Authors: Jorge Molist
Un griterío ensordecedor en apoyo a esas palabras resonó dentro de la iglesia de la Magdalena, centro de reunión del consejo ciudadano.
Los cónsules daban voz tanto a los pequeños nobles como a los gremios, y éstos, a los ciudadanos afiliados a ellos por su ocupación laboral. Armeros, peleteros, tejedores, plateros y docenas de otros oficios estaban allí representados por algunos de sus miembros, agrupados junto pendones gremiales que enarbolaban con fiereza. Los bancos de la iglesia estaban repletos y muchos tenían que estar de pie.
—Pero razonad —insistió el obispo, que días antes se había unido a la cruzada en Montpellier con el fin de negociar la salvación de la ciudad con el legado Arnaldo, abad del Císter. Al fin había logrado un difícil acuerdo con la esperanza de hacer entrar en razón a los orgullosos biterrois—; si os rendís y os sometéis a la autoridad del legado y entregáis a los doscientos veintidós herejes cátaros y valdenses de la villa, os salvaréis.
—No aceptaremos imposiciones ni del legado ni del Papa —reputó otro de los cónsules.— Nuestros muros son fuertes, tenemos hombres, armas, provisiones para resistir...
—Locos, locos... —el obispo sacudía la cabeza incrédulo.— Consentid o condenaréis a vuestras familias.
—Ni el Papa, ni el abad del Císter, ni los cruzados, ni toda la Iglesia católica en pleno doblegarán nuestra voluntad de ciudad libre —gritó otro.
Un clamor de aprobación acogió la proclama. —Béziers sólo rinde cuentas al vizconde —clamó uno que por su vestimenta lujosa evidenciaba que era un rico burguésy siempre que éste respete nuestros derechos y libertades. La Iglesia católica no es quién para imponernos sumisión.
—Razonad —insistió el obispo.— Los he visto, son decenas, cientos de miles; os arrollarán. Están a escasas millas de aquí. Dentro de poco caerán sobre vosotros.
—No entregaremos a ninguno de nuestros vecinos —dijo otro que vestía ropas comunes de artesano.— No importa qué religión profese, aunque fuera forastero y estuviera de visita. Ésta es una ciudad libre y así continuará.
—Si sobrevive —musitó el eclesiástico.
—Las milicias de la ciudad sabrán resistir, los cruzados se hartarán de pasar hambre y calor a las puertas de Béziers y regresarán al norte.
La muchedumbre, enardecida, volvió a clamar. El obispo, asustado por la exaltación de los biterrois, decidió abandonar la ciudad para exponer al abad del Císter el fracaso de su empeño y con él partieron unos pocos temerosos. Pero los sacerdotes decidieron quedarse con sus paisanos para socorrerles espiritualmente en los difíciles días venideros.
Algo parecido había ocurrido la tarde anterior en el mismo lugar. El vizconde y su senescal expusieron la situación a los cónsules y ellos acordaron resistir, apoyando a su señor a pesar de las tensas relaciones, siempre por motivo de sus libertades, que a veces mantenían con éste. Raimon Roger Trencavel, como señor de Béziers, estaba obligado a defender la ciudad y dijo que iría a Carcasona, que convocaría a sus nobles, a su aliado el conde de Foix y que se contratarían mercenarios para reforzar la tropa. Entre todos formarían un gran ejército para atacar a los sitiadores por la retaguardia.
El vizconde advirtió con severidad que todos debían obedecer estrictamente las órdenes de Bernard de Béziers, su senescal, que lideraba la defensa en su nombre. Al despedirse, les animó diciéndoles que resistieran con fuerza y valor, que él acudiría en su socorro.
Había que partir a toda prisa y Hugo aprovechó el tiempo escaso en que los escuderos aprestaban los caballos para encontrarse con Bruna.
—La ciudad está en un peligro muy serio —le dijo.— Venid conmigo, la corte del vizconde os acogerá.
—No puedo... —musitó ella,— no puedo dejar a mi padre.
—Vuestro padre es un hombre de armas. Luchará mejor si no teme por vos.
—No, no le dejaré si está en peligro.
—Permitidme que le hable, él os ama. Le convenceré para que os deje ir. No será difícil.
—Soy yo quien no quiero dejarle. Además, nuestros muros y la posición de la ciudad sobre el río nos protegen. Nada nos ha de ocurrir.
—Señora, sois mi dama —sus ojos se humedecieron.— Yo debiera quedarme a protegeros, pero no puedo, tengo una misión que cumplir.
—Vos tenéis una misión que cumplir, yo tengo un padre a quien amo. Es el senescal de la ciudad. Su hija no puede huir; sería una ofensa para él y para la ciudad.
Hugo sabía que su dama estaba en lo cierto. Entonces, hincó una rodilla en el suelo y le besó la mano. Ella le acarició tiernamente el cabello.
Poco después, el vizconde, acompañado de Hugo y cuatro caballeros más, partía al galope hacia Carcasona.
«So fo a una festa c'om ditz la Magdalena, que Tabas de Cister sa granda ost amena trastota entorn Bézers alberga sus Parena.»
[(«Ocurrió en la fiesta que llaman de la Magdalena, cuando el abad del Císter con su gran hueste llega y en los alrededores de Béziers acampa toda ella.»)]
Cantar de la cruzada, II-17
Béziers
Guillermo y Amaury llegaron la tarde del 21 de julio a Béziers con una avanzadilla cruzada guiada por hombres del conde de Tolosa. La ciudad se alzaba imponente tras sus murallas, encaramada en la cima de una colina a cuyos pies se deslizaba por la parte oeste el caudaloso río Orb. Se mantuvieron a prudente distancia de las defensas y de las milicias que protegían a los últimos campesinos rezagados que acudían con sus rebaños y carros cargados de provisiones a refugiarse en la ciudad. Por el camino comprobaron que los molinos estaban arruinados y que todo lo que hubiera podido servir de sustento a los invasores, y que los lugareños no pudieron acarrear, había sido quemado.
—Nos quieren hacer pasar hambre —comentó con una sonrisa Amaury. Guillermo se encogió de hombros.
—¿Esperabas que el vizconde nos invitara a cenar? Amaury rió de buena gana.
—Si nos hubiéramos presentado tañendo una vihuela y cantando una trova, quizá —repuso,— pero así, armados hasta los dientes y con ganas de pelea, rompiendo las normas de cortesía, no creo que lo haga.
—¡Qué susceptible!
Y ambos estallaron en carcajadas.
Exploraron los extramuros, concluyendo que la zona al este era el único lugar donde el campamento cruzado podía instalarse. La colina descendía suavemente hasta el riachuelo de San Antonio. Un puente lo cruzaba y por encima transcurría la antigua vía romana que llevaba a Montpellier. Por ese camino llegaría a la mañana siguiente el grueso de la cruzada. Una alameda bordeaba el curso casi seco y fangoso. Madera que serviría para los artilugios de asalto, pensó Guillermo. Del otro lado del arroyo, el terreno ascendía suave, cubierto por campos de labor, lejos del alcance de los ballesteros y petrarias de la ciudad. Allí podrían instalar las tiendas con tranquilidad. Mentalmente Guillermo empezó a distribuir a los nobles según su rango y poder. El duque de Borgoña, el conde de Nevers, el de Saint Pol y el senescal de Anjou en los lugares más llanos al lado del camino y en el centro el abad del Cister. Su tío, Simón de Montfort, junto a otros nobles prestigiosos, pero menores, y los obispos, un poco más allá...
Descendieron dirección sudoeste siguiendo el riachuelo hasta su unión con el río Orb. Éste bajaba ancho, caudaloso y el único medio de cruzarlo, excepto por las barcazas que obviamente no darían servicio a los cruzados, era el antiguo puente romano a los pies de Béziers. Continuaron siguiendo el curso del río hacia la ciudad, cuyos muros se alzaban imponentes, encaramados en su colina y, muy por encima de ellos, la llamada torre Ventosa y la catedral de San Nazario. Pronto se detuvieron. No podían seguir sin convertirse en blanco fácil para cualquier arquero de las almenas. La franja entre el río y las murallas, incluido el puente, estaban completamente protegidas desde arriba. Un ataque por el lado oeste era imposible y por el sur, dada la pendiente hasta los muros, era igual de difícil. Regresaron revisando las fortificaciones de la ciudad a distancia prudencial y vieron que la puerta de Saint Jacques estaba formidablemente bastida. También lo estaban las puertas de Saint Gilles, Saint Saturnin y Saint Guilhem, orientadas al este. Sin embargo, Guillermo y Amaury comentaron que ese lienzo de muralla era el único que ofrecía posibilidades. Continuaron su recorrido hacia el norte y luego al oeste, donde de nuevo el río Orb les detuvo. La ciudad volvía a encaramarse majestuosa en la colina, tras los muros. El sol del atardecer daba tonalidades rosadas a las paredes, a las torres de las defensas y las iglesias de Saint Aphrodisie y de la Magdalena, en contraste con los verdes de la alameda y el brillo del río.
—¡Qué hermosa villa! —exclamó Guillermo.
El día siguiente era el 22 de julio, festividad de la Magdalena y, al poco de amanecer, llegaron los caballeros que negociaron en representación de sus señores el espacio y ubicación que cada uno ocuparía en el campamento. El asunto no era baladí, ya que se trataba de una cuestión de prestigio para los nobles. Pero la cruzada llevaba casi un mes reunida, los rangos estaban bastante bien establecidos y pronto las ubicaciones se conformaron aproximadamente como Guillermo había anticipado. La primera tienda en elevarse fue el gran pabellón del conde de Nevers, que servía de lugar de reunión de los líderes de la cruzada y punto de referencia de todo el campamento.
Los habitantes de la ciudad abarrotaban las almenas; era una muchedumbre desafiante, sorprendentemente festiva, vociferante y altanera, que observaba a los cruzados increpándoles.
Los nobles y la caballería llegaron pronto en la mañana e hicieron un recorrido semejante al que el día anterior hicieron los primos, sus escuderos y los guías tolosanos. Y a media mañana empezaron a llegar las tropas de a pie, los mercenarios, los ribaldos y la chusma que les acompañaba. Cada uno se ubicó según sus señores estaban ubicados y los demás, donde pudieron. El vulgo también tenía sus jerarquías y Renard, el llamado Rey Ribaldo, dispuso sus lugares.
Al mediodía, el legado papal convocó a los nobles principales en el pabellón de Nevers. Había que acordar el almacenaje, racionamiento y procura de suministros para un asedio que prometía ser largo, y también la estrategia de asalto, ya que Béziers difícilmente sería vencida por hambre y, dada la proximidad del río que discurría a los pies de los muros oeste de la villa, tampoco por sed.
—La única zona vulnerable es la oeste —afirmó el conde de Nevers. Y un murmullo aprobatorio demostró el acuerdo unánime.— En todos los demás puntos la altura es tanta que nuestras máquinas de asalto y arqueros estarían muy en desventaja frente a sus ballestas, catapultas y petrarias.
—Debiéramos construir unas empalizadas detrás del riachuelo de San Antonio para proteger el campamento —comentó el conde de Saint Pol.
—Pues yo pienso que, en lugar de fortificarnos temiendo sus ataques, debiéramos ser nosotros quienes iniciáramos el primer asalto mañana mismo, una vez esté el campamento montado —argumentó Simón de Montfort.— Cada día que pase será una victoria suya.
Después de un largo debate, los nobles acordaron proteger con empalizada sólo a las máquinas de guerra, que el día siguiente se montarían frente a la ciudad, e iniciar el primer asalto lo antes posible usando a los ribaldos y mercenarios como fuerza de choque.
Los primos habían logrado colarse en la reunión, tras Simón de Montfort, temiendo en un principio que los grandes nobles cuestionaran su presencia. Como nadie les llamó la atención, se iban sintiendo más y más satisfechos, ya que establecían el derecho a participar en los consejos de guerra futuros al igual que los caballeros importantes. Pero no tentaron su suerte hablando a la asamblea; no tenían prestigio para ello y esa audacia les hubiera costado la expulsión. Lo observaban todo con grandes ojos, pero disimularon su entusiasmo. Guillermo se fijó en el conde de Tolosa. No intervenía en el debate y se preguntó cómo se debía de sentir aquel individuo, recuperándose aún de los azotes que un mes antes recibió en sus espaldas, guiando a los cruzados a través de las tierras de su sobrino, contra sus propias gentes.
—El obispo Reginald de Béziers les ofreció a los biterrois salvar sus vidas si abrían las puertas de la ciudad y nos entregaban a los herejes —dijo Arnaldo, el abad del Císter, levantándose de pronto cuando el debate decaía.
Hasta aquel momento no había dicho nada y aparentaba no importarle las discusiones militares. Estaba sumido en sus pensamientos y al hablar lo hizo con voz potente. Su tono e inflexiones eran proféticos.
—Se negaron a recibir la caridad de la Iglesia de Roma, burlándose de su obispo.
No respetan el mensaje de Cristo y yo digo que hay que darles una lección para que todos en Occitania aprendan. Quien se resista a nuestra cruzada sucumbirá.
El silencio era total y Arnaldo calló mientras recorría con su mirada los rostros de los nobles principales. Nadie habló.
—Cuando tomemos la ciudad, se pasará por la espada a todos sus habitantes. ¡Dios lo quiere! —hizo otra pausa.— Así aprenderán los orgullosos occitanos a rendir sus ciudades sin resistencia al negotium pacis et fidei. Ciudad que se resista será exterminada.
—Pero, abad —objetó el duque de Borgoña,— nos consta que la gran mayoría de los biterrois son buenos católicos.
—Es imposible distinguir católicos de herejes —dijo el conde de Nevers.
—Matadlos a todos —repuso de inmediato Arnaldo.— Dios sabrá escoger a los suyos en el cielo.
Un denso silencio rubricó sus palabras.
«Ar'aujatz que fazian aquesta gens vilana, ab lors penoncels blancs que agro de vil tela van corren per la ost cridan en auta aleña.»
[(«Escuchad lo que aquellos villanos hicieron, pues con pendones blancos hechos de basta tela, corriendo y gritando a acometer a la hueste salieron.»)]
Cantar de la cruzada, 11-18
Béziers, 22 de junio, día de la Magdalena
Nunca olvidaré el día de nuestra muerte. Esas imágenes ensangrentadas vuelven, regresan una y otra vez. El asalto, la barbarie, los gritos..., los gritos resuenan aún en mis pesadillas, y cuando las luces de aquel día ignominioso se apagaron, Bruna de Béziers y su padre habían dejado de existir. Junto a ellos murió un mundo de flores, de música, de canto y una hermosa ciudad, con todos sus habitantes masacrados en su interior.
—¡Mirad, mirad cómo los nuestros les dan su merecido a los franceses! —gritó un mozalbete.