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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (10 page)

Una divisa, debo subrayarlo, aprobada por primera vez el 8 de diciembre de 1955. Fiesta de la Inmaculada Concepción por más señas.

¿Casualidad?.

¿Y por qué se me hace difícil creerlo?.

CAPÍTULO 11

El campo de la estrella

Llegados a este punto, hay algo que, no por breve, quiero dejar de contar. Se trata de otra metáfora cósmica que gravita sobre tierras europeas. Y es tan grande, que antes o después deberé enfrentarme a ella como se merece.

Mientras ese momento llega, vaya por delante este «adelanto».

Son pocos los que recuerdan que Louis Charpentier, el autor de
El enigma de la catedral de Chartres
, sentó hace algo más de treinta años las bases para otro colosal interrogante. Tras haber mostrado al mundo cómo las principales catedrales góticas francesas fueron construidas imitando a la constelación de Virgo, Charpentier se tropezó con una nueva anomalía geológica: alguien había alineado ciudades y pueblos enteros a ambos lados de los Pirineos, en sendos ejes de cientos de kilómetros que transcurren por encima y por debajo del actual paralelo 42 Norte. Esos enclaves, sumados a algunos topónimos considerados sagrados, recibieron nombres emparentados con la palabra estrella. Eran, si estaba en lo cierto, dos «rutas» trazadas con una precisión sorprendente por unos remotísimos ingenieros de caminos. «Es preciso, pues, admitir, que existieron gentes que poseían una ciencia muy superior a todo lo que los prehistoriadores han podido imaginar de nuestros lejanos antepasados»
[51]
escribió al poco de efectuar su hallazgo.

La cuestión no dejaba de tener su importancia. A fin de cuentas el paralelo 42 es el del Camino de Santiago español, la ruta de peregrinación más segura en tiempos de los constructores de catedrales. Una via, por cierto, que según la tradición jamás extraviaban los fieles porque se guiaban siguiendo con los ojos el rumbo de la Vía Láctea. De las estrellas.

Y esa tesis, con razón o sin ella, lleva años obsesionándome.

En su hoy olvidada obra
El misterio de Compostela
, Charpentier aseguró que en las inmediaciones del moderno Camino de Santiago aún quedan trazas de esas dos rectas imaginarias de más de 700 kilómetros de recorrido. La más meridional arranca de un cerro conocido como Pie l’Estelle, en los Pirineos franceses, cerca de Bains du Boulou, a 42º 30' de latitud. Tras esa primera estrella continúa sobre el Puig de l’Estelle, se extiende sobre el Puig de Tres Estelles y atravesando los Pirineos, 400 kilómetros hacia el oeste, llega hasta Estella o Lizarra, que se ubica a 42º 40' de latitud. Otras poblaciones navarras, como Astráin (que Charpentier insinúa podría derivar del latín
aster
, estrella), se suman a la cadena de lugares «cósmicos» que recorre tan extraño eje. ¿Debemos hablar de casualidad o, por el contrario, Charpentier tropezó con alguna clase de «diseño geográfico» olvidado?.

La segunda línea es tanto o más significativa: es una recta paralela a la primera, situada a unos 40 kilómetros de distancia, que nace en Les Eteilles, cerca de Luzenac, a 42º 46' de latitud. De ahí pasa sobre Estillón y se extiende rumbo a Pamplona, en concreto hacia Lizárraga (cuyo topónimo emparenta Charpentier con izar, estrella en vasco), hasta desembocar en Compostela. Sin embargo, Santiago de Compostela, meca de los peregrinos del Camino, no está en la latitud precisa de 42º 46' Norte, sino a 42º 53', ligeramente desviada del «plan». Aunque ese matiz, lejos de desanimar al autor francés, lo llevó a otro descubrimiento: el único enclave que encaja a la perfección con esa recta es el Pico Sacro, que según la leyenda compostelana fue la primera morada de la tumba del apóstol.

Todas esas pistas muestran su verdadero valor cuando se estudia a fondo el origen mismo del topónimo Compostela. Las versiones hoy más aceptadas no se ponen de acuerdo en vincular ese nombre a
campo-de-la-estrella
, al
compostum
de los antiguos latinos, o incluso al
compositum
, que quiere decir cementerio. Sin embargo, existe una lectura alquímica del término que afirma que Compostela procedería de
compost
, la estrella que se forma en el crisol de los alquimistas cada vez que éstos inician su Gran Obra. Otra estrella, por tanto.

Algún día, como he dicho, me ocuparé de esto. Pero antes, y sin salir de España, subrayaré que la obsesión por esconder estrellas en tierra no fue patrimonio exclusivo de unos geógrafos prodigiosos, hoy olvidados. También ocupó a grandes genios de la historia del arte, como Velázquez.

La suya es otra de esas irresistibles metáforas estelares.

CAPÍTULO 12

Retrato mágico de la infanta Margarita

Diego Velázquez, el genio supremo de los pintores del Siglo de Oro español, debió de llevarse a su tumba un buen puñado de secretos. Al menos eso creyeron los cortesanos que, tras su muerte, entraron en tropel en sus estancias del Alcázar de Madrid para hacer inventario de sus bienes.

Lo que allí encontraron los dejó mudos de asombro: aquel pintor de cámara y aposentador del rey, al que la torpe crítica posterior consideró un hombre inculto, manejó en vida una buena biblioteca de temas astronómicos y astrológicos. Su tesoro incluía obras en latín, italiano y español sobre matemáticas, filosofía o mitología, así como un pequeño arsenal de «anteojos de larga vista» que debieron de proporcionarle horas de silenciosa contemplación de las estrellas. Por un instante, para aquellos mediocres el retratista de Felipe IV se desveló como un ávido lector de obras complejas. Libros como la
Suma astrológica
de Antonio de Nájera (1632) o la
Isagogica astrologiae judiciarae
de Juan Tarnier (1559), descansaban en sus anaqueles.

¿Cómo era posible?.

¿Por qué el sevillano les había ocultado a todos aquellas lecturas?.

Nadie, desde luego, quiso dar al descubrimiento la importancia que tenía. Tal vez temieron que el Santo Oficio desprestigiara a un caballero de la Orden de Santiago enterrado en suelo santo. De hecho, hasta 1925 no se publicó el catálogo completo de sus posesiones
[52]
y los críticos demoraron siglos en considerar la enorme influencia que esos libros tuvieron en su hoy famosa obra pictórica.

Todavía hoy muchos de ellos se resisten a concedérsela.

Las Meninas, ¿una obra leve?

Es triste. Pero en el Museo del Prado nadie entra a valorar lo que el genio sevillano ocultó en sus obras. En especial, en la más famosa de todas ellas:
Las Meninas
.

En abril de 2004 traté de recabar los permisos necesarios para filmar esa obra para un programa de Telemadrid que entonces dirigía. Quise obtener allí mismo la opinión de sus conservadores, pero todo fueron trabas. Nadie quiso dar una opinión que contraviniera la visión más extendida del artista, ni hablar ante las cámaras de su evidente afición a las hoy denostadas «ciencias ocultas».

Para ellos,
La familia de Felipe IV
—que es como se conoció a Las Meninas hasta bien entrado el siglo XIX— fue el producto de una simple casualidad, de una «anécdota leve». La mayoría de los libros de arte describen una historia ingenua, casi un cuento para niños, para explicar la génesis del cuadro. Dicen que mientras Diego Velázquez retrataba en una de las salas del Alcázar al rey Felipe y a su esposa Mariana de Austria, la hija de ambos, la infanta Margarita, irrumpió en el estudio seguida de sus damas de compañía. La infanta estaba sofocada y María Sarmiento —la menina de la izquierda—, le acercó un búcaro de barro con agua fresca. Al otro lado, un grupo de personajes contemplaban absortos la reacción de los reyes, a quienes puede verse reflejados en el espejo que cuelga al fondo del salón.

Velázquez, pues, inmortalizó una escena doméstica, íntima, sin trascendencia aparente.

Sin embargo, hoy podemos afirmar que su obra no fue un mero divertimento, ni tampoco fruto del azar. Don Diego eligió para plasmarla un enorme lienzo de 3,18 X 2,76 metros, y cuidó su composición hasta en los más pequeños detalles. Concebida para los aposentos privados de la familia real, la obra, además, contenía un pequeño secreto. Un misterio sólo comprensible atendiendo a la época en la que fue pintada, y que comenzaría a desvelarse en 1973. De eso hace ya más de treinta años.

—Lo descubrí por casualidad en mi casa de veraneo de Terrelodones —me explicó el ingeniero de caminos y miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Ángel de Campo y Francés.

A sus noventa y dos años, lúcido y brillante, don Ángel todavía recordaba, en el verano de 2006, su hallazgo con emoción.

—Había dedicado muchas horas al estudio de la perspectiva en las obras de Velázquez, y estaba obsesionado con
Las Meninas
. Sólo lograba distraerme mi afición a la astronomía. En nuestra casa de la sierra de Madrid tenia un pequeño observatorio, con el que miraba las constelaciones del cielo de verano. Una de aquellas noches, me di cuenta de algo.

Ángel del Campo descubrió que existía cierta relación geométrica entre una de esas constelaciones y la disposición de los personajes principales de
Las Meninas
. Los mejor iluminados —esto es, el autorretrato del pintor, la menina Sarmiento, la infanta Margarita, la menina Isabel de Velasco, y el hombre de la puerta del fondo, el aposentador de la reina, José Nieto—, estaban dispuestos siguiendo el mismo orden que las estrellas de la constelación Corona Borealis. Es éste un semicirculo estelar situado en el hemisferio norte, integrado por cinco grandes estrellas y otras menores.

—Me di cuenta de que había descubierto algo importante cuando supe que la mayor de las estrellas de esa constelación se llamaba
Margarita Coronae
. ¿Lo ve?. ¡Margarita!. ¡Como la protagonista de
Las Meninas
!.

Su hija, Mayte del Campo, profesora de historia del arte, lo recordaba bien:

—Mi padre salió como una exhalación de su estudio. Tenía dibujado en el rostro el
Eureka
! de Arquímedes.

—Velázquez lo hizo a propósito. No fue una casualidad —matiza de inmediato Ángel del Campo—. Disfrazó el trazado de esa constelación en los personajes de su obra, ubicando a la hija de Felipe IV en el lugar exacto que hoy ocupa la estrella Margarita.

El hacedor de talismanes

Pero nuestro pintor sevillano aún ocultó algo más.

Según don Ángel, Velázquez incluyó en
Las Meninas
un segundo perfil astrológico. Y es que, si se cierra el círculo imaginario que apuntan los personajes de Corona Borealis, y se extraen de él dos trazos más que unan, por un lado, las cabezas de los dos personajes del fondo —Marcela de Ulloa, dama de compañía de la infanta, y Diego Ruiz de Anconal que charla con ella y por otro a los enanos Maribárbola y Nicolasito, junto al mastín, el resultado es… ¡el símbolo astrológico de Capricornio!.

Ni Velázquez, ni el rey, ni la infanta Margarita fueron nativos de ese signo. Entonces, ¿a quién aludía el signo?. Según dictaminó Del Campo en su estudio
La magia de las Meninas
, a Mariana de Austria. En 1656, fecha de elaboración de esta obra, toda la corte estaba pendiente de que la reina pariera un hijo varón sobre el que descansar la continuidad dinástica. Antes de nacer Margarita, la esposa del rey había sufrido ya dos abortos. Es más: en 1655 había concebido a una niña epiléptica que murió al poco de nacer y en agosto del año siguiente había perdido a un segundo bebé, que no sobrevivió ni veinticuatro horas al alumbramiento. Así pues, en diciembre, fecha de su vigésimo segundo cumpleaños, la esposa de Felipe IV estaba preparada para intentarlo de nuevo.

Ángel del Campo, en un prodigioso alarde técnico,
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estudió la luz del cuadro y determinó en qué día exacto fue esbozada la obra. Para él fue sencillo: sabiendo que el salón de Las Meninas estuvo situado en la esquina sudeste de la planta baja del antiguo Alcázar de Madrid, dedujo gracias a la influencia de la luz y a sus suelos cubiertos de esteras —algo propio del invierno castellano—, la fecha y hora en la que Velázquez inmortalizó su escena: el 23 de diciembre de 1656, a las 17 horas. Exactamente, el cumpleaños de la reina.

Su hallazgo dio un nuevo sentido a la presencia oculta de Capricornio en
Las Meninas.
El dibujo del signo zodiacal de la reina era el mejor talismán que el pintor podía ofrecerle para que consumara los planes dinásticos. Era un amuleto para propiciar su fertilidad. Para superar esa lucha entre la vida y la muerte, representadas por la menina de la jarra de agua —en tanto símbolo de Hebe, hija de Zeus y sinónimo de vida y juventud—, y el caballero de la puerta —cuyo umbral simbolizaría el paso al otro mundo.

Pero por desgracia, como sabe la Historia, aquel talismán le serviría de bien poco. Su hijo Carlos II, heredero al fin de Felipe IV, no sólo marcaría el final de una dinastía, sino que pasaría a la posteridad con el sobrenombre de
el Hechizado.

Debo repetirlo una vez más: aquí nada es azar.

TERCER DESTINO: LOS ENIGMAS DE LA FE.

El intento de reunir el alma con Dios sólo perpetúa la ilusión de que los dos se encuentran separados.

Ken Wilber,
La experiencía mística
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CAPÍTULO 13

La médium azul del rey

A Felipe IV lo conocía bien.

Estudié su vida mientras documentaba mi primera novela,
La dama azul
. Y su profundo apego a creencias que hoy consideraríamos irracionales me sorprendió. Tal vez fueron los difíciles momentos que atravesó su reinado a partir de 1640, con la sublevación de territorios antes fieles como Cataluña y Aragón, y la posterior guerra contra Francia, lo que llevó a aquel monarca a confiarse a lo sobrenatural, a la Divina Providencia. Los cuidados astrológicos de Velázquez no eran suficientes para él, así que en aquellos «años de ceniza» entregó sus decisiones a dictados del más allá.

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