La reina oculta (13 page)

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Authors: Jorge Molist

—Bien —dijo el caballero, satisfecho,— hay que irse aprisa. Escucha: a partir de ahora te llamas Pierre, no Peyre, y eres un primo lejano mío, un Montmorency, y mi paje.

El muchacho hizo un gesto desganado.

—Y coge tu daga y sujétala mejor la próxima vez.

Bajaron al patio, donde los ribaldos apilaban todo tipo de enseres, y Guillermo hizo montar a Pierre en la grupa de su corcel para buscar, en la ciudad agonizante, a la Dama Ruiseñor.

27

«E li un e li autre an entre lor empris que a calque castel en que la ost venguis que no's volguessan rendre, tro que l'ost les prezis qu'aneson a la espaza e qu'om les aucezis.»

[(«Entre unos y otros acordaron (los nobles y los clérigos) que a cada fortaleza que la hueste sitiara que no se hubiera rendido y que la hueste tomara pasar a todos los habitantes por la espada.»)]

Cantar de la cruzada, II-21

Apenas recuerdo cómo caí en poder de aquel caballero franco. Me había resignado a morir, pero algo en mí deseaba aún la vida. Vi que todos creían que yo era un varón adolescente y pensé que como hombre tendría más oportunidades de sobrevivir o de morir con dignidad. Dije llamarme Peyre por mi hermano fallecido y que mi padre era Bota de Maureilhan, porque suya era la casa donde el caballero franco me rescató de los ribaldos, pero mi intuición me decía que mi salvador no buscaba a Bruna de Béziers con buenas intenciones.

Cuando salimos del palacio, me preguntó que adonde habrían ido las damas nobles y comprendí que me quería viva o muerta. Repuse que se habrían refugiado en la catedral de San Nazario o en alguna otra iglesia. Quiso ir a la catedral y allí le conduje. Al llegar las puertas, estaban abiertas de par en par y la soldadesca cruzada aún merodeaba en el exterior. Por mucho que viva, jamás veré algo tan espantoso.

La sangre manaba del pórtico corriendo escaleras abajo y formando un gran charco en la plaza. Intenté irme, huir, pero a empellones el caballero me obligó a entrar.

No habían respetado la inviolabilidad del templo, ni la tregua de Dios que en las iglesias regía; ni siquiera a los sacerdotes católicos y sus hábitos sagrados.

El padre Jacques, el diácono del obispo, que no había querido abandonar a sus fieles cuando su superior lo hizo, yacía en la puerta de la iglesia vestido con casulla de misa solemne. Estaba boca arriba, con los brazos extendidos, igual que Cristo en la cruz, sólo que a él le habían abierto el cráneo de un hachazo. Sin duda, quiso detener a los asaltantes, proteger a su rebaño de la matanza; intento inútil de imitar al Salvador. Dos de sus curas le acompañaban en la muerte, también tendidos en la entrada y con sus cuerpos acuchillados. Miré horrorizada adentro. Los cadáveres de los fieles se amontonaban unos encima de otros. Llenaban la iglesia, se apilaban contra las paredes.

—Busca a la Dama Ruiseñor —ordenó mi captor.

Casi ni le oí; aquello era una pesadilla, algo tan horrible y espeluznante que me hacía incapaz de reaccionar. Estaba inmovilizada.

—Búscala —insistió elevando la voz.

Como no me movía, me empujó; entonces tropecé en uno de los cadáveres y caí en aquel mar de sangre. Estaba aún caliente y tenía un sabor salobre, férrico. Quedé tendida allí, sin fuerzas, mientras las náuseas revolvían mi estómago. Eso pareció encolerizar al hombre, que empezó a propinarme puntapiés hasta que me hizo levantar.

—Busca —dijo azuzándome como si yo fuera un perro. Y tuve que fingir la búsqueda de mi propio cadáver moviendo los cuerpos de las muchachas tendidas boca abajo para verles la cara. Era terrible; fuera de algún anciano, todos eran mujeres y niños. A muchos les reconocía y no podía evitar imaginármelos tal como eran la última vez que les vi vivos.

—¿Por qué? —sollozaba.— ¿Por qué los mataron si todos eran buenos católicos? Aquí no hay ningún hereje.

La única respuesta que obtenía del caballero era que buscara a la Dama Ruiseñor. No podía dejar de llorar y cuando encontré a Guillemma y a mi ama, mis piernas se negaron a sostenerme y me desplomé sobre ellas desconsolada. Estaban abrazadas; se refugiaron una en la otra cuando les llegó la muerte y sus cuerpos aún conservaban calor. Hacía sólo unos instantes nos despedimos con un abrazo; estaban llenas de vida y creyeron que sus rezos, que aquel lugar sagrado las salvaría.

—¿Es ésa Bruna? —oí que interrogaba el caballero.

—Mátame a mí también —le grité entre lágrimas.— No puedo más, prefiero morir.

—¿Es la Dama Ruiseñor? —insistió.

—¡Dejadme en paz! —le chillé.

Me miró desconcertado. Le sorprendía que no le temiera y desenvainó su espada amenazante. Yo la vi con esperanza. Me arrodillé, junté mis manos en oración y le ofrecí el cuello. Mi cuerpo caería sobre el de mis queridas muertas y así iríamos juntas a la eternidad.

—Por última vez, obedeced —su tono mostraba que se enfurecía.

—No lo haré. Matadme.

Y levantó su espada para castigar mi insolente desobediencia.

28

«Le reis e li arlot cugeren estre gais deis avers que an pres e ric per tost temps mais quant seis lor o an tout, tug escrian a fais: "A foc! a foc!" escrian li gratz tafur pudnais.»

[(«El Rey y sus ribaldos creyeron poder gozar del botín que tomaron y ser ricos para siempre, pero cuando todo ello les arrebataron, se pusieron a gritar: "¡A fuego!, ¡a fuego!", gritaban. ¡Malvados truhanes!»)]

Cantar de la cruzada, II-22

Carcasona

—¡Los cruzados han entrado al asalto en Béziers! —gritó el jinete nada más cruzar el dintel del patio de armas del castillo de Carcasona.

Era la tarde del día siguiente en que el vizconde Trencavel había llegado a la ciudad y en aquel momento se encontraba reunido en consejo de guerra con sus nobles. Justo trataba con Hugo de Mataplana del reclutamiento de mercenarios cuando se oyeron gritos en el patio. Hizo subir al correo de inmediato y la noticia enmudeció a los asistentes. Se miraban unos a otros incrédulos.

Aquello era impensable; Béziers estaba preparada para resistir un largo asedio, todos contaban con ello.

El vizconde pidió detalles al hombre que le miraba con expresión de temor, pero éste sólo pudo confirmar que los cruzados habían entrado en la ciudad, que cuando él partió ya se luchaba en las almenas y que no había dejado de cabalgar, cambiando caballos en el sistema de postas del vizcondado.

—Los habitantes de Béziers nada pueden hacer contra un ejército tan numeroso. —Hugo vocalizó lo que estaba en el pensamiento de todos.— Si han conseguido entrar, la ciudad está perdida.

—Nuestra esperanza estaba antes en los muros de Béziers —dijo Peyre Roger, señor de Cabaret.— Ahora está en la misericordia del ejército del Papa.

En menos de una hora y contra la opinión del vizconde, Hugo salía al galope hacia Béziers. Calculaba que el asalto había empezado siete horas antes y que, si podía ver lo suficiente del ancho camino, llegaría antes del amanecer. No viajaba como juglar, sino como caballero, y llevaba un salvoconducto del vizconde Trencavel escondido en sus ropas que le confería poderes para cambio de caballos en las postas. Para camuflarse del enemigo, en el lado derecho de su sobrevesta mostraba una ostensible cruz roja bordada.

Debajo vestía cota de malla, de su cinto colgaba espada, además de daga, y de la silla de montar, escudo y casco.

Rezaba por Bruna, para que nada le ocurriera, y se reprochaba no haber permanecido en la ciudad protegiéndola con su vida.

El ocaso ocurrió a sus espaldas mientras él continuaba galopando ansioso hacia la ciudad caída, por el camino que cruzaba campos de trigo ya segados, viñedos y bosques de pinos. La noche fue adueñándose del día, pero, antes de que desapareciera toda luz, una luna brillante en cuarto menguante, pero aún casi llena, fue elevándose en el horizonte este, frente a Hugo. Puso al caballo al trote. Sacó de su zurrón pan y queso, y cenó sobre su montura no tanto por hambre, sino porque su cuerpo necesitaría fuerza física para afrontar lo que la noche le deparara.

Lo primero que vio de la ciudad fue el resplandor rojo reflejado en cielo de humo. Faltaba más de una hora de camino, quizá dos, para llegar a Béziers, cuando Hugo supo que la villa estaba en llamas.

—¡Dios mío! —exclamó al convencerse de la procedencia del resplandor.

Sabía que cuando en un asalto una ciudad era presa del fuego, habitualmente sus habitantes perecían con ella. Azuzó su montura y al rato, desde un altozano, pudo ver como Béziers ardía por los cuatro costados.

Cruzó el Orb por el puente romano sin nadie que se lo impidiera. Era sobrecogedor ver las llamas elevándose por encima de su cabeza y las aguas reflejando el pavoroso espectáculo. Miles de pavesas ascendían al cielo ocultando las estrellas. Subió por el camino sur paralelo a los muros y quiso entrar por la puerta de Saint Jacques, que estaba abierta de par en par, pero no pudo. Aquella zona era un horno. Continuó siguiendo el lienzo de muralla y, cuando ésta giraba, vio a su derecha el campo de tiendas de los cruzados extendido frente a él. Miles de fuegos, música, risas, gritos, algarabía. Sin duda el vino que atesoraban las barricas de Béziers dejaba de envejecer aquel día para morir en las tripas de los vencedores y su consumo les alegraba, haciendo mejores los relatos de las hazañas del día y quizá acallando también las voces de alguna conciencia.

Hugo continuó su andar sin preocuparse de que le detuvieran. De hecho, tan confiados estaban los cruzados después de su victoria que no parecía haber guardias en vigilia y, si los había, nadie salió al paso del trovador. Su cruz en el pecho era salvoconducto suficiente para aquella tropa convertida en un nuevo Babel. Aquellas gentes hablaban en su mayoría lengua de oíl y sus distintos dialectos, pero también varias lenguas más, entre ellas alemán, borgoñés, flamenco y occitano.

Al llegar a la puerta de Saint Gilles, la más cercana al castillo vizcondal, Hugo vio que se había hundido y era impracticable, pero sin perder la esperanza continuó hasta la siguiente, la de Saint Saturnin. En su exterior varios soldados sentados en el suelo jugaban a los dados; serían los guardas de quizá la única entrada posible.

—Los hemos pasado a todos a cuchillo —le dijo uno de ellos cuando Hugo le interrogó.— Llegas tarde a la fiesta.

—¿Y las mujeres? ¿Y los niños?

—A todos —repuso el hombre enseñando unos dientes que fingían sonreír.— Nadie de los que estaban dentro cuando entramos vive.

Hugo ató su corcel en un arbolillo cercano; no lograría hacerle entrar en la ciudad en llamas.

—Guárdame el caballo —le pidió al soldado.

—No vas a encontrar nada ahí dentro —dijo otro guarda, un hombre grueso que parecía mandar.— Nos lo hemos llevado todo. Te avisamos de que llegabas tarde.

—No importa.

—No se puede entrar.

Por toda respuesta Hugo le lanzó una mirada torva, apoyó su mano en el puño de la espada y continuó su camino hacia la puerta iluminada por el fuego interior. Los guardas se miraron entre ellos y el gordo se encogió de hombros. Su guardia era absurda, pues no quedaba nada en la ciudad; sólo la muerte. No habían sobrevivido al asalto incólumes para ahora recibir una mala herida por detener a un loco suicida que buscaba pelea. El soldado que habló primero con Hugo miró el caballo y le gritó: —¿Te crees que soy tu escudero?

Ni Hugo le respondió, ni el guarda esperaba respuesta.

Era difícil orientarse dentro del horno en que se habían convertido las calles de la ciudad. Algunas casas eran ya sólo ruinas y rescoldos, otras continuaban lanzando llamaradas por puertas y ventanas. Todo era irreal; una versión del infierno donde el diablo estaba fuera, en las tiendas de los cruzados. Los cadáveres se mostraban por doquier, alguno desnudo, pues hasta la ropa les habían robado. Un tufo nauseabundo de carne y grasa asadas lo impregnaba todo y se mezclaba con el de la madera. Hugo sintió náuseas y deseos de vomitar el pan y el queso que cenó sobre el caballo. Aquello era la imagen del horror.

El trovador sudaba a mares bajo la camisa de fina lana sobre la que vestía cota de malla y sobrevesta, y sorteaba como podía los derrumbes ardientes que bloqueaban las calles. Respiraba con la boca abierta. A veces tragaba humo. Le faltaba el aire, pero quería a toda costa encontrar la casa fortaleza del senescal. Cuando llegó a ella, vio que continuaba en pie, pero ardiendo y sus puertas estaban abiertas de par en par. Cruzó sin dudarlo el umbral y se encontró en el patio rodeado de fuego y humo. No vio cadáveres allí y era imposible acceder a las habitaciones, pues la escalinata estaba cubierta de escombros. Del gran cerezo que crecía en uno de los extremos, el que tantas veces cantara Bruna, sólo quedaba el tronco y algunas ramas ennegrecidas; había ardido en su parte superior.

Hugo perdió toda esperanza. Veía el fuego, el humo a través de ojos llenos de lágrimas; todo el tiempo temió que fuera aquello lo que encontrara, pero no pudo hacer más que cerciorarse; era lo mínimo que le debía a su dama.

Clavó su espada en la tierra junto a los restos de aquel cerezo que meses atrás vio en flor y bajo el que había cantado, acompañado por Bruna, a la vida, al espíritu, a la belleza y al amor. Se arrodilló.

—Juro por la cruz de mi espada que os he de vengar, Bruna —dijo entrecortado por los sollozos.

Y allí, rodeado de fuego, entre hipos y con lágrimas resbalando por sus mejillas, se puso a rezar por el alma de su señora, de la dama a la que amaba, la Dama Ruiseñor.

29

«Que arseron la vila, las molhes e.ls efans e los velhs e los joves, e.ls cleros messa cantans que eran revestit, ins el mostier laians.»

[(«Quemaron la ciudad, a las mujeres y a los niños, a los viejos, a los jóvenes y a los curas cantando misa, engalanados con sus vestimentas litúrgicas.»)]

Cantar de la cruzada, III-23

Cerré los ojos y quise morir en la catedral, pero el caballero sólo elevó su espada amenazándome, sin embargo, al ver que la muerte era precisamente lo que yo deseaba, la enfundó pensativo. Quiso que reanudara la inútil búsqueda de mi propio cuerpo, pero volví a negarme y al fin comprendió que nada más lograría de mí por mucho que me amenazara. —Vamos —dijo.

Y agarrándome de un brazo, me arrastró hasta cruzar el pórtico de la catedral de Saint Nazaire y allí me vapuleó diciéndome:

—Soy tu señor y tú me obedecerás. ¿Entiendes?

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