Authors: Jorge Molist
Y continuó golpeándome hasta que, no pudiendo soportarlo más, le dije que sí con tal de evitar un dolor insufrible. Estaba desmadejada, casi no podía andar y, viéndolo él, me montó en la grupa de su caballo y así, prisionera y convertida en muchacho, abandoné la ciudad.
No se cómo sobreviví ni aquel día, ni aquella noche. No sentía deseo alguno de hacerlo, pero tampoco quería que aquel hombre que me gritaba, golpeándome cuando no le obedecía de inmediato, supiera que yo era a quien él buscaba. En realidad había dejado de serlo. Antes había sido brevemente Peyre de Maureilhan, ahora era Pierre de Montmorency, un franco que, se suponía, era primo del caballero. Bruna de Béziers, la Dama Ruiseñor, había muerto junto a su prima y a su ama. Pensaba en ellas y en mi padre, mientras sollozaba en un rincón de la tienda donde él me había ordenado pasar la noche.
Antes de salir de la ciudad vomité en sus calles al ver más y más cadáveres. Mi amo ya no me golpeó; permitió que me limpiara la sangre con que me empapé en la iglesia en el río. Me lavé las manos, la cara, los brazos y la sobrevesta. Lo hice sin quitarme la camisa ni la cota de acero. El peso de ésta me aplastaba los senos, de forma que disimulaba mi condición de mujer, algo que bajo ningún concepto quería que el francés llegara a descubrir.
Oí que gritaban que la ciudad ardía, pero me estaba prohibido salir de la tienda y tampoco quería verlo. No lograba secar mis ojos, que se llenaban una y otra vez de lágrimas, hasta que al fin, no sé cuándo, desfallecí de puro agotamiento y caí en un sopor profundo, cercano a la muerte, pero misericordioso, pues me hundió en un pozo profundo más allá de la pena.
Guillermo de Montmorency sintió compasión por aquel joven adolescente al que ni siquiera le apuntaba aún la barba. ¿Cómo se habría sentido él, años atrás, si su familia hubiera sido masacrada como le ocurrió a ese chico? Pero no podía permitirse sentimentalismos; le salvó la vida porque, al hablar oíl y oc, le sería de mucha utilidad para su investigación. Y también para dar un escarmiento a aquella chusma ribalda. No podía consentirse que atacaran a un noble, aunque éste fuera enemigo; la conciencia del orden feudal para un caballero como Guillermo estaba por encima de los bandos en la batalla.
Pero Arnaldo, el abad del Císter, no vería su acción con buenos ojos. Guillermo estaba acostumbrado a seguir su propio criterio y no pensaba discutir con el legado papal. Por lo tanto, decidió ocultárselo; el fin justificaba los medios. Escondió al chico en su tienda, pidió a su escudero que no dejara entrar a nadie y se fue al consejo de guerra del abad.
Éste estaba exultante. La causa de Dios había demostrado su fuerza y la ira sagrada se había saciado temporalmente. Un escarmiento bíblico para los herejes y para quienes les apoyaban. Entre los nobles había distintas posturas, desde la del conde de Tolosa, silencioso y con cara de circunstancias, hasta los que disfrutaban plenamente de la victoria, pasando por algunos que no escondían su desagrado por la matanza. Sin embargo, la mayoría estaban más preocupados con el escarmiento que habría que darles a los ribaldos por su intencionado incendio de la ciudad.
Aquella chusma se había lanzado al saqueo sin respetar la parte del león que les correspondía a los nobles en el reparto y algunos se habían instalado en las casas cual genuinos propietarios, una vez se deshicieron de éstos. Los señores apostaron fuertes contingentes de sus tropas en las puertas de la villa que esquilmaban a todo ribaldo que salía, enviando sus mesnadas para que desocuparan las casas a varazos. Poco podían hacer los andrajosos contra soldados bien armados y perfectamente entrenados para actuar en equipo. De nada le valió a Renard, el proclamado Rey Ribaldo, argumentar que fueron ellos, y no los nobles, los que tomaron la ciudad y que fueron los suyos quienes murieron luchando en almenas y calles. Se decía que fue él quien dijo «fuego» y sus secuaces quienes pasaron la consigna a gritos y quemaron la ciudad, con todo lo que en ella quedaba, como represalia. Así como el abad del Císter quiso hacer de la masacre un ejemplo y advertencia para que el resto de ciudades se sometieran, así Renard quiso advertir a los nobles lo que ocurriría si sus ribaldos eran usados como fuerza de choque totalmente consumible y luego se les arrebataba el botín.
Unos opinaban que debían ahorcarlos; otros, que eso provocaría una revuelta ribalda y que convenía que la chusma fuera a la vanguardia y muriera, si luego ellos podían recuperar la mayor parte del botín, como acababa de ocurrir.
Pero eso poco le importaba a Guillermo de Montmorency, que, al igual que su primo Amaury, callaba y dejaba que su tío Simón de Montfort ejerciera la palabra en nombre de todo el clan. Sus pensamientos regresaban a su misión, a los tres enigmas que ocupaban su mente mientras planeaba lo siguiente a investigar ahora que tenía quien hablaba la lengua. Pero se dijo que conocía poco del chico y decidió interrogarle para saber más de él.
Cuando llegó a su tienda, vio al muchachito durmiendo en un rincón sobre una alfombra. Con frecuencia, medio suspiraba medio hipaba como hacían los niños en sueños después de un gran llanto. Sintió piedad, ternura, y observó la curva de las mejillas, los labios carnosos, la piel sonrosada y suave, y quiso acariciarle el pelo. Pero se contuvo.
Odiaba a los caballeros que abusaban sexualmente de sus pajecillos y él no se permitiría muestra alguna de cariño con el suyo.
Se acomodó sobre su alfombra, apagó el candil y supo que no dormiría en un rato.
Las imágenes de la muchacha saltando por la ventana en pos de su bebé defenestrado, la catedral vomitando raudales de sangre por la puerta, los sacerdotes vestidos de misa mayor tendidos a la entrada, masacrados queriendo proteger a sus fieles, los cuerpos de todas las edades amontonados contra las paredes, las huellas de manos ensangrentadas en los muros y pilares de la iglesia, el fuego... Ésa no era la guerra que él imaginaba, éste no era el tipo de batalla para la cual había aprendido a luchar.
Antes de retirarse a su tienda, Arnaldo contempló largo rato el espectáculo de la ciudad ardiendo bajo una luna casi llena y recordó cuando, predicando, sus habitantes se mofaban de él y como él les amenazaba con el fuego del infierno. Su palabra se había cumplido antes del juicio final.
Hizo llamar a un monje escriba a su tienda y, desde la entrada de ésta, contemplando el resplandor rojizo, dictó una carta para el Papa.
—Hoy, en el día de la Santa Oscura y de la luna menguante en el signo del macho cabrío, empieza el fin de los herejes y de aquellos que les apoyan. ¡Dios lo ha querido! Las puertas de la ciudad se abrieron a nuestras oraciones en el primer día de combate y todos sus habitantes perecieron a la espada y al fuego como ejemplo, como escarmiento para los insumisos a la Iglesia de Roma. ¡Qué gran victoria! ¡Qué hermosa venganza divina!
Tardó en dormirse y cuando lo hizo soñó que, cual Jacob, luchaba contra un bello ángel de facciones airadas y al preguntarle cómo se llamaba, él respondió: «Fe».
Después, el ángel se transformaba en un horrible diablo cuyo abultado estómago se abría como las fauces de un gran pez que quería tragarlo. No necesitaba preguntar, sabía que su nombre era Orgullo.
«Dieus receptia las armas, si.l platz, en paradis! >C'anc mais tan fera mort del temps Sarrazinis no cuge que fos faita ni c'om la consentís.»
[(«¡Dios acogerá sus almas, si así lo desea, en el paraíso! Pues tan horrible matanza ni en tiempos de sarracenos se hizo no creo que se hiciera entonces, ni que nadie la hubiera consentido.»)]
Cantar de la cruzada, II-21
Guillermo quería saber más sobre Pierre para iniciarle como su ayudante y traductor, pero el chico se negaba a contestar cuando le hablaba. El francés empezó con buenos modos, pero se fue enfureciendo con tan obstinado silencio y, cuando quiso intimidarle a golpes, el muchachito se hizo un ovillo y persistió en su mutismo tozudo. A veces, le miraba con aquellos ojos verdes, grandes, hermosos y llenos de lágrimas, limitándose a exhalar un gemido ahogado cuando le golpeaba más fuerte. El caballero se sentía cada vez peor.
Salía de la tienda desconcertado y paseaba por el campamento, casi sin contestar a los que le saludaban, meditando cómo hacer entrar en razón al chico. Si no lograba su colaboración, tendría que matarle y no sabía si podría hacerlo. No le hubiera importado si se mostrara arrogante, si empuñara un arma amenazando, si fuera fuerte como él, si no tuviera ese aspecto indefenso que pedía protección. Quizá al rescatarle de aquella chusma y salvarle la vida, se había establecido un vínculo invisible por el cual él, Guillermo, por alguna ley divina cuya comprensión se le escapaba, se había convertido en su protector y no podía dañarle. Definitivamente, él sería incapaz de acabar con ese muchacho triste que parecía buscar, desear la muerte. Guillermo llegó a esa certeza cuando su escudero vino a informarle que el chico sólo bebía un poco de agua, pero que no había probado la comida que le dejó. Se sorprendió al darse cuenta de que inconscientemente rezaba, pidiéndole a Dios que Pierre comiera, que entrara en razón. De lo contrario, por mucho que le pesara, no tendría más opciones.
—Si hay que terminar con él, le diré a mi escudero que lo haga, lejos, donde yo no lo vea ni oiga —murmuraba apenado.
La hueste, después dos días de descanso recuperándose de la fiesta, honrando a los muertos y cuidando heridos, iniciaba los preparativos para la mudanza. Los soldados cargaban armas y equipajes, las tiendas se desmontaban, la avanzadilla del ejército había ya emprendido la marcha hacia Carcasona.
Guillermo no podía quedarse y, en esas condiciones, tampoco podía cargar con el chico. Le había contado a Amaury la aventura del rescate de Pierre y la mucha utilidad que éste tendría para la misión que el abad del Císter le había encargado. Su primo le advirtió de que, si el legado papal supiera de su desobediencia a la estricta orden de exterminio, se enfurecería. Tampoco se lo podría contar a su tío Simón, pues éste reaccionaría peor aún. El poliglotismo del chico no era buena excusa; otros habría que hablaran a la vez oc y oíl, y más útil aún sería un eclesiástico local que supiera latín.
El chico se estaba quedando en los huesos y continuaba mudo; sólo miraba sin responder con sus grandes ojos verdes rodeados de ojeras que contrastaban con su hermosa cabellera oscura. ¿Estaría haciendo una endura, como se decía de los cátaros cuando se dejaban morir por inanición? No le volvió a amenazar, sólo a ratos intentaba persuadirle sin éxito.
Cuando sus familiares levantaron las tiendas y partieron con las tropas, Guillermo se fingió enfermo ante su tío Simón y dijo que en un par de días estaría recuperado para reunirse con ellos. Al quedarse sólo con su mesnada en el llano arrasado por el campamento y con la siniestra silueta de la ciudad destruida y aún humeante al fondo, Guillermo tuvo que rendirse a la evidencia. Tenía que ejecutar al chico y seguir a los otros.
Era el desenlace temido y, al fin, le dijo a su escudero:
—Llévate a Pierre al río. Busca un remanso tranquilo, un lugar bello y lo degüellas sin que sufra. —No podrá andar. —Carga con él, pesa poco.
Sentía una gran ternura por aquel muchacho; quiso verle por última vez y, acercándose a la tienda, oyó sorprendido que sonaba en su interior, queda, su vihuela.
Espiando, vio a Pierre, que, a pesar de sus fuerzas menguadas, la tañía sentado en su rincón; era una melodía melancólica, pero muy bella. Guillermo era hombre de habilidades y la música era una de ellas, aunque habitualmente sólo la usara para entonar esas canciones en latín vulgar, llamado goliardo, picantes y burlonas, que cantaba con otros colegas estudiantes para acompañar el vino de las tabernas. Pero, aun así, era diestro con la vihuela; sabía apreciar la buena música y a los que la supieran tocar.
—Si aún ama la música, también amará la vida. Y con esa esperanza licenció a Jean de su misión de sicario y fue a pedirle a su sargento de armas que le prestara su salterio.
Cuando entró en la tienda, Pierre dejó de tocar y, como habitualmente hacía, no respondió al saludo ni a las preguntas. Guillermo se sentó a su lado y, sin hablar más, entonó con el salterio la misma melodía que había escuchado al muchacho, aunque variando intencionadamente un par de notas. Al principio Pierre no dio señales de reaccionar y Guillermo repitió la melodía una y otra vez con el mismo error. De cuando en cuando, miraba disimuladamente al joven escudero comprobando si llamaba su atención, con la esperanza de que reaccionara ante unos fallos tan obvios. Al fin, Pierre, sin poderse contener, tomó su vihuela para entonar la melodía correctamente. Guillermo, disimulando una sonrisa, agradeció la enmienda y pulsó las cuerdas de su salterio, esta vez con un solo error. Sólo tuvo que insistir un par de veces y Pierre, que parecía incapaz de soportar tal estropicio, corrigió de nuevo. Al fin, el caballero lo hizo bien.
—Pierre, a ver si sabes tocar mi canción —y se puso a tañer el salterio.
El muchacho titubeó, pero Guillermo le iba tentando. Hacía sonar su instrumento y luego esperaba a que el chico tocara. No obtuvo respuesta en la mañana, pero insistió en la tarde. Salvar al muchacho se había convertido en un reto para el de Montmorency.
Al fin, después de mucho insistir, Pierre tomó de nuevo la vihuela y obtuvo la canción sin ningún error. Guillermo se mostró asombrado y le pidió que la repitiera. El chico obedeció y el caballero se puso a hacer un contrapunto. Al poco, ambos tañían en una bella armonía de músicas cruzadas. Era hermoso y una sonrisa de placer acudió a los labios de Pierre. Era la primera vez que le veía sonreír; su rostro se iluminó y, a pesar de su delgadez, el caballero se dijo que era un bello rapaz. Guillermo se felicitó pensando que el chico se comportaba cual potrillo que precisaba doma y cariño para hacer de él un buen caballo.
Cuando fui capaz de entender aquel gran desastre, quise morir, desaparecer, no sólo como Dama Ruiseñor, sino físicamente. No tenía apetito y las imágenes de mis seres queridos acudían una y otra vez a mi pensamiento. También la de Hugo, al que creía perdido para siempre.
El caballero que me salvó de los ribaldos se enfurecía con mi silencio y al principio me golpeaba, pero luego empezó a hablarme dulcemente y parecía preocupado. No sé cuánto tiempo estuve sin comer. Me sentía débil y sólo obtenía placer en mis recuerdos. Por eso no pude evitar tocar en aquella vihuela que encontré en la tienda la Canción del Ruiseñor. Y me sorprendí cuando ese hombre vino con un salterio e intentó torpemente interpretarla. No podía soportar que mi canción sonara tan mal, así que tuve que corregirle. Después, él tocó una suya y yo no quise seguirle, pero insistió una y otra vez, mañana y tarde. Al fin, terminé haciéndolo y él se puso a acompañarme en contrapunto.