La rueda de la vida (37 page)

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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

—Podrás fumar cuando salgas —me dijo.

En cuanto Kenneth aceptó que, pasara lo que pasara, yo podría salir del hospital a las veinticuatro horas, le permití que me llevara al Scottsdale Memorial. Incluso allí, aunque estaba paralizada del lado izquierdo, continué protestando, poniendo dificultades, quejándome y muerta de ganas de fumar un cigarrillo. Ciertamente no era la paciente ideal. Me hicieron una tomografía, una resonancia magnética nuclear y todos los demás exámenes necesarios, que confirmaron lo que yo ya sabía: que había padecido una embolia en el tronco encefálico.

Por lo que a mí se refiere, eso no era nada comparado con los sufrimientos que me causaba la atención médica del momento. Para empezar, me tocó una enfermera poco amistosa, y a eso siguió una franca incompetencia. Durante mi primera tarde allí, una enfermera trató de estirarme el brazo izquierdo, que estaba paralizado en posición doblada y me dolía tanto que no soportaba ni un soplido en él. Cuando me lo cogió, le asesté un golpe de kárate con el brazo derecho y ella salió a buscar a otras dos enfermeras para que me sujetaran.

—Cuidado, que es combativa —les advirtió.

Sólo se enteró de la mitad de mi combatividad, porque al día siguiente me di de alta. De ninguna manera iba a tolerar ese tipo de tratamiento. Desgraciadamente, a ‘a semana siguiente tuve que volver al hospital con una infección del tracto urinario, consecuencia de la inmovilidad y de no beber suficiente líquido. Dado que tenia que orinar cada media hora, me vi obligada a depender de las enfermeras para que me pusieran la cuña. La segunda noche se cerró la puerta de mi habitación, el mando para llamar al personal se cayó al suelo y me olvidaron totalmente.

Hacía calor y el aire acondicionado estaba estropeado; tenía la vejiga a punto de explotar; la verdad es que no estaba pasando una buena noche. Entonces vi mi taza Para el té en la mesa de noche; fue como un regalo del cielo; la utilicé para orinar.

A la mañana siguiente entró una enfermera, fresca como una rosa y con una ancha sonrisa en la cara.

—¿Cómo está esta mañana, cariño? —me preguntó.

Yo la miré con la simpatía de un clavo oxidado.

—¿Qué es esto? —preguntó mirando el interior de la tapa.

—Mi orina. No vino nadie a verme en toda la noche.

—Ah —dijo sin pedir disculpas, y salió de la habitación.

La atención domiciliaria era un poco mejor. Era la primera vez en mi vida que utilizaba el servicio a domicilio Jo Medicare, que me enseñó muchísimo, de ello no mucho bueno. Se me asignó un médico al que no conocía, que resultó ser un famoso neurólogo. Kenneth me llevó en silla de ruedas hasta su consulta.

—¿Cómo está? —me preguntó.

—Paralizada —contesté.

En lugar de tomarme la presión arterial o examinarme las constantes vitales, me preguntó qué libros había escrito después del primero, y me dio a entender que le gustaría mucho tener un ejemplar del último, y mejor si era con mi autógrafo. Quise cambiar de médico, pero Medicare se opuso. En todo caso, un mes después tuve dificultades para respirar y necesité atención. Mi excelente fisioterapeuta llamó a mi médico tres veces sin obtener respuesta. Por último telefoneé yo misma. Me contestó su secretaria, que me dijo en tono triste que el doctor estaba muy ocupado.

—Pero puede hacerme cualquier pregunta —añadió alegremente.

—Si quisiera hablar con una recepcionista llamaría a una —contesté—. Pero quiero hablar con un médico.

Hasta ahí llegó mi relación con ese facultativo. Su reemplazante fue una fabulosa médica amiga mía, Gladys McGarey, que me atendió muy bien. Ciertamente se preocupaba. Me visitaba en casa, incluso los fines de semana, y me avisaba si iba a estar fuera de la ciudad. Me escuchaba. Era lo que yo esperaba de un médico.

La burocracia del sistema de atención sanitaria no estuvo a la altura de mis expectativas. Me asignaron asistentes sociales que no tenían la menor intención de trabajar. Una de ellas ni se molestó en contestarme cuando le pregunté acerca de qué cubría mi seguro, y dijo que de eso podía ocuparse mi hijo. Después hubo un problema aparentemente pequeño respecto a un cojín. Una enfermera había pedido un cojín para protegerme el cóccix, que me dolía por estar sentada quince horas al día. Cuando lo trajeron, vi que cobraban cuatrocientos dólares por una cosa que no valía más de veinte. Lo devolví por correo.

A los pocos días llamaron de la compañía de seguros para decirme que no estaba permitido devolver el cojín por correo. Debía recogerlo personalmente el servicio de reparto. Iban a mandar de vuelta el maldito cojín.

—Muy bien, envíenlo —les dije—, estaré sentada en él.

No había nada divertido en la asistencia sanitaria. Dos meses después de la embolia, aunque continuaba teniendo dolores y paralizada del lado izquierdo, la fisioterapeuta me dijo que la compañía de seguros había dejado de pagar el tratamiento.

—Lo siento, doctora Ross, pero no puedo continuar viniendo. No me lo pagan.

¿Puede haber una frase más terrible que ésa desde el punto de vista de la salud de una persona? Eso ofendió mortalmente mi sensibilidad de médica. Al fin y al cabo yo había sido llamada a la medicina, había considerado un honor tratar a las víctimas de la guerra, había atendido a personas consideradas desahuciadas, había dedicado toda mi carrera a enseñar a los médicos y enfermeras a ser más compasivos, atentos y humanitarios. En treinta y cinco años jamás había cobrado ni a un solo paciente. Y entonces van y me dicen: «No me lo pagan.»

¿Es ésta la asistencia médica moderna? ¿Decisiones tomadas por una persona sentada en una oficina y que no ve jamás a sus pacientes? ¿Es que el papeleo ha sustituido el interés por las personas?

En mi opinión, todos los valores están trastocados.

La medicina actual es compleja y la investigación es cara, pero los directores de las grandes compañías de seguros y de la Organización Mundial de la Salud ganan millones de dólares al año, mientras que los enfermos de sida no pueden costearse los medicamentos que les prolongan la vida; a los enfermos de cáncer se les niegan tratamientos porque son «experimentales»; se están cerrando salas de urgencia. ¿Por qué se tolera esto? ¿Cómo es posible que se le niegue a alguien la esperanza? ¿O la atención médica?

Había una época en que la medicina consistía en sanar, no en hacer negocio. Tiene que adoptar esa misión nuevamente. Los médicos, enfermeros e investigadores deben reconocer que son el corazón de la humanidad, así como los clérigos son su alma. Su prioridad debería consistir en atender a sus semejantes, sean ricos, pobres, negros, blancos, amarillos o morenos. De verdad, créanme, se lo dice alguien a quien se le ofreció «tierra polaca bendita» como pago, no hay mayor satisfacción que ayudar a los demás.

En la vida después de la muerte, todos escuchan la misma pregunta: «¿Cuánto servicio has prestado? ¿Has hecho algo para ayudar?»

Si esperamos hasta entonces para contestar, será demasiado tarde.

La muerte es de suyo una experiencia maravillosa y positiva, pero el proceso de morir, cuando se prolonga como el mío, es una pesadilla. Nos mina las facultades, sobre todo la paciencia, la resistencia y la ecuanimidad. Durante todo el año 1996 sufrí de constantes dolores y de las limitaciones impuestas por mi parálisis. Necesito atención las veinticuatro horas del día; si suena el timbre no puedo ir a abrir la puerta. ¿Y la intimidad? Eso es cosa del pasado. Después de quince años de total independencia, me resulta muy difícil aprender esta lección. La gente entra y sale. A veces mi casa se parece a la Estación Central. Otras veces es demasiado silenciosa.

¿Qué tipo de vida es ésta? Una vida desgraciada.

En enero de 1997, cuando escribo este libro, puedo decir sinceramente que estoy deseando pasar al otro lado. Estoy muy débil, tengo constantes dolores, y dependo totalmente de otras personas. Según mi Conciencia Cósmica, sé que si dejara de sentirme amargada, furiosa y resentida por mi estado y dijera «sí» a este «final de mi vida», podría despegar, vivir en un lugar mejor y llevar una vida mejor. Pero, puesto que soy muy tozuda y desafiante, tengo que aprender mis últimas lecciones del modo difícil. Igual que todos los demás.

A pesar de todo mi sufrimiento, continúo oponiéndome a Kevorkian, que quita prematuramente la vida a las personas por el simple motivo de que sienten mucho dolor o molestias. No comprende que al hacerlo impide que las personas aprendan las lecciones —cualesquiera que éstas sean—, que necesitan aprender antes de marcharse. En estos momentos estoy aprendiendo la paciencia y la sumisión. Por difíciles que sean estas lecciones, sé que el Ser Supremo tiene un plan. Sé que en su plan consta el momento correcto para que yo abandone mi cuerpo como la mariposa abandona su capullo.

Nuestra única finalidad en la vida es crecer espiritualmente. La casualidad no existe.

40. Sobre la vida y el vivir

Es muy típico de mí tener ya planeado lo que sucederá. De todas partes del mundo vendrán mis familiares y amigos, atravesarán en coche el desierto hasta llegar a un diminuto letrero blanco que, clavado en el camino de tierra, reza «Elisabeth», y continuarán su camino hasta detenerse ante el tipi indio y la bandera suiza que ondea en lo alto de mi casa de Scottsdale. Algunos estarán tristes, otros sabrán lo aliviada y feliz que estoy por fin. Comerán, contarán historias, reirán, llorarán, y en algún momento soltarán muchos globos llenos de helio que se parecerán a E.T. Lógicamente, yo estaré muerta.

Pero ¿por qué no hacer una fiesta de despedida? ¿Por qué no celebrarlo? A mis setenta y un años puedo decir que he vivido de verdad. Después de comenzar como una «pizca de 900 gramos» que nadie esperaba que sobreviviera, me pasé la mayor parte de mi vida luchando contra las fuerzas, tamaño Goliat, de la ignorancia y el miedo. Cualquier persona que conozca mi trabajo sabe que creo que la muerte puede ser una de las experiencias más sublimes de la vida. Cualquiera que me conozca personalmente puede atestiguar con qué impaciencia he esperado la transición desde el dolor y las luchas de este mundo a una existencia de amor completo y avasallador.

No ha sido fácil esta postrera lección de paciencia. Durante los dos últimos años, y debido a una serie de embolias, he dependido totalmente de otras personas para mis necesidades más básicas.

Cada día lo paso esforzándome por pasar de la cama a una silla de ruedas para ir al cuarto de baño y volver nuevamente a la cama. Mi único deseo ha sido abandonar mi cuerpo, como una mariposa que se desprende de su capullo, y fundirme por fin con la gran luz. Mis guías me han reiterado la importancia de hacer del tiempo mi amigo. Sé que el día que acabe mi vida en esta forma, en este cuerpo, será el día en que haya aprendido este tipo de aceptación. Lo único bueno de acercarme con tanta lentitud a la transición final de la vida es que tengo tiempo para dedicarme a la contemplación. Supongo que es apropiado que, después de haber asistido a tantos moribundos, disponga de tiempo para reflexionar sobre la muerte, ahora que la que tengo delante es la mía. Hay poesía en esto, un leve drama, parecido a una pausa en una obra de teatro policíaca cuando al acusado se le da la oportunidad de confesar. Afortunadamente, no tengo nada nuevo que confesar. La muerte me llegará como un cariñoso abrazo. Como vengo diciendo desde hace mucho tiempo, la vida en el cuerpo físico es un período muy corto de la existencia total.

Cuando hemos aprobado los exámenes de lo que vinimos a aprender a la Tierra, se nos permite graduarnos. Se nos permite desprendernos del cuerpo, que aprisiona nuestra alma como el capullo envuelve a la futura mariposa, y cuando llega el momento oportuno podemos abandonarlo. Entonces estaremos libres de dolores, de temores y de preocupaciones, tan libres como una hermosa mariposa, que vuelve a su casa, a Dios, que es un lugar donde jamás estamos solos, donde continuamos creciendo espiritualmente, cantando y bailando, donde estamos con nuestros seres queridos y rodeados por un amor que es imposible imaginar.

Por fortuna, he llegado a un nivel en el que ya no tengo que volver a aprender más lecciones, pero lamentablemente no me siento a gusto con el mundo del que me marcho por última vez. Todo el planeta está en dificultades. Ésta es una época muy confusa de la historia. Se ha maltratado a la Tierra durante demasiado tiempo sin pensar para nada en las consecuencias. La humanidad ha hecho estragos en el abundante jardín de Dios. Las armas, la ambición, el materialismo, la destrucción, se han convertido en el catecismo de la vida, en el mantra de generaciones cuyas meditaciones sobre el sentido de la vida se han desencaminado peligrosamente.

Creo que la Tierra castigará muy pronto estas fechorías. Debido a lo que la humanidad ha hecho, habrá terribles terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas y otros desastres naturales jamás vistos. Debido a lo que la humanidad ha olvidado, habrá muchísimo sufrimiento. Lo sé. Mis guías me han dicho que hay que esperar cataclismos y convulsiones de proporciones bíblicas. ¿De qué otro modo puede despertar la gente? ¿Qué otra manera hay de enseñar a respetar la naturaleza y la necesidad de espiritualidad?

Como mis ojos han visto el futuro siento una gran compasión por las personas que quedan aquí. No hay que tener miedo; no hay ningún motivo para tenerlo si recordamos que la muerte no existe. En lugar de tener miedo, conozcámonos a nosotros mismos y consideremos la vida un desafío en el cual las decisiones más difíciles son las que más nos exigen, las que nos harán actuar con rectitud y nos aportarán las fuerzas y el conocimiento de El, el Ser Supremo.
El mejor regalo que nos ha hecho Dios es el libre albedrío, la libertad
. Las casualidades no existen; todo lo que nos ocurre en la vida ocurre por un motivo positivo.
Si cubriéramos los desfiladeros para protegerlos de los vendavales, jamás veríamos la belleza de sus formas
.

Cuando estoy en la transición de este mundo al otro, sé que el cielo o el infierno están determinados por la forma como vivimos la vida en el presente.
La única finalidad de la vida es crecer. La lección última es aprender a amar y a ser amados incondicionalmente
. En la Tierra hay millones de personas que se están muriendo de hambre; hay millones de personas que no tienen un techo para cobijarse; hay millones de enfermos de sida; hay millones de personas que sufren maltratos y abusos; hay millones que padecen discapacidades. Cada día hay una persona más que clama pidiendo comprensión y compasión. Escuche esas llamadas, óigalas como si fueran una hermosa música. Le aseguro que las mayores satisfacciones en la vida provienen de abrir el corazón a las personas necesitadas. La mayor felicidad consiste en ayudar a los demás.

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