Authors: Jorge Molist
Mi único hermano murió a los trece años de una mala caída de su montura. Quizá por eso mi padre me trataba a veces como al hijo que perdió. Siempre estuvimos muy unidos y, al ser el jefe militar de Béziers, jugaba conmigo frecuentemente con armas.
También le acompañaba a cazar y él insistía en que fuera yo misma quien preparara mi montura y cuidara del caballo. Sentí unos deseos incontenibles de verle por última vez, abrazarle antes de morir, de hacerme perdonar mis impertinencias, de estar con él cuando la turba cayera sobre nosotros.
Bajé corriendo de la torre y me encontré que mi ama nos esperaba, retorciéndose las manos angustiada.
—Cortadme el pelo —le pedí.— Voy a luchar con mi padre.
—Pero, Bruna —protestó,— sois una dama, no un hombre.
—Dama u hombre, hoy moriremos. Por favor, haced lo que os digo.
—No cometáis locuras, refugiémonos en la catedral. Estaremos seguras en tierra santa protegida por la tregua de Dios.
—Id vosotras, yo voy con mi padre.
La discusión se prolongó por unos minutos, pero la mujer estaba aterrorizada y la prisa que sentía por encontrarse segura en la iglesia hizo que cediera con relativa facilidad.
Con un cazo de cocina por bonete, hice que me cortara el pelo alrededor, tal como hacían los pajes. Los cabellos fueron al fuego y busqué donde sabía que mi padre guardaba las armas de mi hermano.
Cuando me despedí de mi ama y mi prima Guillemma, mi aspecto era el de un muchacho vestido para la guerra. Camisa y calzas de lana, casco, una cota de malla que me llegaba hasta las rodillas, daga al cinto y espada corta. Mi ama murmuró en su lengua de oíl que estaba loca y que los santos me protegieran. Nos despedimos las tres entre abrazos y lágrimas, y salieron ellas a todo correr hacia la catedral. Yo me dirigí a paso rápido al tramo de la muralla donde había visto a mi padre por última vez, pero al subir los escalones que conducían al parapeto del muro vi que, allí arriba, ya se luchaba cuerpo a cuerpo. Muchos de los de Béziers habían caído y los ribaldos que subían por las escaleras de madera adosadas a la parte exterior de nuestras fortificaciones llegaban en tropel por la ronda de la muralla, la que conducía a la puerta de Saint Saturnin y continuaba hacia la de Saint Guilhem. En aquella dirección había partido mi padre. Y al ver aquel gentío hostil, me di cuenta, angustiada, de que era tarde, de que jamás le volvería a ver vivo.
Los nuestros resistían a duras penas aquella avalancha y yo no sabía cómo enfrentarme a los asaltantes. Uno de ellos, vestido con una piel que le cubría parte del torso y hasta media pantorrilla, me largó un lanzazo con su azcona, que apenas pude esquivar de un salto. A mi lado caía machacado a cachiporrazos un muchacho al que reconocí como el ayudante de uno de los tratantes en mulas de la villa.
—El muro está perdido, defendámonos en las casas —gritó un hombre que empezaba a bajar los escalones que yo había subido hacía un momento. Me di cuenta de que era Gilles, el platero que tenía puesto en el mercado.
Presa del pánico, le seguí instintivamente y, cuando llegamos al suelo, me di cuenta de que los que nos seguían ya no eran de los nuestros. Sólo habíamos escapado dos.
Pensé en reunirme con mi ama y mi prima, pero un tropel de ribaldos que llegaban por la calle que conducía a la catedral me hizo desistir. Corrimos en dirección contraria, pero Gilles se quedaba atrás y una flecha le alcanzó en la pantorrilla. Cayó con un gran grito mientras una muchedumbre se abalanzaba sobre él. Corrí sin esperanza, por puro instinto, retrasando el trágico destino que me aguardaba y cuando vi el otro extremo de la calle bloqueado por enemigos, me precipité dentro de una casa con las puertas abiertas de par en par. Tenía un amplio patio y me di cuenta de que estaba en el palacio de los Maureilhan, una de las familias nobles de Béziers. Vi que los animales aún estaban en sus caballerizas y que en la cocina ardía el fuego, pero todo indicaba que el lugar había sido abandonado precipitadamente.
—¡Aquí se ha escondido uno! —oí gritar.
Y al girarme, vi la silueta de un grupo cubriendo el vano de la puerta por la que yo acababa de entrar en la casa. Jadeante a causa de la carrera y del peso de la cota de malla, subí las escaleras que comunicaban el patio con el primer piso. Pensaba que quizá pudiera alcanzar la azotea y de allí saltar a otro edificio.
Pero buscando la escalera para la planta superior me encontré en un salón que hacía las veces de dormitorio con ventana a la calle. Quise salir de allí, pero el barullo de los ribaldos que ya subían las escaleras me hizo pensar que era mejor esconderme tras los cortinajes que separaban la cama del resto de la habitación. Demasiado tarde, ya estaban en la puerta. Descalzos, vestidos con harapos, sonrisas sedientas de sangre, portando armas, algunas arrebatadas a los defensores de la ciudad, gritaron excitados al verme.
—¡Está aquí, ya le tenemos!
Supe que mi hora había llegado. Ya nunca más vería a mi padre, aunque con toda seguridad habría muerto ya. Ahora me tocaba a mí y buscaba consuelo en la idea de que en un momento me reuniría con él, con mi madre y mi hermano en el cielo. Pero antes debía sufrir el trance de la muerte. Vi a un par de aquellos tipos astrosos, uno joven y otro mayor, que se abalanzaban hacia mí e instintivamente saqué mi daga. Eso hizo que dieran un paso atrás.
—Mira el mozuelo ese —rió el más viejo, un tipo enjuto, de unos cuarenta años, calvo, cetrino y arrugado.— Nos vamos a divertir.
—¡Qué hermosos mofletes tiene el chico! —añadió un individuo tripudo que chillaba burlón.— Tendrá unas nalgas regordetas.
Un muchacho joven, quizá de mi edad, empezó a acosarme con una lanza hasta que di con mi espalda en la pared. Intentaba desviar el filo con mi brazo izquierdo protegido con la malla de acero, pero poco podía hacer. Jugaban conmigo.
—Dejadme en paz o enviaré al menos a uno de vosotros al infierno —dije reuniendo todo mi valor y sabiendo que era una bravata inútil. Instintivamente, lo hice en la lengua que ellos hablaban, la que había aprendido de mi madre y de mi ama.
Se detuvieron no por temor a mi amenaza, sino por la sorpresa.
—¡El hereje este sabe hablar oíl! —exclamó el flaco, que parecía liderar.
—¡Y habla como un señor! —se mofó el gordo.
—¡Siempre he deseado encular a un noble franco! —chilló otro del grupo, y una risotada celebró su ocurrencia.
Me di cuenta de que sus expresiones cruelmente divertidas se llenaban de odio y reemprendieron su acoso con mayor saña. El de la lanza se empleó con un puyazo a fondo que esquivé saltando a un lado. Entonces, sentí un fuerte dolor en mi brazo derecho y vi como la daga caía al suelo junto con la garrota que me habían lanzado.
Ya no tenía defensa y miré hacia la ventana para saltar por ella, pero dudé un instante y el gordo se lanzó hacia mí y me abrazó con una risotada. Su olor producía náuseas y lamenté que me hubiera faltado valor para precipitarme al vacío.
Quise patearle, quise resistir, pero era mucho más fuerte y empezó a arrastrarme hacia el lecho entre el alborozo general. Deseé morir lo antes posible, recé por ello. Dejé de forcejear, cerré los ojos y busqué en mi interior los rostros sonrientes de mi querido padre, de mi madre y de mi hermano, el recuerdo de cuando estábamos todos juntos, de cuando éramos felices. Y también la faz de mi amado, la de Hugo.
Ansiaba desmayarme, desaparecer, que aquel trance terminara pronto, que mi agonía fuera corta.
Dios concedió la súplica y al poco Bruna de Béziers dejó de existir.
«Li ribaut foron caut, no an paor de morir: tot cant pogrom trobar van tuar e ausir e la grans manentias e penre e sazir.»
[(«Los ribaldos, amontonándose, no temen morir: asesinan a todo el que encuentran y acarrean los ricos botines que despojan.»)]
Cantar de la cruzada, II-20
Cuando los primos llegaron al palacio fortificado del senescal de Béziers, los ribaldos acababan de derribar las puertas. Les gritaron que se apartaran, espolonearon sus corceles y saltaron por encima de los maderos. El patio estaba desierto y el aspecto de la casa hacía pensar que sus ocupantes habían huido.
—¡Maldición! —exclamó Amaury.— ¿Cómo le digo al abad del Císter que la Dama Ruiseñor escapó?
—¡No escapará! Todos morirán hoy —le tranquilizó Guillermo.— Busquemos algún criado que la conozca y que nos ayude a encontrarla viva o muerta.
Los ribaldos se empleaban ya en el saqueo de la casa y Guillermo les prometió unas monedas si les traían alguien con vida. Esperaron unos minutos mientras escuchaban el barullo, pero, como nadie reclamó la recompensa ni se oyeron gritos, comprendieron que allí no quedaba ninguno de los habitantes.
—¿Y ahora qué? —se interrogó Amaury.
—El senescal será fácil de encontrar —dijo Guillermo.— Estará luchando en los muros. Lo de la dama es más complicado. Hay que buscar a alguien aún vivo que la pueda reconocer.
—Habrá que darse prisa.
—De acuerdo —concedió Guillermo.— Ve en busca del senescal, yo iré por la dama y nos reunimos aquí tan pronto les encontremos.
Guillermo de Montmorency dirigió su caballo calle abajo observando como un grupo de ribaldos corría.
—¡Aquí se ha escondido uno! —gritaba el que parecía liderarlos, al tiempo que apuntaba a una gran casa.
El caballero azuzó su montura; si se apresuraba, podría al fin encontrar algún superviviente.
Entró en el patio y descabalgando sin perder un instante, subió las escaleras de dos en dos hacia donde se oían las voces. Era una habitación amplia y al fondo, junto a un lecho, de espaldas a la pared, un muchacho que vestía una cota de malla algo amplia para él intentaba defenderse con una simple daga de un grupo de aquellos zarrapastrosos.
—Dejadme en paz o enviaré al menos a uno de vosotros al infierno —amenazaba el chico con voz temblorosa y fina.
Guillermo se sorprendió al oírle hablar un oíl aristocrático y por un momento se preguntó si aquellos individuos estarían atacando a algún pajecillo franco. Él conocía a la práctica totalidad de los nobles franceses importantes, pero no a los de menor rango o más jóvenes.
Aquellos tipos jugaban con el muchacho; lo desarmaron sin ninguna dificultad y, entre el alborozo general, un individuo grueso lo arrastró hacia la cama.
Guillermo se indignó. ¿Cómo se atrevía aquella chusma a agredir a un noble que hablaba como él?
—¡Deteneos! —gritó.— Dejad al chico ahora mismo.
Los ribaldos le miraron sorprendidos. Eran cinco y al ver que Guillermo estaba solo se sonrieron; no parecía imponerles respeto.
El hombre grueso mantuvo aplastado al chico contra la cama y otro más enjuto le dijo:
—Vamos a darle su merecido a este hereje. Más vale que vos cuidéis de vuestros propios asuntos.
Guillermo evaluó la situación conteniendo la ira que le producía ver que aquella chusma se atrevía a atacar a alguien que hablaba como un superior. Se dijo que si el chico era de la aristocracia francesa, era su deber rescatarlo, pero que si se trataba de un occitano que hablaba la lengua de oíl, con mayor razón; podría serle muy valioso.
—Dejádmelo a mí —bramó subiendo la voz.— Queda bajo mi custodia.
Ahora todos le miraban sopesándole. Guillermo observó como los de las lanzas le apuntaban y los otros crispaban sus manos sobre las armas.
—¡Vete a la mierda! —exclamó el flaco mostrando los dientes.
En fracciones de segundo, el de Montmorency calculó la ejecución de sus siguientes movimientos. Sin pronunciar otra palabra, desenvainó su espada con la mano derecha, unió a ésta su izquierda para aplicar mayor fuerza y, con aquella arma capaz de cortar cota de acero y partir escudos, le lanzó un tajo al muchacho de la lanza con toda la rabia que le producía la insolencia de aquellos individuos. Limpiamente cercenó el brazo que sostenía la azcona a la altura de la muñeca. Cuando el tipo enjuto que mandaba quiso reaccionar, ya era tarde. Guillermo le derribó de un mandoble mortal en el cuello. Entonces, el muchacho manco empezó a aullar y él tuvo que saltar a un lado para esquivar un lanzamiento. Pero logró partir el astil del arma con su espada. Vio el miedo en los ojos de sus enemigos y les gritó:
—Salid de aquí ahora mismo si queréis conservar la vida —sostenía su tizona con ambas manos, dispuesto a cargar de nuevo.
—Yo me voy —farfulló el gordo soltando al muchacho—; no me hagáis daño, señor.
—Deja tu arma y sal de aquí a todo correr.
El tipo obedeció y lo mismo hicieron los otros llevándose consigo al herido, que había dejado de chillar y, lívido, estaba a punto de desmayarse.
Guillermo se acercó al chico asegurándose de que los otros no le aparecían por la espalda. Éste le miraba, incorporándose del lecho con los ojos acuosos pero muy abiertos.
—¿Cómo te llamas?
—Peyre —repuso éste con voz débil.
—¿Eres occitano?
—Sí.
Guillermo se felicitó por su suerte. No sólo tenía en sus manos a quien podía ayudarle encontrar a la Dama Ruiseñor, sino que, además, hablaba perfectamente tanto la lengua de oc como la de oíl. Era la persona idónea para coronar con éxito la búsqueda que le había encomendado el abad del Císter.
—¿Conoces a la dama Bruna, hija de Bernard de Béziers, a la que llaman Dama Ruiseñor?
—Sí.
—¿Quién es tu padre?
—Bota de Maureilhan.
Las respuestas del muchacho eran las correctas, pero Guillermo no quiso manifestar su satisfacción. Lo sujetó de la cota de malla y lo atrajo hasta que sus caras quedaran muy cercanas.
—Debiera matarte ahora mismo, hereje —le gruñó.
—Mátame si quieres —repuso el chico, que parecía haber sobrepasado el límite del espanto—; no me importa, pero no me insultes, yo soy buen católico.
—Pues has desobedecido al Papa.
El muchacho se encogió de hombros.
—No, que yo sepa.
Guillermo comprendió que no avanzaba por aquel camino y fue más directo.
—¿Quieres vivir?
Peyre le miró a los ojos sin responder y el caballero dio por sentado que sí quería.
—Pues júrame por la salvación de tu alma y por tu honor de futuro caballero que me servirás a cambio de tu vida y te sacaré de aquí.
El chico le continuaba mirando sin reaccionar.
—¡Jura o te mato aquí mismo! —le gritó Guillermo sacudiéndole.
—Lo juro.