La reina oculta (38 page)

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Authors: Jorge Molist

El mercado era fronterizo entre la parte occidental de la ciudad que pertenecía al arzobispo y la vizcondal. De ese lado estaba la posada de San Sebastián, donde nos instalamos. Tenía un amplio establo con palafreneros que cuidaban de los caballos y nos hospedamos, gracias al rango de Guillermo, en una de las pocas habitaciones que daban a la plaza.

Evitamos coincidir con Hugo, que se instaló en una de las estancias comunes donde pernoctaban los mercaderes, una vez llegó a un acuerdo con el hostelero de un hospedaje, digno pero económico, a cambio de trovar en la taberna de la posada. Su rango y su bolsa le hubieran permitido acomodarse de forma semejante a la nuestra, pero nuestro plan le obligaba a seguir su costumbre de mezclarse con burgueses y criados para hablar con unos y otros sin que supieran de su estamento y así conocer los rumores y comidillas que circulaban por la ciudad. Cualquier información podía ser muy valiosa para nuestra misión. Durante la cena cantó para los huéspedes de la posada mientras Guillermo y yo comíamos, pero su cantar no era alegre. Vi que nos miraba de forma extraña y, justo al terminar una canción, se acercó a nuestra mesa, que estaba situada al lado de una de las paredes. Aún sonaba la última nota de su guitarra cuando tomó un cuchillo y, en un movimiento súbito, se lo puso a Guillermo en la garganta y le pinchó. Me dio tal susto que apenas pude evitar un chillido. El franco también se sobresaltó, pues se quedó inmóvil mirando a su contrincante con la barbilla levantada, intentando evitar la presión del filo. Un momento después movía ostensiblemente su nuez de Adán para tragar lo que había mantenido en su boca.

—Como esta noche os propaséis lo más mínimo con la dama, os arranco el alma — dijo entre dientes Hugo.

Su cuerpo impedía la visión de lo que estaba ocurriendo al resto de los comensales, que debían de pensar que estaba conversando con nosotros o que quizá pedía unas monedas. Guillermo no respondió y le mantuvo la mirada.

—Juradme por Dios y por vuestra salvación eterna que no le tocareis ni un cabello.

El franco no contestó, pero había desafío en sus ojos.

—¡Jurad u os degüello aquí mismo! —gruño el de Mataplana presionando con el cuchillo hasta hacerle sangre.

Yo estaba aterrorizada. No tenía ninguna duda de que si no obtenía satisfacción cumpliría su amenaza. Aquella mirada rara que aprecié era de celos, de unos celos violentos.

—Me ofendéis con vuestra sospecha —repuso Guillermo cuando habló.— Podéis matarme ahora mismo porque no pienso jurar por Dios lo que como caballero he de cumplir igualmente.

La expresión del rostro del de Mataplana cambió al instante de oír eso. Sus mandíbulas se relajaron. Miró el cuchillo con el que hería la garganta del franco y aflojó la presión. Sus ojos encontraron los míos y me di cuenta de que se sentía avergonzado de su arranque. Enseguida puso el arma sobre la mesa. Por un momento pensé que, incluso, se disculparía, pero no lo hizo. Sólo suavizó sus maneras.

—De acuerdo —dijo,— me basta con vuestra palabra de caballero.

—La tenéis.

—Decid que por vuestro honor de caballero respetaréis a la dama.

—Por mi honor que la he de respetar.

Los ojos de Guillermo estaban húmedos cuando apretando con su mano el antebrazo de su rival dijo:

—Gracias.

Después, me miró tratando de explicarse:

—Lo siento, mi señora, pero mi corazón pena por vos.

Inclinó su cabeza en saludo y abandonó el salón sin cantar más.

Si no hubiera sido por el arranque de Hugo, yo no le hubiera dado ninguna importancia a pasar la noche sola con el de Montmorency. Habíamos pernoctado juntos no sólo cuando Guillermo creía que yo era un muchacho, sino también sabiéndome mujer, pero pronto me di cuenta de que eso fue estando él bajo los efectos del arrebato místico en el que me veía como el ángel que salvó su alma en la ordalía.

Rezamos nuestras oraciones antes de meternos cada uno en su cama sin yo sospechar, en especial después de la escena con Hugo en el comedor, lo que iba a ocurrir. Porque enseguida comprendí que la presencia de un rival y el tiempo transcurrido habían hecho olvidar a Guillermo mis aspectos angelicales para verme como mujer. Así que al poco de quedarnos callados y reducir la luz del candil a un mínimo, empezó a cortejarme.

Se arrodillaba ante mí pidiéndome sólo un beso y una caricia y, al no dárselas, quiso obsequiármelos él.

—¡Guillermo! —le reproché,— habéis comprometido vuestra palabra de honor de que me respetaríais.

—Y os respeto como a nadie en el mundo —respondió,— pero os amo con locura.

—Ateneos a vuestra palabra.

—Un enamorado no tiene ni honor ni palabra.

Y así empezamos la noche. Yo le apartaba y le pedía que se comportara como caballero, y él respondía que así se comportaban los caballeros en su tierra y que eso de la Fin'Amor era un invento occitano antinatural, que un verdadero enamorado no podía resistirse, ni gobernarse por tales simplezas.

Por un momento temí que me tomara por la fuerza, sintiendo una mezcla de miedo y deseo. Pero el recuerdo de Hugo estaba presente en mí y, aun gozando de las caricias del franco, le apartaba una y otra vez. Guillermo era insistente, aunque respetaba mi voluntad, que se debilitaba por momentos. Y así porfiamos gran parte de la noche hasta que el cansancio del camino y del dulce combate terminó por vencernos, salvando yo mi honra.

Al día siguiente estábamos ojerosos, pero Guillermo lucía sus mejores galas: cota de malla, espada al cinto y el león rampante de los Montfort en su sobrevesta con la cruz roja bordada en el lado izquierdo del pecho. De igual guisa vestí yo, como su escudero, y al paso pausado de nuestros caballos, nos dirigimos hacia el río por la calle mayor.

El palacio del arzobispo se encuentra poco antes de la plaza de La Caularia, donde se levanta el palacio del vizconde, situado al lado de la puerta que, a través de los muros, se abre al puente sobre el río Orbiel por donde se cruza al burgo. Toda la zona de las murallas del río está habitada por numerosos judíos, que en Narbona conservan privilegios desde la época de su reino independiente, tales como ser los propietarios legales de casas y terrenos, incluso armas. También es el único lugar donde pueden contratar sirvientes y empleados cristianos.

Guillermo esperó montado en su caballo a la puerta del palacio de Berenguer mientras yo anunciaba a la guardia que mi señor quería ver al arzobispo por mandato del legado papal. Nuestra visita no debió de sorprender, ya que nos hicieron pasar a un amplio patio interior que forma el palacio, el sistema defensivo de torres y muros y la iglesia de Saint Just.

Allí me esperaba una sorpresa. Habíamos descabalgado y estaban los palafreneros del arzobispo atendiendo a nuestros caballos cuando vi a Sara, la judía. Ella se dirigía a la salida cuando se fijó en nosotros. Me clavó su mirada por unos instantes que me parecieron eternos y sentí un profundo temor. ¿Me habría reconocido?

77

«Des ore cumencet le cunseill que mal prist.»

[(«Comienza entonces la discusión que acarrearía tanto infortunio.»)]

La Chanson de Roland, XII

El arzobispo Berenguer recibió a Guillermo en un salón abovedado con esbeltos arcos ojivales y que se abría en airosos ventanales orientados al patio, mientras que se cerraba en lucernas defensivas hacia la plaza de La Caularia. Pasaba de los sesenta años, era grueso y estaba apoltronado en una silla colocada sobre un dosel a modo de trono. En realidad, nada en la estancia desmerecía al salón de audiencias de un gran noble y tanto las paredes como los techos estaban lujosamente decorados por pinturas multicolores de árboles, cazadores y fieras.

Hombres de armas guardaban la puerta y protegían los flancos del prelado. Un chambelán anunció a Guillermo como caballero de Montmorency, sobrino de Montfort y enviado del legado papal, después de que en la sala de espera fuéramos requeridos a mostrar la carta credencial del abad del Císter.

Guillermo avanzó con paso audaz recorriendo tres cuartos de la sala en dirección al arzobispo y allí hizo una reverencia:

—Dios os guarde, arzobispo Berenguer.

—Sed bienvenido y que Dios os bendiga —repuso el arzobispo haciéndole gesto para que se acercara, al tiempo que tendía su grueso anillo, en el que brillaba un rubí.

Guillermo se inclinó, obligado por la cortesía, para besar el anillo, a pesar del disgusto que le causaba ese segundo gesto de sumisión frente al que intuía su contrincante.

—Sentaos, por favor —dijo el prelado.

Un pajecillo apareció con un escabel y el caballero se sentó comprobando que quedaba muy por debajo de Berenguer, con lo que tenía que alzar la cabeza para mirarle.

—Decidme, caballero de Montmorency, ¿a qué debo el honor de vuestra visita?

Guillermo examinó la mirada de ojos entornados y escrutadores del arzobispo y decidió que sobraban ya las reverencias, que sería difícil obtener algo de aquel hombre por las buenas y que era el momento de usar la autoridad del legado.

—Ha llegado a los oídos del abad Arnaldo que los fardos que cargaba la séptima mula robada, cuando el legado Peyre de Castelnou fue asesinado, están en vuestro poder.

Y calló para observar al viejo. Éste abrió sus ojos por unos instantes, en desconcierto y alarma, pero los entornó de inmediato. Guillermo supo que había conseguido sorprenderlo.

—Le informaron mal al abad del Císter —forzó una sonrisa que mostraba una boca de escasos dientes.— Yo no tengo nada de eso.

—Haced memoria, señor —insistió el caballero.— Existe en Cabaret una carta con firma y sellos auténticos vuestros y falsos del rey de Aragón.

El arzobispo descubrió otra vez los huecos faltos de dientes de su boca al abrirla estupefacto. Sus manos se aferraban tensas a los brazos de su silla y los cuatro cortesanos que observaban sentados en los laterales del salón se movieron inquietos. Guillermo, que no se había perdido detalle, se dijo que su dardo acababa de acertar el centro de la diana.

Un silencio sepulcral se hizo en la sala y el caballero esperó a que su rival hablara.

—Y... ¿qué dice la carta? —preguntó el arzobispo al fin.

—Bien lo sabéis, ya que la firmasteis. El rey de Aragón le pide a Peyre Roger de Cabaret que os entregue los legajos a través de vuestro mayordomo. Peyre Roger le conoce y por eso, engañado y confiando en vos, le entregó lo que el abad Arnaldo llama «la herencia del diablo».

—Imposible, sois víctima de un engaño.

—He visto la carta con mis propios ojos —mintió Guillermo.

—¿Vos? —se sorprendió el arzobispo.— ¿La visteis en Cabaret? Es imposible, el castillo continúa inexpugnable.

—No os diré de qué medios me he valido —dijo Guillermo levantándose del escabel con tal energía que hizo poner a los soldados que custodiaban al prelado en guardia,— pero os diré que el legado Arnaldo lo sabe y que, de ocurrirme algo a mí, tiene ya preparada la excomunión papal para vos y la destitución inmediata del arzobispado.

También tiene tropas cruzadas listas para hacer cumplir su voluntad en Narbona. Quiero pensar que la memoria os falla por vuestra edad y os daré un día para que recordéis.

Mañana a estas horas os visitaré de nuevo y por la tarde saldré rumbo a Carcasona con la carga de la séptima mula y una escolta vuestra que me protegerá hasta el lugar del camino que yo decida. O ateneos a lo dicho. Quedad con Dios, arzobispo.

Sin esperar respuesta, Guillermo, altanero y gallardo, se dirigió a la puerta sin que nadie le impidiera el paso.

Bruna, perpleja al ver a Sara, quiso disimular actuando igual a como lo haría un paje y acompañó a los palafreneros con los caballos. Al no ver a la judía a su regreso, se dijo que ésta no la habría reconocido y que la mujer estaría ya fuera del palacio. Después, refugiándose del sol de mediodía en los porches, a la espera de Guillermo, se preguntó por qué se había asustado tanto al verla si precisamente Sara, con su extraña predicción, propició que salvara la vida de forma tan milagrosa en Béziers.

Pero ese pensamiento no pudo impedir que se sobresaltara, hasta casi gritar, cuando alguien que salía de detrás de una columna la sujetó del brazo. Era Sara.

—¿Sois vos, señora? —dijo la mujer en un susurro.

Bruna, con el corazón latiendo alocado, tardó en responder, sintiendo la mirada de la vieja clavada en sus ojos.

—¿Yo?

—Sí, vos, Bruna de Béziers.

—No, yo...

—Sí, sí, lo sois. Tal como os había visto en mi vaticinio: con cabello de paje y vestido de malla.

—Por favor, no me delatéis.

—¿No es ésa la insignia de Simón de Montfort? —insistió la mujer.— ¿No es ésa la cruz de cruzado?

—Tengo unos sueldos en mi bolsa. Os los daré a cambio de vuestro silencio.

—Será a cambio de un consejo para vuestro bien.

Y la mujer desató un hatillo que llevaba en la cintura y aprovechando la sombra de la columna, como hizo en Béziers, extendió el pañuelo negro con la estrella de seis puntas y lanzó los huesecillos.

—Salid de Narbona —le dijo la mujer.— Vuestra vida corre peligro.

—¿Pero cómo...?

Sara ya había recogido los huesos dentro de su pañuelo, que pendían de nuevo de su cinto. Extendió su mano huesuda. Como un autómata, Bruna depositó una moneda en la mano. La mujer la cerró de inmediato y se apresuró a salir del palacio.

Cuando Guillermo, ufano por su actuación, fue a pedir los caballos, se encontró a Bruna lívida.

—¿Qué os ocurre, señora? —quiso saber, sorprendido.

Sólo entonces, el escudero pareció reaccionar y se puso a correr hacia las caballerizas.

78

«Que el meu galán m'hi espera i l'amor me'n vol robar.»

(«Que mi galán me espera y arrebatarme el amor desea.»)

Canción popular

Aún continuaba sobresaltada cuando llegamos a la posada después de recorrer pausadamente la calle mayor en sentido contrario, abriéndonos paso entre el gentío mientras lucíamos las insignias de los Montfort. Había pasado tanto tiempo refugiada tras mi disfraz de paje que el hecho de que alguien fuera capaz de ver a través de él, reconociendo a la Dama Ruiseñor, me inquietaba, me hacía sentir insegura. Y con razón; aún pesaba sobre mi cabeza la condena a muerte lanzada por el abad del Císter.

No quise permanecer demasiado tiempo en la habitación para evitar que Guillermo se sintiera tentado de obsequiarme con otra sesión amorosa. No temía en absoluto que usara la fuerza para imponer su apetito, pero me asustaba el deseo de ceder que me embriagó la noche anterior. Aún recordaba las caricias de sus manos, los besos de su boca y me turbaba pensar que aquel contacto cálido suyo había logrado agitar de tal forma mis sentimientos que me hizo dudar de ellos. Estaba confusa. Hugo había dejado de ser el favorito de mi corazón, Guillermo me hacía vibrar y mi estima por él había crecido tanto que en aquel momento superaba al de Mataplana. Pero aún no podía decidirme.

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