La reina oculta (43 page)

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Authors: Jorge Molist

Los hombres me condujeron hacia Berenguer y, entonces, me di cuenta de que a sus espaldas se alzaba un altar y tras él una cruz de madera.

No quise saludar a la judía, pero al cruzarme con ella me musitó al oído:

—Ya os lo advertí. Os dije que corríais peligro de muerte en Narbona —la miré a los ojos y ella clavó los suyos, febriles, en los míos. Me sujetaba del brazo.— Debisteis iros cuando aún podíais —añadió.

Semejante recibimiento me hizo desfallecer. Mis peores temores se confirmaban, pero Elie impidió que me detuviera y cuando él me tomó del brazo y tiró de mí hacia Berenguer, Sara me soltó del otro. Y así fui presentada al arzobispo.

—Bienvenida, dama Bruna —sonreía levemente.— Hoy es un día muy importante y vais a presenciar algo único; un ritual que sólo yo y mis acólitos somos capaces de practicar. Vos seréis la protagonista y la pureza de vuestra sangre se pondrá a prueba.

Entonces me di cuenta de que en uno de los extremos de aquella sala pequeña, había unas mesas con un caldero que cocía al fuego. Sus destilados se recogían a través de varios tubos y de éstos pasaban a alambiques y retortas de alquimista.

—¿Qué queréis de mí? —musité.

—Vuestra sangre.

Elie aún me sujetaba, pero de una sacudida me solté. Mis temores se confirmaban y supe que mi única oportunidad era imponerme gracias a su propia creencia.

—Si creéis que soy la Dama Grial, que mi sangre es la de Cristo, debéis respetarme.

Y obedecerme. ¡Dejadme ir ahora mismo!

—También tengo yo sangre de Cristo y de reyes en mis venas. Recordad que somos parientes. Sólo que vuestra sangre es mucho más pura y la necesito.

—¡Os ordeno que me dejéis ir!

—Desnudaos.

—¿Qué?

—Que os desnudéis de buen grado o lo haréis a la fuerza.

—No os atreveréis con la descendiente de Cristo.

—Sara, Elie y los tuyos, desnudadla —ordenó Berenguer.

Hasta el momento había podido disimular mi miedo, pero entonces sentí terror.

¿Qué quería hacerme?

Me sujetaron y Sara me quitó la ropa hasta dejarme con sólo un paño que, sujeto a mis caderas, cubría escasamente mi pubis. No pude evitarlo, me puse a temblar. Me arrastraron a la cruz y vi, a sus pies, un martillo y unos largos clavos de hierro. Fue entonces cuando luché para soltarme. No pude. Me di cuenta de que pretendían crucificarme y que nadie me ayudaría. Sentí terror. La cruz se sujetaba al pavimento por una ranura en la que encajaba perfectamente. La sacaron de su base y la tendieron en el suelo. Me ataron a ella. Tenía un apoyadero y allí pusieron mis pies. Asieron mis brazos y aseguraron mi cintura con una cuerda. Cerré los ojos cuando vi que Elie cogía los clavos y el martillo.

—No la claves aún —ordenó Berenguer.

Sentí alivio, aunque momentáneo, porque aquello se puso en movimiento y noté que levantaban la cruz. Yo atada a ella. La colocaron de nuevo erguida en su ranura. La estancia pequeña, al igual que su simétrica del otro lado, se elevaba sobre el suelo de la mayor, pero sin llegar a su techo y, aunque la cruz no se destacaba en exceso, al abrir los ojos contemplé la panorámica general. El ejército pétreo en formación, con una de las figuras más adelantada, el grupo de Sara, Elie y los soldados, las retortas soltando vapores y los hombres barbudos, tocados de bonete, de pie a los lados del altar. En aquel momento se pusieron a cantar una salmodia incomprensible, que no era occitano ni latín. Fue entonces cuando el arzobispo, vestido de casulla, empezó a oficiar una extraña misa entre cantos y efluvios.

En un momento determinado, Berenguer tomó el cáliz, sacó una daga de su cinto y, acercándose a mí, me cortó en las venas de la muñeca derecha que mis ataduras dejaban al descubierto. Inmediatamente la sangre empezó a brotar abundante y él la recogió con el cáliz. Cuando tuvo suficiente, hizo un signo a Sara para que acudiera con una venda a detener la hemorragia. Yo me sentía desfallecer, más de angustia que de dolor. ¿Qué hacía aquel hombre?

Berenguer levantó el copón hacia mí y después, musitando oraciones o conjuros, lo hizo hacia la sala para depositarlo en el altar al tiempo que uno de los barbudos, el que parecía al mando, hacía lo mismo con otro cáliz en que había recogido los destilados de las retortas. Los cantantes callaron mientras el arzobispo mezcló el contenido de ambos recipientes en uno de los cálices y lo removió con un pequeño hisopo. Después, levantó la mezcla hacia mí declamando en latín.

Y repitió la maniobra mirando a la sala. A continuación, bajando los peldaños que conducían al ejército, se plantó frente a la estatua adelantada del resto y mojando el dedo en el contenido de la copa, trazó unos dibujos en su frente. El hombre de la barba depositó algo que parecía un trocito de pergamino en la boca de aquella figura y Berenguer le hisopó la cabeza. Después, le mojó en distintos puntos, de arriba abajo, empezando por el corazón y continuando con el estómago. Cuando se sintió satisfecho, vino de vuelta al altar, se arrodilló y levantó el cáliz hacia mí recitando más de aquellos rezos. Al fin, depositó el copón en el ara, se giró hacia la sala y, levantando la voz, pronunció unas frases en aquella lengua extraña, con una cadencia rítmica. Los hombres de las barbas las repitieron a coro. Al continuar Berenguer, ellos se unieron a él con una métrica constante.

Pronto noté que había cuatro grupos que entraban repitiendo los mismos sonidos en momentos precisos y en distintos tonos. Era solemne; ahora amenazante, después suplicante, y, al fin, se concretó en un ritmo regular que lo fue llenando todo. Las voces de unos se sumaban a las de los otros. Era hipnótico, repetitivo y desde mi cruz sentía una vibración intensa, poderosa, que retumbaba en las paredes y crecía a cada momento inundando el espacio. Era energía de fuerza, energía de espíritu, y mi cuerpo se puso a temblar de nuevo como hoja sacudida por aquel viento diabólico. Pero no era yo la única cuyo cuerpo se agitaba. La figura a la que el arzobispo había mojado con el contenido del cáliz empezó a vibrar y con gran estrépito, el escudo que llevaba sujeto cayó por los suelos mientras aquello se zarandeaba de forma descompasada. No podía dar crédito a mis ojos.

¡Berenguer estaba dando vida a la estatua! No había sentido tanto terror ni cuando vi los clavos y el martillo al pie de la cruz. ¡Satanás se ocultaba detrás de aquello! Y yo era la víctima. Ya no temía por mi vida, sino por mi alma. ¿Iría al cielo siendo sacrificada en aquel aquelarre? Recé y recé sin que el temblor me dejara. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas al tiempo que un hilillo de sangre continuaba bajando desde la herida por mi brazo. ¿Qué hacía aquel nigromante con mi sangre? No quería ser parte de aquello, no quería que el contenido de mis venas diera vida al monstruo, y me preguntaba si sería cierto que yo era un ser especial. Rezaba de nuevo para que no ocurriera lo que iba a ocurrir. Pero pasó.

Los hombres de las túnicas y el birrete continuaban pronunciando las terribles palabras a coro mientras la vibración no cesaba, pero el arzobispo tomó de nuevo el cáliz y el hisopo y se acercó a aquella figura de espanto. Sopló y aquel cuerpo dejó de sacudirse para quedarse inmóvil. Entonces, Berenguer le roció en la cabeza con el hisopo mientras le decía:

—Yo soy tu creador y te bautizo con la sangre santa.

Lo pronunció alto y claro. Entonces me di cuenta de que los demás habían callado y el silencio era absoluto.

—Te llamarás Adán, porque eres el primero de tu especie. Y me obedecerás porque soy tu creador y tengo el poder sobre tu vida y tu muerte.

No hubo movimiento por parte de aquella cosa y el arzobispo se quedó mirándole.

Era muy alto, bastante más que un hombre medio, y corpulento, muy corpulento.

—Te ordeno que me respondas. ¿Cómo te llamas?

Dejé de respirar para escuchar mejor y creo que todos los demás estaban igual de expectantes. Al final, una voz gutural respondió.

—Adán.

No podía dar crédito a mis oídos. Pensé que aquella voz había podido salir de cualquier lugar, aunque sonaba que provenía del ser. Entonces, Berenguer dijo:

—Adán, coge tu escudo y saca la espada.

Primero se inclinó lentamente y recogió la defensa del suelo, después, tomando velocidad en sus movimientos, desenfundó de un golpe. Su aspecto era siniestro, amenazante y seguro. Fue cuando el arzobispo llamó a aquellos otros seres extraños que montaban guardia en los flancos de la formación. Berenguer señaló a Adán y les dijo:

—Matad.

Después, ordenó al recién nacido:

—Acaba con ellos.

Aquellos entes mudos y torpes se acercaron a Adán. Trataban de rodearle mientras éste giraba sobre sí mismo, observándolos, protegido con su coraza. Parecía que ya lo tenían cercado cuando éste se abalanzó sobre uno de ellos, se cruzó para situarse a su espalda y, al hacerlo, descargó un golpe tan tremendo que rajó el escudo de su oponente.

No había podido aún reaccionar el otro cuando girándose rápido Adán le lanzó por atrás un tajo en el cuello y, literalmente, se lo cercenó. Para mi asombro, aquella cosa en forma de guerrero se deshizo en un montón de tierra, de barro seco, dentro de sus ropas y malla de hierro.

No sólo el recién nacido se había librado del cerco y de uno de sus enemigos, sino que ahora estaba con la espalda protegida contra la pared. Los otros tres seres que quedaban no se detuvieron; con su paso cansino y algo renqueante, volvieron a acosar a su enemigo, que repitió una acción muy semejante; empujando con fuerza superior a otro de aquellos seres, se colocó detrás y desde ahí le atacó. Al poco, caía también éste.

—Deteneos —dijo el arzobispo al comprender que los dos que restaban no tenían posibilidad alguna.— Volved a vuestras posiciones.

—Es rapidísimo y mucho más fuerte; no son rivales para él —comentó uno de los hombres barbados.

Berenguer pensó unos momentos e interpeló a los soldados.

—Pagaré cien sueldos al que combata contra Adán.

Todos callaron.

—Ánimo. Dos a la vez; pagaré doscientos a cada uno.

Los soldados parecían encogerse y uno negó con la cabeza.

—Tres a la vez. Pago trescientos a cada uno.

Estaban aterrados, quizá tanto como yo. Aquel ser era hijo del demonio y luchaba como un verdadero diablo. Miré a la formación de sus semejantes inmóviles y cerré los ojos con fuerza para no imaginar qué podría hacer un ejército como Adán.

Una sonrisa de triunfo iluminó entonces el semblante del arzobispo, que exclamó mirando al hombre que lideraba a los barbudos:

—¡Lo conseguimos, Salomón!

Se acercaron para besarse en ambas mejillas.

—Vos seréis el nuevo rey judío de Septimania y yo, papa —afirmó Berenguer radiante.

86

«Enantes que yo muera algún bien vos pueda fiar.»

[(«Antes que yo muera, os e de recompensar.»)]

Poema de Mío Cid

Llevaba un tiempo Guillermo en su mazmorra cuando oyó ruido de cancelas y el rumor de un grupo de gente que bajaba desde el palacio. Eran hombres de armas, el arzobispo y un grupo de judíos entre los que había una mujer que de inmediato pensó que sería aquella Sara que Bruna había mencionado.

Berenguer se detuvo frente al calabozo del franco, hizo que el carcelero acercara la luz del candil para verle y le dijo:

—Espero que estéis cómodo, arrogante jovencito de Montfort. Siento no daros una habitación más acorde a vuestro rango, pero tengo muchos invitados en el palacio.

El mayordomo soltó una carcajada y los soldados le secundaron. Sin detenerse más, continuaron hacia un oscuro arco al fondo del corredor que parecía llevar a las entrañas de la tierra.

—Así se resbale en un escalón y se parta la crisma —oyó decir a Renard.

Estaban en celdas contiguas y tenían al frente un carcelero que les vigilaba desde el pasillo, recostado en un banco. Aunque no se veían, sí se podían oír, pero los intentos para entablar conversación por parte del parlanchín Rey Ribaldo fueron vanos. En las pupilas de Guillermo estaba grabada la terrible imagen del faidit Isarn levantando su espada sobre el cuello de Bruna. Cerraba los ojos y aún podía ver aquella escena. Jamás la olvidaría en su vida.

—Yo soy quien peor lo tiene —le confió Renard a Guillermo.— Si el arzobispo ordena matarme, nadie se preocupará. Pero si os mata a vos, también me matará a mí para que no se lo cuente a vuestro tío. Y si mata a la Dama Ruiseñor, os tendrá que matar a vos para evitar vuestra venganza. Y claro, a mí también para que no hable. Así que es fácil que deje aquí mi pellejo.

Guillermo no pudo evitar una sonrisa ante la lógica del ribaldo, pero continuó sin hablarle.

—En cambio, estoy más que dispuesto a jugarme el cuello intentando escapar, e imagino que vos también —susurró Renard en voz baja a través de una grieta entre las dos mazmorras que dejaba pasar bien la voz. Guillermo no pudo evitar responder:

—¿Tenéis un plan? —musitó. Estaba seguro de que el carcelero no entendía la lengua de oíl, pero, aun así, prefería no arriesgarse.

—¿Conque ahora sí os dignáis a hablar con este ribaldo, verdad?

—¿Tenéis un plan o no? —insistió Guillermo.

—No, pero entre dos tenemos más posibilidades de pensar y de actuar —repuso Renard.— Además, en una celda más allá está mi amigo Pelet.

—¿Cómo sé que me puedo fiar?

—Ya os he contado que soy yo quien más peligro corre.

—¿Cómo sé que no me venderéis al arzobispo o al legado papal?

—El arzobispo no es cliente. No tengo nada que venderle. Fuera de la posada estaban apostados hombres suyos y me echaron el guante tan pronto logré saltar por la ventana. Me trajeron aquí y les conté todo lo que quisieron saber, sin resistirme a nada.

Que vuestro escudero era Bruna de Béziers, la llamada Dama Ruiseñor, que el legado papal quiere su cabeza y que ni él ni Simón de Montfort sabían que estáis aquí. Vamos, que actuáis por vuestra cuenta. Aun así, me golpearon, pero estoy acostumbrado a eso y me doy con un canto en los dientes de cómo he quedado.

—¿Cómo descubristeis a Bruna?

—Es una larga historia. Que os sirva que tengo muchos amigos y me cuentan lo que oyen cuando escuchan detrás de las puertas y las lonas de las tiendas.

—¿Qué trato tenéis con el abad Arnaldo?

—El abad del Císter y vuestro tío han sido muy cicateros con nosotros. Miles de los nuestros murieron, pero del enorme botín conseguido sólo nos dieron lo mínimo para sobrevivir. Quieren que seamos siervos, casi esclavos, aquí, igual que lo éramos en el norte. Pero cuando conoces la libertad, no hay vuelta atrás; al menos, no voluntaria. Al tomar Carcasona, se terminó el botín para este año. Nos han esquilmado; sólo nos dieron las migajas y ni siquiera yo, el rey de los ribaldos, pude apenas escamotear algo.

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