieron hacerlo contra el portón de la posada, marcando territorio, mientras sus escuderos se ocupaban con los caballos en el establo.
Los orines humeaban al rociar la madera. Amanecía y ya los pájaros cantaban en las arboledas al borde del camino que conducía a París. Desde el interior de la posada se oían los gritos del patrón, que, descendido de su refugio en el piso superior, ya seguro de que aquellos peligrosos parroquianos se habían ido, lanzaba improperios a las criadas para que se levantaran a atizar el fuego y asear la casa.
—¿Por qué no liquidaste a ese bastardo? —inquirió Amaury de Montfort.
—No sé —dijo bostezando Guillermo de Montmorency.— Caridad cristiana, imagino.
Amaury rió.
—Guarda eso para cuando seas obispo —repuso.— Ese tipo te pudo haber matado.
Hacía frío y, habiendo terminado, se apresuró a subirse los calzones y bajarse la camisa, cota de malla y sayo que había mantenido arremangados durante el desahogo.
Esperó a que Guillermo acabara con lo mismo y le dio un abrazo de oso, besándole con babas en la mejilla.
—Te quiero, primo —le dijo.— Y temo que un día un desgraciado de taberna te abra en canal.
Los primos conversaban entre bostezos al paso tranquilo de sus caballos. Aún oculta tras la bruma, la ciudad de París, protegida tras sus fuertes muros, estaba cercana y las puertas tardarían en abrirse. El hielo fino de los charcos del camino se quebraba bajo los cascos y los campos se mostraban escarchados y cubiertos de neblina, que se disiparía al contacto con el sol, si éste decidía mostrarse.
—¿Qué tal la Universidad? —inquirió Amaury.
—Mucho latín y se duerme mal en sus bancos.
Su primo rió.
—Serás un buen obispo, compondrás buenos sermones.
Guillermo se encogió de hombros.
—Es lo que la familia ha decidido, ¿no?
—Bueno, yo también tengo que casarme con una desconocida por alianza política —repuso Amaury consolándole.
—Quizá hasta sea guapa.
—O coja. ¿Qué más da? Igualmente consumaré.
—De eso estoy seguro —rió Guillermo.
—Tenemos parientes en las casas más poderosas de Francia, Borgoña y Flandes. Yo heredaré un condado, pero tú tienes buena cabeza. Serás obispo, y quizá te podamos hacer arzobispo o cardenal.
Guillermo bostezó.
—Quién sabe. Hasta podrías llegar a papa —continuó su primo.
—Si eso se puede ganar en una partida de dados...
Amaury soltó una carcajada.
—Te quiero, primo —repitió.
Varios pasos más atrás, encogidos sobre sus caballos, los escuderos comentaban la noche.
—¿Por qué no te acostaste con la criada? —inquirió Paul, el hombre de Amaury de Montfort.
—Mi señor no deja que lo haga con las que él lo hace —repuso malhumorado Jean— y menos con ésa, a la que parece tener querencia.
El otro rió.
—Pero si el posadero la vende a cualquiera por unas monedas... Ni que fuera una dama.
—Mi señor no quiere —y se encogió más, como si de repente el frío húmedo le hubiera penetrado los huesos.
—Vaya mal amo.