La reina oculta (41 page)

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Authors: Jorge Molist

—¿Despechado porque no se le concediera a él el reino de Jerusalén? —inquirió Guillermo.

—Quizá. Seguramente quiso probar que su ascendencia era más digna de tal honor que la de Godofredo —repuso Hugo.

—Pero la búsqueda de la estirpe de Cristo es herética en sí misma.

—Lo es para la Iglesia romana tal y como la conocemos hoy —continuó el de Mataplana.— Pero los primeros cristianos no parece que dudaran de la naturaleza humana de su líder. Y siendo hombre, podía tener descendencia y ésta representaría el linaje más alto de la humanidad y una amenaza para el obispo de Roma. Los llamados descendientes de Pedro, los obispos romanos, asumieron el liderazgo de la Iglesia católica gracias al poder imperial que les apoyaba y que, prácticamente, les nombraba. El proceso de divinización de Cristo fue político. En los tiempos de la Roma antigua, donde los emperadores eran divinizados y adorados, ¿cómo podía tener Cristo un rango inferior, sólo humano?

Guillermo quedó pensativo y al rato respondió:

—La Iglesia lleva siglos de debate contra las herejías que buscan la humanidad de Cristo, los arrianos, los adopcionistas..., de nada sirve que lo discutamos nosotros. Al fin, es un asunto de fe.

—Precisamente —repuso Hugo,— la clave está en lo que la gente crea o pueda llegar a creer. Y en esta tierra de Occitania, sembrada de arrianismo y adopcionismo, si se cultiva la creencia de forma adecuada, brotará otra vez con fuerza y el resultado será contrario al poder espiritual de Roma y al temporal de los reyes franceses, sus aliados naturales, ya que descienden de Carlomagno, protector de papas.

—Entonces la carga de la séptima mula...

—Contiene la genealogía de los descendientes de Cristo, llegando hasta nuestra generación —explicó el de Mataplana.— Y los caballeros de Sión somos los protectores de este linaje y también de los documentos que lo demuestran. Por eso, el legado Arnaldo llama a esos documentos «la herencia del diablo», porque pueden destruir la Iglesia católica.

—Entonces, Bruna...

—Bruna es, sin saberlo ella, la descendiente de Cristo. No sólo eso, sino que en los cien últimos años los caballeros de Sión nos aseguramos que las distintas líneas genealógicas se unieran en matrimonios de forma que en Bruna se concentraran los distintos linajes. Por sus venas corre la sangre más pura del Redentor que murió en la cruz para salvarnos de nuestros pecados.

Guillermo de Montmorency se quedó boquiabierto mirando a la faz, pobremente iluminada por el candil, del de Mataplana.

82

«Deus! Que purrat co estre? De cest message nos avendrat grant perte!»

[(«¡Dios! ¿Qué augurio es éste? ¡Grandes males habrá de acarrearnos esta empresa!»)]

La Chanson de Roland, XXV

Guillermo, abrumado, guardó un largo silencio pensativo. Mientras, Hugo contemplaba a ese rival, a ese enemigo que extrañamente se había convertido en su único posible confidente y aliado en aquella situación. Le había contado lo que prometió no revelar a nadie fuera de Sión, pero Bruna estaba antes que el secreto; su vida era preciosa y el arzobispo demostraba intenciones siniestras. Conocía ya lo suficiente al franco para saber que la Dama Ruiseñor era lo primero para él, que daría su vida por ella.

—La existencia de un descendiente de Cristo... —balbució Guillermo.— Si se pudiera probar que un descendiente de Cristo vive..., lo cambiaría todo. Sería una revolución.

—Exacto —afirmó Hugo.— Nuestra sociedad se rige por los derechos dinásticos. La nobleza y sus privilegios se pasan de padre a hijo.

—¿Cuál sería el derecho dinástico de un descendiente de Cristo? —continuó Guillermo.

—¿El papado?

—El papado es electivo.

—Aunque forzado por nobles poderosos, en especial las grandes familias romanas...

—¿A quién obedecería antes la cristiandad —se preguntó Guillermo,— al papa o al sucesor genético de Jesucristo?

—Sin duda, al sucesor —repuso Hugo—; y toda la estructura de poderes de la Iglesia se desmoronaría de probarse su existencia.

—Ahora entiendo por qué el legado Arnaldo quiso la muerte de Bernard de Béziers y quiere la de su hija. ¿Pero qué necesidad tenían de predicar una cruzada? ¿Por qué la matanza de tanta gente?

—Es una guerra de exterminio —contestó Hugo.— Ni Bernard ni su hija son en realidad tan importantes. Mayor importancia tienen los documentos de la séptima mula, «el testamento del diablo», según Arnaldo.

—¿Por qué?

—Porque, sin esos documentos, la Dama Ruiseñor y su padre serían sólo pequeños nobles al servicio del vizconde Trencavel.

—Sí, pero los documentos por sí solos tampoco tienen gran valor —dijo Guillermo pensativo.— ¿Quién puede demostrar su autenticidad? Pueden ser una hábil falsificación de cuando se tomó Jerusalén hace cien años o quizá de hace mil. ¿Quién lo distinguiría?

—Exacto —sonrió el de Mataplana.

—Porque para imponer su autenticidad, se precisa poder. El poder de las armas — continuó el de Montmorency,— y en ese caso, los que aportáis ese poder sois la Orden secreta de Sión.

Los dos caballeros se miraron a los ojos en la penumbra y, después, Guillermo echó un trago de su vino y continuó con su cabala:

—El conde de Tolosa, el vizconde Trencavel y los demás de Sión que se mantienen ocultos; ése es el objetivo de la cruzada; debilitarlos, acabar con ellos, que dejen de ser peligrosos...

—Y no sólo con ellos, sino con sus dinastías —añadió Hugo.— Y también con los súbditos que les apoyan. Por eso el exterminio en Béziers, por eso el destierro sin medios de subsistencia de los de Carcasona. Quieren sustituir a los nobles occitanos por nobles francos, fieles al papado, e importar población del norte.

Guillermo miró el fondo de su tazón pensativo, bebiendo al cabo de un rato. Hugo le imitó observándole con atención. Sus pensamientos seguían con Bruna. ¿Dónde estaría? ¿Qué podrían hacer para rescatarla? Sus ojos estaban húmedos.

—Yo deseaba saber qué contenía la carga de la séptima mula —habló al fin, después de una larga pausa meditabunda el franco.— Quisiera saber qué podía motivar que un hombre de Dios ordenara una matanza tan horrible. Ahora ya lo sé.

Hugo, que le miraba con una sonrisa triste, continuó en silencio, pero afirmó ligeramente con la cabeza animándole a hablar.

—El miedo —dijo Guillermo.— Es el miedo; el miedo a perder el poder, a perder las posesiones materiales, a perder prestigio o influencia. Miedo a quién sabe qué más. El miedo es el asesino.

—¿Así que pensáis que los herejes no merecen la muerte? —quiso saber Hugo.

—Cristo, en su naturaleza divina, hubiera podido acabar con todos los fariseos y romanos; dejar sólo con vida a los suyos. Si no lo hizo, fue porque quiso la conversión voluntaria, la predicación pacífica... La cruzada no sigue a Cristo. El legado papal Arnaldo no sigue a Cristo...

—No hace falta que me prediquéis, yo ya sé eso.

Guillermo sirvió más vino de la jarra y tragó de su tazón para sumirse de nuevo en sus pensamientos y, como el catalán se mantuvo en silencio, reanudó su discurso al rato:

—Así pues —resumió,— se precisa la combinación de un descendiente de Cristo, los documentos convincentes que lo avalen y la fuerza política y militar para imponer su autenticidad. Sólo así «la herencia del diablo» representa una amenaza para los poderes establecidos.

—Eso es.

—Pues bien —continuó el franco,— puesto que el vizconde Trencavel cayó y el conde de Tolosa está sometido, Bruna ya no es un peligro para el papado.

—Lo dejaría de ser si Sión no existiera —concedió Hugo,— pero hay algo más.

—¿Qué? —inquirió Guillermo.

—Imaginad que todo es verdad y que por la venas de Bruna corre la verdadera sangre de Cristo...

En la faz de Guillermo apareció una expresión de sorpresa. Parecía como si hasta el momento no hubiera considerado seriamente esa posibilidad.

—Se trataría de algo sagrado...

—Efectivamente —repuso Hugo.— La lanza de Longinos, la que traspasó a Cristo en la cruz, se supone que fue encontrada milagrosamente cuando los primeros cruzados estaban a punto de ser derrotados en el sitio de Antioquía, y sólo su presunto contacto con la sangre del Señor hizo que los nuestros vencieran. ¡Qué inmenso poder debe de tener esa lanza para ganar batallas perdidas! Las reliquias de los santos tienen un gran valor espiritual, pero el de las referidas a Jesucristo es inmenso. ¿Os podéis imaginar la sangre viva del Redentor?

—Tendría un poder inconmensurable.

—Exacto.

—¿Y...? —inquirió Guillermo.

—Que alguien pudiera querer usar ese poder de la forma inadecuada...

—¿Quién?

—El arzobispo Berenguer.

—¿De qué forma?

—Magia negra.

—¿Qué insinuáis? —los ojos de Guillermo se abrieron con alarma.

—Que el arzobispo ha secuestrado a Bruna por su sangre. Ya lo intentó en Béziers hace unos meses y fracasó.

—¿Pero se puede usar la mayor reliquia de la cristiandad en nigromancia? ¿Es eso posible?

—No lo sé —dijo Hugo,— pero sospecho que Berenguer cree tener la fórmula.

83

«Si li ad dit: "Vos estes vifs diables el cors vos est entree mortel rage".»

[(«Y le dice: "Sois un verdadero demonio, un odio mortal posee vuestro cuerpo".»)]

La Chanson de Roland, LVII

En un instante pasé del arrobo del amor a la angustia de la muerte. Recuerdo a Guillermo suplicándome enamorado y yo, llena de culpa, sin querer, cediendo poco a poco, entre goce y temor, a sus besos. Y sin saber realmente qué ocurría, unos instantes después estaba con la mejilla aplastada contra una banqueta desde donde sólo podía ver a mi caballero debatiéndose impotente, desesperado, lloroso, clavándose las cuerdas de sus ataduras en sus carnes en un intento vano por socorrerme. Sentía en mi cuello, sobre el que se levantaba la espada, una extraña sensación, preludio del tajo. Me noté desfallecer, quería rezar.

En mi siguiente recuerdo, me transportaban como un fardo por las oscuras calles de Narbona hasta una casa que abrió su puerta para tragarme para siempre. Durante todo ese tiempo, que no sabría decir si fue corto, largo o infinito, hubo gritos, sangre, confusión y miedo. No sabía adonde iba; estaba aterrada pensando que jamás volvería a ver a mis caballeros.

—Tranquilizaos, dama Bruna —me dijo el jefe de mis captores.

Lo recordaba; era el mismo que quiso secuestrarme en Béziers; reconocí la estrella de seis puntas encerrada en un círculo, tatuada en el brazo. Y no pude tranquilizarme, en especial cuando vi que esta vez ni se molestaban en amordazarme. ¡Tan seguros estaban de que su presa no escaparía!

Una vez en la casa, con la puerta cerrada cual condena a perpetuidad, me bajaron al sótano y después, a través de una trampilla, accedimos a un lugar más hondo. Una tumba.

Pensé que aquello estaba fuera del mundo; era subterráneo y antiguo, muy antiguo.

También era frío. El calor del verano era señor de la noche arriba, pero un frío de otoño rezumaba en aquel interior profundo. Olía a moho, a humedad, a tierra. Entre las paredes, los arcos y bóvedas desconchadas, a veces de ladrillo visto ennegrecido por el tiempo o de piedra tallada, había estatuas en mármol de seres paganos. Me dije que aquél era un lugar de muertos, quizá de culto. Me recordó las catacumbas romanas que los sacerdotes describían a veces, refugio y cementerio bajo el suelo de los primeros cristianos.

El hombre del hexagrama tatuado me condujo, sujetándome del brazo casi con delicadeza, con un extraño respeto, por un entramado de pasadizos oscuros que sólo la luz de los candiles iluminaba. Veía arcos en sombras que llevaban a pasadizos sólo adivinados, cubiertos de tinieblas, guarida de miedos, que se descubrían a nuestro paso y se cerraban en lo opaco al alejarnos.

Al fin, se detuvieron frente a una celda constituida por un cubículo abovedado y la reja que la separaba del pasillo. En contraste a lo visto en el lúgubre recorrido hasta allí, aquella estancia era incluso confortable. Había un camastro con frazadas y tapices que lo protegían de la pared húmeda. También una mesita con una jarra de agua, un cuenco y un candil de aceite.

—Quedaos aquí, señora —dijo el hombre, que continuaba respetuoso.— Pronto tendréis visita.

Me hizo una profunda reverencia antes de salir y aseguró la reja, que chirriaba siniestra, con dos vueltas de llave. Un guarda quedó fuera con su lámpara, sentado en una banqueta, vigilándome.

Revisando la cámara, me repetía que aquello se asemejaba a una tumba y me fijé en la estatua adosada a la pared. Era un toro de mármol blanco, pero al acercarme vi que tenía los cuernos muy poco desarrollados. Sería un animal joven, posiblemente un ternero.

Después me fijé en la cinta que ceñía su frente y en los mantos, flores y lazos que mostraba la escultura. Quizá fuera parte de una ceremonia pagana, quizá fuera la víctima de un sacrificio ritual. Sentí compasión por aquel animal de piedra, por el modelo de carne y hueso que siglos atrás pereció en aras de cualquier quimera humana en busca de lo divino.

Tuve miedo al saber, en una intuición terrible, que compartíamos destino.

La visita tardó. Había perdido la noción del tiempo, pero ya sería de día en el exterior cuando vino el arzobispo. Yo estaba tendida en el camastro dormitando vestida y desperté, sin saber dónde estaba, sobresaltada con el chirrido de la reja.

Vi a aquel hombre grueso, entrado en años, vestido con lujo y que contemplaba mis esfuerzos por recuperar los sentidos. El personaje había quedado de pie, en el centro de la estancia y, cuando yo logré incorporarme y sentarme en el borde del camastro, él me tendió su mano enguantada en blanco mostrando su gran anillo de oro con un rubí montado en él.

Lo hizo por costumbre; tan habituado estaba de que se le saludara besándole la mano. Pero yo no quise hacerlo. ¿Qué necesidad tenía de rendirle pleitesía alguna?

—Así que vos sois la famosa dama Bruna, la hija de Bernard de Béziers —dijo cuando habló,— la también llamada Dama Ruiseñor...

Hizo un gesto. Le trajeron una banqueta y, sentándose, quedó a la espera de la respuesta a una pregunta que ni siquiera me había hecho. Yo, simplemente, afirmé con la cabeza.

—Decidme, ¿cómo se llamaban vuestros abuelos paternos?

Me quedé mirándolo y consideré si responder o no. Pronto comprendí que aquel hombre tenía el poder para sacarme las respuestas con agrado o por la fuerza. De nada serviría resistirme.

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