Authors: Jorge Molist
Nuestra casa se elevaba por encima de los muros de la villa y al oír los gritos me precipité a una de las ventanas desde donde se veía el riachuelo de San Antón y, pasado éste, el llano donde los trancos plantaban su amenazante enjambre de miles de tiendas.
Sobre el puente que cruza el arroyo y conduce a la puerta principal de Béziers, unos muchachos de la ciudad golpeaban a un par de aquellos zarrapastrosos descalzos de la chusma franca.
—¡Dadles, dadles! —azuzaba el gritón desde los parapetos de los muros de la villa.— ¡Así sabrán quiénes somos!
¡Qué locos!, pensé. Hasta yo podía comprender que aquello no traería nada bueno.
¿Cómo osaban salir aquellos jovenzuelos? Seguro que mi padre lo ignoraba, él lo hubiera impedido y maldije a los indisciplinados y arrogantes burgueses de la ciudad. Pero los muros se llenaron de gente que vitoreaba y azuzaba a los de abajo.
—¡Regresad! —enseguida identifiqué la voz de mi padre, que avanzaba por la cimera de la muralla, imponiéndose al tumulto.— ¡De inmediato! ¡Nos ponéis a todos en peligro!
Aquellos sucios provocadores francos, mostrando sus traseros y a base de los insultos más soeces, habían logrado lo que las buenas palabras del obispo, primero, y sus amenazas de muerte, después, no consiguieron: abrir las puertas. Con su arrogancia estúpida un grupo de nuestros jóvenes habían decidido dar un escarmiento a los fanfarrones del otro campo y salieron a todo correr a por ellos, con unos pendones blancos que improvisaron con tela basta, lanzas y palos, mientras aullaban a todo pulmón, creyendo así asustarlos como a gorriones en los labrantíos.
Aquellos locos, acercándose peligrosamente al campo cruzado, alcanzaron a un par de ribaldos y, animados por el griterío de la gente desde los muros de la ciudad, vapulearon a los infelices lanzándoles al arroyo. Pero cuando se percataron del movimiento de la chusma en la otra orilla, ya era tarde. El llamado Rey Ribaldo, que quizá lo había planeado todo, azuzaba a sus huestes al ataque. A todo correr, una masa ingente de hombres descalzos, harapientos y medio desnudos, armados sólo de cachiporras y palos afilados a modo de lanza, se lanzó a toda velocidad sobre el puente. Pero había muchos más escondidos entre las matas de las márgenes del arroyo que surgieron vociferando. Nuestros muchachos empezaron a correr hacia la puerta entreabierta buscando su salvación.
—¡Cerrad la puerta! —ordenó mi padre, y sus lugartenientes pasaron a gritos la orden.— No importa, que se queden fuera esos estúpidos.
Me di cuenta de que mi propio padre estaba asustado y de como su paso, hasta el momento seguro, cambió a carrera jadeante, mientras daba órdenes a sus oficiales.
—¡Todos los arqueros al muro este! ¡Alarma, alarma!
Creo que entonces él lo supo. Se giró unos instantes y vi su tierna mirada, esa que sólo a mí dedicaba, y me envió su adiós antes de salir hacia la muerte. No le había vuelto a sonreír desde nuestra discusión sobre Hugo, apenas le había hablado para presionarle, y en aquel momento el pensamiento de que pudiera morir sin mi beso me horrorizó. Mi corazón se desgarraba.
No nos volvimos a encontrar; ésa fue nuestra despedida, dos veces triste. Recuerdo su gesto, por un instante amoroso al mirarme, y después, duro al encaminarse hacia la batalla. Aún lo veo, a veces, al cerrar los ojos.
Las campanas de las iglesias empezaron a tocar a rebato y nuestros defensores, armándose a toda prisa, ocuparon la parte superior de la muralla. Nadie esperaba eso, el sitio ni siquiera se había formalizado, no estábamos preparados.
Yo decidí subir a la cima de la torre de nuestra casa fortificada, la que en la ciudad llamaban castillo vizcondal, para mejor ver lo que ocurría. En la escalera me encontré con mi ama y mi prima Guillemma, que, atemorizadas, me preguntaron qué pasaba.
—¡Los cruzados nos asaltan! —repuse mientras empezaba a subir las escaleras de la torre.
Cuando llegué arriba, miré hacia la puerta de Saint Guilhem. Aún no la habían podido cerrar y veía a los nuestros luchando contra la chusma cruzada que forzaba la entrada. Desde arriba, los ballesteros y arqueros disparaban, los demás lanzaban piedras, pero no parecían poderlos detener. Miles de enemigos cruzaban el puente o saltaban al riachuelo para subir por los márgenes. Llevaban escaleras, aquello era imparable. Vi que ya se peleaba dentro de la ciudad y que los francos continuaban entrando por aquella puerta abierta que nos desangraba. Nuestros mejores recursos estaban allí, en el intento de cerrarla, pero eso quitaba fuerzas al lienzo este de muralla y pronto los ribaldos apoyaron las escalas en ella y empezaron a subir.
Pero al mirar hacia el campamento, me horroricé al ver a cientos de miles que corrían hacia nosotros con sus rústicas escalas al asalto desde todas las direcciones. Nunca había visto tanta gente junta; eran diez veces más que todos los habitantes de la ciudad.
Eran tantos que cubrían por entero los campos de alrededor. Las campanas aún repicaban y el griterío era ensordecedor.
—¡Dios mío! —oí exclamar a mi prima a mi lado.— Estamos perdidos.
Estalló en sollozos.
Y allí, en la cima de una torre, en una ciudad maldita y condenada, instantes antes de la sangre, del fuego y de la destrucción, en un momento eterno previo al fin de todos los momentos, nos abrazamos, plañideras de futuro, del fin de nuestras cortas vidas, llorando.
Entre lágrimas vi a aquel hormiguero monstruoso avanzando hambriento e imparable para devorarnos. Recé por mi padre, por nosotras, por la ciudad. Suplicaba a Cristo Nuestro Señor para que nos acogiera en su reino.
«E cels de la ost cridan: "Anem nos tuit armar la dones viratz tal preisha a la vila intrar".»
[(«Y los de la hueste gritaron: "Aprisa, armémonos, que la chusma ya entra, a empellones, en la ciudad".»)]
Cantar de la cruzada, II-19
Béziers, 22 de julio
—¡Los ribaldos asaltan Béziers! —gritó un soldado interrumpiendo el debate.
En el silencio sorprendido que le siguió, Guillermo pudo oír claramente las campanas tocando a rebato y las voces de la turba.
Los nobles que continuaban reunidos en el amplio pabellón del conde de Nevers, para acordar el asedio y toma de la ciudad, se quedaron mirando al mensajero asombrados. Ni arietes, ni gatas,
[3]
ni catapultas, ni torres de asalto, ni zapadores; aquellos desarrapados se lanzaban directamente, sin más ciencia, a por la ciudad.
—¡Maldito Renard! —exclamó el conde de Nevers, refiriéndose al llamado Rey Ribaldo, a quien éstos obedecían, cuando decidían obedecer a alguien.
—¡Ese cerdo se nos está adelantado, quiere quitarnos gloria y botín! —gritó Simón de Montfort —¡Reunid las tropas de inmediato, entremos en la ciudad! —ordenó el duque de Borgoña.
La mirada de Guillermo se cruzó con la de su primo. Vio una sonrisa feliz en su faz, le dijo: «Vamos», y se unieron a los que empujaban para salir lo antes posible de la tienda.
Afuera todo eran gritos y confusión. Hombres en busca de sus armas, de los caballos, perdidos de su grupo, excitados, corrían de un lado a otro. El fragor era tal que Guillermo apenas podía distinguir de cuando en cuando el repique desesperado de las campanas de la villa. Miró a la ciudad, que se levantaba en un altozano, y pudo ver que ya se luchaba en las almenas. Supo que Béziers estaba cayendo en manos de los ribaldos.
—¡Tenemos que encontrar al senescal Bernard y a su hija, la Dama Ruiseñor! —le recordó Amaury de Montfort a su primo mientras, montados en sus corceles, se abrían paso sobre el puente abarrotado de tropas hacia la puerta de Saint Guilhen, donde se aglomeraban caballeros, sargentos e infantes tratando de penetrar en la ciudad.
—No te preocupes, nadie sobrevivirá en la villa —repuso Guillermo.
—Aun así, quiero entregar sus cabezas personalmente al abad del Císter para que sepa que he cumplido con mi palabra. Me prometiste tu ayuda.
—Cuenta conmigo —dijo Guillermo pensativo.— No será difícil encontrarle a él, pero hallar a la dama, con la pobre descripción que tenemos, es tarea complicada.
—Su casa es la mayor de Béziers, le llaman el castillo vizcondal. Está fortificada, tiene la torre de defensa más alta de la ciudad y está pegada a la muralla. Mira, es aquélla —y señalando a la esquina sudeste de los muros de la villa, añadió:— Allí estará la dama y, si hay dudas, siempre podremos hacer hablar a un criado.
—Si llegamos a tiempo de encontrar a uno vivo —repuso Guillermo.
Se dieron prisa y al llegar a la puerta de Saint Guilhem lograron franquearse el paso entre los infantes gracias a que, espoleando los caballos, éstos se pusieron a dos manos, intimidando a los de a pie. Sus escuderos les seguían con dificultad, pero los peones de su mesnada, capitaneados por los sargentos, quedaron atrás entre la soldadesca que a empellones intentaba entrar.
—¡Al castillo del vizconde! —les ordenó Amaury de Montfort antes de dejar atrás a los suyos.
Nadie les acosaba desde las almenas de la muralla y las señales de la batalla con la que se forzó la entrada estaban a la vista. Los cadáveres se amontonaban, sólo cruzar el umbral de la ciudad, en medio de la calle, impidiendo la total apertura de las puertas, sin que nadie se hubiera preocupado de apartarlos del paso. Los de los ribaldos se distinguían por su miserable indumento y muchos estaban erizados de saetas, mientras que los cadáveres defensores lucían ropas caras y aparecían machacados por las garrotas de sus burdos vencedores.
—¡Vamos, vamos! —gritaba Amaury.— Debemos llegar a la casa fortaleza del senescal antes que estos haraganes.
Conforme se adentraban en las calles, vieron los primeros pillajes. Grupos de ribaldos se habían desentendido del trabajo pendiente para saquear las ricas casas de los mercaderes. Un grupo discutía por unas valiosas piezas de tela mientras que otros habían sacado unas barricas a la calle y se alegraban trasgueando vino.
Aún se resistía en algunas de las casas de la siguiente bocacalle. Un grupo usaba unas vigas de madera a guisa de ariete para derribar la puerta de un caserón mientras que desde las ventanas unas mujeres arrojaban piedras y enseres sobre los asaltantes. Éstos gritaban que las quemarían por herejes y alguno aullaba de dolor al ser alcanzado por un objeto. El chasquido de la madera quebrándose anunciaba el principio del fin de la resistencia, mientras una de las mujeres, alcanzada por un dardo de los asaltantes, chillaba, ocultándose en el interior.
Determinados a conseguir las cabezas que el abad del Císter tanto deseaba, los primos continuaron sin que les importara el final anunciado de ese lance, aunque no pudieron eludir tirar del freno de sus monturas en la siguiente escena.
Primero creyeron ver algo cayendo desde el segundo piso de una de las viviendas de aquel tramo de calle. La turba había formado corro y coreaban una canción obscena mientras desde dentro se oían chillidos de desgarro. Al aproximarse, el llanto de un bebé, al ser lanzado por la ventana, destacó por encima del bullicio. Guillermo no pudo evitar sentir un escalofrío cuando el impacto contra el suelo terminó con los lloros del pequeño.
Vieron que en el espacio abierto por la chusma yacían ya varios defenestrados. Los hombres de abajo aullaron cuando en una de las ventanas se perfiló el cuerpo joven y desnudo de una muchacha. Sería la madre y gritaba que dejaran en paz a un chiquillo de unos dos años, descompuesto en llanto de terror, al que pretendía amparar. Su cuerpo blanco y redondeado demostraba que vivía protegida del sol y bien alimentada, al contrario que las caras curtidas de los ribaldos que la acosaban. Guillermo se sintió muy cercano a la muchacha, que le recordaba a su hermana, y sus tripas se retorcieron en odio y asco hacia los desarrapados que la hostigaban.
¡Cómo se atrevían aquellos miserables! Para el muchacho aquello era subvertir el orden divino de las castas; ni en una guerra se podía permitir que la chusma atacara a sus superiores. Ni aun siendo herejes.
La lucha arriba se decidió inevitablemente cuando un tipo de risa desdentada lanzó al crío, chillando, al vacío. Y de inmediato, sin que la pudieran detener, la hermosa mujer desnuda, sin duda la madre, saltó en pos del niño, como queriendo alcanzarlo en su vuelo, protegerlo en su último instante.
Guillermo de Montmorency se santiguó y murmuró una plegaria, mientras las lágrimas inundaban sus ojos. Su corazón de guerrero se había encogido y apenas podía contener los sollozos. Y cuando oyó a la chusma especular, en su miserable argot que destrozaba la lengua de oíl, si los de arriba habrían tenido tiempo de violar a la muchacha o si ésta se les habría escapado intocada, sintió deseos de cargar contra ellos a mandobles.
—Vamos, antes de que se nos escape la Dama Ruiseñor —le dijo a su primo Amaury, para evitar la tentación.
Éste contemplaba, desde la altura que le aseguraba su montura, fascinado, los cuerpos en el suelo. Guillermo evitó mirarle a los ojos para no delatar su emoción, pero quiso dejarle algo claro:
—Cuando la matemos, será a golpe de espada. Sin humillación, con respeto.
—¿No quedaría mejor si la degollamos con una daga? —interrogó su primo.
—No lo sé —repuso Guillermo dubitativo.— Nunca me enseñaron cómo se asesina a una dama.
«Li borzes de la vila viro.ls crozatz venir, e lo rei deis arlotz que los vai envazir e.ls truans els fossatz de totas pertz salhir.»
[(«Los burgueses de la villa ya ven los cruzados llegar y al Rey Ribaldo que les viene a invadir y a los truhanes, por todos lados, los fosos saltar.»)]
Cantar de la cruzada, II-20
El espectáculo desde la torre era aterrador. Los defensores de la puerta de Saint Guilhem habían sido superados y los asaltantes, miles de ellos, como un gigantesco ejército de hormigas, se lanzaban a los fosos, trepaban por las murallas, venían por todos los lados a la vez.
Supe que la ciudad estaba perdida y también sus habitantes. Abrazada a mi prima, sollozando, comprendí que los augurios de Sara se cumplirían. Y recordé las enigmáticas palabras que me susurró al oído mientras mi ama tiraba de mí, la última vez que nos vimos: «Cortad vuestro pelo, vestiros de acero».
Ahora comprendía lo que días antes fui incapaz de entender; «como un muchacho», pensé entonces, y me dije que si fuera un chico estaría luchando al lado de mi padre, la persona a quien yo más quería.