Authors: Jorge Molist
—¡Aquí! —gritaba el alfarero desde el sótano.— ¡Hay un agujero en la pared que conduce a la casa de al lado!
Hugo se precipitó escaleras abajo para pasar, junto con el hombre, a la casa vecina. La puerta de la calle abierta en el piso de arriba evidenciaba lo ocurrido. ¿Hacia dónde irían?
Rápidamente hizo una apuesta. Intentarían escapar por la puerta de Saint Guilhem, la más cercana; era seguro que tenían comprados a algunos de los guardas y que pensaban sacar a la dama del perímetro amurallado antes de que su padre ordenara cerrar las salidas a cal y canto.
—¡Venid! —le gritó al alfarero.
Y se pusieron a correr por la calle en dirección a la entrada de la ciudad, seguidos por algunos curiosos. Al poco, vieron a cinco hombres tirando de un gran carretón de mano con un bulto cubierto.
—¡Deteneos! —les gritó Hugo.— ¡Deteneos en nombre del vizconde!
En lugar de obedecer, los del carro aceleraron su huida, pero el que mandaba dijo algo y, parándose, un par de ellos se encararon a los perseguidores, esgrimiendo daga y garrota.
El trovador se dijo que no había alternativa, tendría que cargar contra aquellos matones antes de que los otros escaparan. Pero viendo a los rufianes amenazándole, el alfarero, que iba desarmado, se detuvo a una distancia prudente. Hugo se dio cuenta de que no debía arriesgarse solo contra dos. Pensó en cruzar entre ambos a la carrera para no perder un tiempo precioso, pero era obvio que, dado lo estrecho del callejón, sería fácil que le mataran. Angustiado, imaginó el carretón a punto de llegar a la puerta de la ciudad y que perdería a la dama para siempre, cuando vio una piedra de tamaño adecuado sobresaliendo del pavimento. La arrancó con su puñal y se la entregó al alfarero, al tiempo que gritaba para que tanto los matones como la chusma que les seguía le oyeran:
—Las tropas del senescal están llegando. Con esa piedra podéis partirle la cabeza al de la garrota. Yo me encargo del de la daga. ¡Hay que rescatar a la Dama Ruiseñor!
Y más bajo le dijo casi al oído:
—Sólo entretenlo mientras yo voy por el otro. El senescal te recompensará con una fortuna.
Y confiándolo todo al alfarero, que empezó a amenazar al rufián de la porra con partirle el cráneo con el pedrusco, Hugo se tatuó contra el que esgrimía cuchillo. Por unos instantes ambos contendientes se tantearon, pero el trovador tenía prisa y le largó una estocada profunda sólo intentando desequilibrar a su enemigo, este la esquivó, pero se encontró con la mano izquierda de Hugo sujetándole la suya armada. Antes de que pudiera reaccionar, el hombre notaba la daga del juglar entre las costillas y aullaba de dolor cuando la siguiente cuchillada le penetró en el vientre. Hugo no se detuvo ni siquiera a considerar en qué situación estaba su otro enemigo y, apartando al herido de su camino, salió a todo correr detrás de los otros gritando:
—¡A ellos! ¡Están raptando a la Dama Ruiseñor! No tardó mucho en divisar a los fugitivos doblando un recodo. Los otros, al oír sus gritos y verle llegar, quisieron apresurarse, aunque la carreta, en aquellas callejuelas estrechas y mal empedradas, era de difícil manejo e iba chocando en las esquinas de las casas. Pero ya estaban muy cerca de la puerta de Saint Guilhem. Fue entonces cuando, en una revuelta de la calle, un golpe contra un saliente hizo que el carretón perdiera una de sus ruedas y cayera con estrépito.
Los rufianes se miraron entre ellos desconcertados, pero cuando el que mandaba sacó su puñal, los demás hicieron lo mismo. Hugo se detuvo a una distancia prudente y buscó refugio en el umbral de una puerta para tener su espalda cubierta. Esgrimía su daga. Aquél fue un movimiento oportuno porque justo detrás venía el tipo de la garrota, seguido del alfarero con su piedra y una turba de gentes vociferantes. Respiró un momento. Al menos se habían detenido. Ahora la prisa de los otros jugaba a su favor.
—¡Esta noche el senescal os ahorcará a todos! —gritó a los del carretón.— ¡Soltad a la Dama Ruiseñor!
—¡A muerte con los rufianes! —aulló el alfarero coreado por la chusma.
Los secuestradores se miraban unos a otros muy nerviosos.
—¡Las tropas del senescal están llegando!
El que lideraba al grupo no esperó y, sin advertir a los demás, se puso a correr hacia la puerta provocando la desbandada de los suyos, que huyeron perseguidos por el alfarero y los curiosos.
Hugo no tuvo dudas y, despreocupándose de los rufianes, se precipitó al carretón.
Quitando las telas, y la estructura de madera que las sostenían, se encontró con Bruna envuelta en cuerdas, hecha un ovillo.
En segundos, cortó las ataduras.
Había quedado aturdida por el golpe y el cuerpo me dolía por entero. Sentía el roce de las cuerdas sobre toda mi piel, empeorado por las sacudidas. Pero oí los gritos, supe que Hugo estaba allí y confié en él y en mis rezos al Señor.
Me empezó a hablar al quitar las telas que cubrían el carretón.
—Bruna, mi dama —decía,— tranquilizaos, estáis a salvo. Soy yo, Hugo.
Y lágrimas de felicidad acudieron a mis ojos.
Continuó hablándome dulcemente mientras cortaba las sogas que me atormentaban. Y no pude, no quise evitar, abrazarle entre llantos cuando liberó mi cuerpo y mis manos. Él también me abrazaba y me consolaba con sus tiernas palabras. Yo me apreté a él, sentí su cuerpo contra el mío y olvidando protocolos, le besé en la mejilla. No me acordaba ni del miedo ni del dolor y allí, en sus brazos, hubiera querido quedarme toda la vida.
No me dieron detalles de lo ocurrido. Dijeron que eran bandidos, que no querían dañarme, sólo buscaban cobrar un rescate. Cogieron al herido y a otro más; eran rufianes vulgares contratados por unas monedas. Lo único que confesaron bajo tortura fue que ignoraban quién era el que daba las órdenes, pero que tenía acento narbonense y que en el brazo llevaba marcada una estrella de seis puntas. Mi padre los hizo colgar al día siguiente en las columnas de la ciudad y allí quedaron los cuerpos, como ejemplo para criminales, alimentando a los cuervos. A partir de aquel día, Hugo de Mataplana, al que siempre mi padre había respetado, pasó a ser casi de la familia, pero yo intuía que había algo más que me ocultaba. En unas palabras sueltas tomadas de una conversación de Hugo con mi padre, oí algo sobre el reino judío de Occitania y el arzobispo de Narbona.
Pensé que había entendido mal. Berenguer III era el hijo natural de Ramón Berenguer IV, el abuelo del rey Pedro II de Aragón. Luego era el tío bastardo de éste. Aquello era muy extraño. ¿Qué relación podría tener el arzobispo con el intento de mi secuestro?
A partir de aquel día, cuando mi ama y yo salíamos, cuatro hombres armados nos acompañaban.
«Lo Papa i trames un clerge mot valent que avia nom Milos, cui fos obezient.»
[(«El Papa envió un clérigo muy distinguido, llamado Milos, para que fuera obedecido.»)]
Cantar de la cruzada, I-11
Saint Gilles, 8 de junio de 1209
Los esquejes de abedul silbaron en el aire, la multitud contuvo el aliento y el chasquido del golpe llegó, a través de un silencio de muerte, a todos los oídos.
—Yo te absuelvo —pronunció con voz clara el legado Milos.
El abedul cortó otra vez el aire sacudiendo la desnuda espalda del conde Raimon VI de Tolosa, que, arrodillado, con una soga al cuello y un cirio encendido de penitente en su mano derecha, se iba inclinando ante los golpes y la humillación. Frente a él se alzaba el altar improvisado a la entrada del monasterio de Saint Gilles presidido por el Santísimo Sacramento y las reliquias más preciadas de la abadía, entre las que destacaba un trozo de la Veracruz. Tres arzobispos y diecinueve obispos vestidos con sus mejores galas —báculos de marfil, mitras, casullas bordadas en oro y pedrería— presenciaban la penitencia satisfechos. Antes, Raimon VI había tenido que jurar, como duque de Narbona, conde de Tolosa y marqués de Provenza, frente al abad del Císter y legado papal Arnaldo, y demás eclesiásticos y una amplia representación de cruzados lo que Milos quiso que jurara. El silencio de los miles de espectadores era absoluto; todos querían oír el chasquido en la carne.
—Yo te absuelvo —dijo de nuevo Milos mientras con su mano derecha hacía la señal de la cruz sobre el conde.
Y otra vez alzó el abedul con su mano izquierda y lo descargó sobre las blancas carnes del conde. Los dieciséis nobles principales de sus dominios contemplaban de pie el castigo de su señor. Ellos también prometieron el largo pliego enviado desde Roma.
Hugo de Mataplana, con la guitarra sujeta a la espalda, se había situado en primera fila del espectáculo gracias a la fuerza de sus codazos y la larga daga que colgaba de su cinto. Contemplaba la escena tenso y con los labios apretados.
No le gustaba el conde; era un mentiroso, un político de doble faz, un cobarde de la peor calaña, pero más le disgustaba la intolerable humillación que se inflingía al primero de los nobles de Occitania, que, a pesar de haber clamado mil veces su inocencia en el asesinato del legado papal Peyre de Castelnou, pagaba ahora en público por ese crimen y por todos los demás que la Iglesia católica quiso achacarle. Hugo pensaba que se envilecía a toda Occitania en la persona del conde y que éste jamás se hubiera prestado a esa farsa, a no ser por el temor al ejército cruzado del norte que se congregaba en Lyon y que pronto estaría listo para caer sobre las tierras de Oc.
—Yo te absuelvo —dijo de nuevo Milos mientras descargaba el siguiente trallazo.
Hugo revisó la hilera de clérigos de alto rango que se erguían solemnes con sus enjoyadas ropas brillando al sol. Le sorprendió la ausencia del arzobispo de Narbona, Berenguer III, tío del rey de Aragón, que al faltar a semejante cita desafiaba a un Papa que en ocasiones le había increpado llamándole «perro que no sabe morder» por su inacción contra los herejes y contra el propio conde cuando éste fue excomulgado con anterioridad. Pero su mirada fue a aquellos dos nobles jóvenes que se destacaban de un grupo de caballeros cruzados, en el otro extremo del semicírculo formado por el público. Estaban por delante de la barrera con la que los soldados mantenían a la chusma a raya. Lucían sobre la parte derecha de su túnica unas ostentosas cruces rojas bordadas y sin duda eran norteños, casi seguro francos. Cuchicheaban jocosamente sin mostrar el respeto de los demás al castigo que se inflingía al señor de Saint Gilles, el conde de Tolosa, el príncipe de los nobles occitanos. Aquéllos eran la avanzadilla de los invasores que a miles bajarían por la cuenca del Ródano para depredar las tierras occitanas. Odiaba su aspecto, su prepotencia, su arrogancia de conquistadores, la amenaza que representaban.
—Yo te absuelvo —repitió Milos haciendo la señal de la cruz con la mano derecha y golpeando con la izquierda.
Las pompas no eran casuales, sino una demostración de fuerza y prueba palmaria de la magnificencia de la Iglesia católica y de su victoria sobre el poder terrenal de los nobles, que los azotes sobre las carnes fofas del cincuentón conde de Tolosa simbolizaban.
Pero el verdadero pecado del conde, pensaba Hugo, no era el acostarse con sus sobrinas ni ordenar el asesinato de Peyre, tal como falsamente le acusaban, o dar importantes puestos administrativos a judíos y tolerar a los herejes como ciertamente hacía. Su falta era haber combatido el poder del clero católico que mantenía extensas posesiones y cobraba al pueblo diezmos y demás tributos que le empobrecían. El conde quiso apropiarse de esas riquezas. Ésa era precisamente una de las razones del éxito de los herejes cátaros entre las clases menestrales y bajas del país; pues lo que, a diferencia del clero católico, vivían en la pobreza y se sustentaban con su trabajo sin ser carga para la plebe. En cuanto a los nobles, algunos de escasos recursos y envidiosos de la poderosa Iglesia católica, apoyar a los herejes era su forma de combatirla.
—¿Crees, primo, que de haber instigado realmente el conde el asesinato del legado Peyre, el abad del Císter le hubiera perdonado con sólo treinta azotes? —preguntó Guillermo de Montmorency a Amaury, que contemplaba la flagelación en primera fila.
Éste, entretenido con el espectáculo, el pomposo despliegue de poder y la multitud, tardó en responder.
—No lo sé, primo. Él sabrá.
—Sí, pero si el conde fuera culpable, él tendría los documentos perdidos.
—¿Y?
—Que el abad del Císter, Arnaldo, le hubiera obligado a devolverlos antes de perdonarle. Y yo estaría ahora en París cortejando a mi dama.
Amaury de Montfort miró fijamente a Guillermo desentendiéndose de la acción.
Después le dijo:
—A veces, primo, hay que obedecer y no pensar tanto. Eso te puede traer problemas con el abad del Císter.
—Quiere que recupere los documentos, pero no me pide que averigüe quién los robó... —Guillermo cavilaba sin atender a su primo,— que, por cierto, fue el mismo que asesinó a Peyre de Castelnou.
—¿Pero averiguar lo uno obliga a lo otro?
—Pudiera ser que no —murmuró Guillermo pensativo y lento.— Quizá él sepa quién los robó, pero no quién los tiene ahora. Eso es muy extraño.
El de Montmorency continuó rumiando. Tenía muchos interrogantes, pero decidió que en aquel asunto había tres preguntas fundamentales: quién tenía los documentos de la séptima mula, qué contenían y por qué el abad del Císter quería terminar con la vida de la Dama Ruiseñor. Era un hombre que buscaba siempre respuestas y se dijo que no se detendría hasta resolver, uno a uno, aquellos tres enigmas. Le gustara o no al abad Arnaldo.
Cuando el cansado Milos propinó el trigésimo azote, la espalda y el cuello del conde de Tolosa estaban cubiertos de sangre. La penitencia había terminado y con ella la excomunión, y el conde estaba reconciliado con la Iglesia de Roma. Milos miró al abad Arnaldo y éste asintió; hermosa ceremonia, habían hecho un gran trabajo.
Pero cuando ya iban a conducir al conde al interior de la iglesia para la misa, éste se irguió, miró a Milos y dijo en voz bien alta, para que todos oyeran:
—Dadme la cruz. Yo también quiero combatir la herejía, admitidme a mí y a mis tropas en la cruzada.
Arnaldo y Milos intercambiaron otra mirada, ésta consternada. No esperaban eso de aquel conde al que habían acusado de hereje hasta momentos antes. Al ser cruzado, la Iglesia le protegería, nadie podría atacar sus posesiones, y se hacía inmune a la cruzada que Arnaldo había predicado en el norte específicamente contra él. Por otra parte, ¿quién podía negarle la cruz al bisnieto de uno de los líderes cristianos de la cruzada que conquistó Jerusalén? ¿Cómo rechazar al que la Iglesia acababa de aceptar?