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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (6 page)

Apenas la tuve frente a mis ojos, comprendí por qué aquella roca llevaba años levantando ampollas entre ciertos historiadores. Se sabe que está ahí al menos desde 1800, cuando los indios llamaban al lugar «el barranco de las escrituras extrañas». Sus apenas 2 metros cuadrados de superficie todavía exhiben un texto de nueve líneas y 214 caracteres de origen semítico. Y eso era lo extraño. Me encontraba a un palmo de una mezcla arcaica, a mitad de camino de los alfabetos fenicio, cananita y hebreo, que había dejado de usarse hacia el año 1000 a. J.C. Pero qué hacia
eso
allí?. ¿Databa la inscripción de esa época?. ¿Y quién pudo haberla grabado con tanta meticulosidad en una piedra en medio de ninguna parte?.

El primer científico que recorrió el mismo sendero de polvo que acababa de dejar atrás, llegó en 1949. Fue el doctor Robert H. Pfeifer, del Museo Semítico de la Universidad de Harvard. Él copió y tradujo por primera vez aquellas misteriosas letras. Y regresó a su despacho embargado por la sorpresa: según él, esas nueve líneas contenían ¡un resumen de los diez mandamientos que Moisés recibió de Yahvé en el desierto del Sinaí, a más de 15.000 kilómetros de distancia de Los Lunas!.

Tras Pfeifer, Frank Hibben, profesor de antropología de la Universidad de Nuevo México, también trató de explicar cómo pudo llegar algo así en la ribera de uno de los afluentes del río Grande: probablemente, dijo, aquellos trazos fueron esculpidos en roca por alguna de las peregrinaciones mormonas de finales del siglo XIX. Por ese incluían fragmentos del
Talmud
hebreo. usados por éstos en aquel tiempo.

Sin embargo, su explicación no satisfizo a casi nadie y enseguida estalló la polémica. Analistas mormones de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los últimos Días venidos de Utah ex profeso, desecharon la hipótesis de la peregrinación mormona. Concluyeron que aquellos trazos parecían demasiado frescos. Ignoraban que para cuando ellos llegaron, éstos habían sido repasados una y mil veces por estudiosos y exploradores para la obtención de placas fotográficas nítidas de los signos. Una práctica nefasta aún vigente en 1994, cuando yo mismo visité el lugar.

¿Hebreo o navajo?

En 1964, la historia de la «roca de las inscripciones» atrajo a un juez de Alburquerque llamado Robert La Follette. La ciudad más importante de Nuevo México se encuentra a tan sólo 45 kilómetros de la piedra, así que no te fue demasiado gravoso retomar el asunto y tratar de traducir los signos… una vez más, Tras determinar que la mayoría eran de origen fenicio, asignó a cada uno un valor fonético que dio como resultado un texto que se asemejaba mucho al dialecto original empleado por los indios navajo.

Fue un primer paso.

LaFollette ignoraba que ya en 1607, el gran inquisidor dominico fray Gregorio Garcia, en su obra
Origen de los indios del Nuevo Mundo
, sugirió que los fenicios habían influido en la lengua y las costumbres de los pueblos nativos americanos. Según fray García, éstos fueron consumados navegantes y mantuvieron su desembarco en aquellas tierras rodeado del más impenetrable de los secretos. Y como él, cronistas como Gómara, Alonso de Zamora o jerónimo de Mendieta concluyeron que los indios hablaban, en efecto, una especie de «hebreo corrupto». ¿Era, pues, la lengua navajo un vestigio perdido del idioma de Abraham?.

El juez LaFollette lo consultó con un intérprete navajo. El resultado de sus averiguaciones no hizo sino echar más leña al fuego: según él, la roca no contenía texto religioso alguno, sino la crónica puntual de un viaje épico realizado en tiempos precolombinos. Ver en la roca de Los Lunas una especie de «mapa de Vinlandia» pétreo enseguida chocó contra algunos grupos de creyentes que ya habían sacralizado la roca. Y por desgracia para ellos, su tesis pronto se vio respaldada por Dixie L. Perkins, experta traductora de textos cuneiformes latinos y griegos que no tardó en subrayar el origen greco-fenicio del texto… y su contenido laico.

Tras detectar algunas peculiaridades gramaticales características de la zona mediterránea de Chipre, alrededor del siglo IV a. J.C., la señora Perkins se centró en un cuidadoso proceso de traducción que culminó en una versión épica de aquellos grabados. «He venido a este lugar para quedarme», comienza diciendo la roca, para proseguir con el relato de un marino de educación griega llamado Zakymeros, que llegó al corazón de Nuevo México remontando el río Grande.

Ignorada por la Historia

Ha pasado mucho tiempo desde que hinqué mis rodillas frente a la «roca de las inscripciones» para examinar sus letras, y aún no deja de sorprenderme la pavorosa indiferencia que han mostrado los medios académicos ante esa «pieza». Abandonada a su suerte en una región infestada de yacimientos arqueológicos indios, la «roca del misterio» sigue perdida, sin señalizar ni proteger, en medio de un mar de arenas y montañas pedregosas.

Tal vez los responsables de ese desaguisado sean quienes la tacharon de simple falsificación. Sin embargo, como hizo notar Jack Kutz,
[32]
uno de los pocos «historiadores» que hoy se interesan por la roca, no es probable que en 1880 nadie hubiera grabado unos signos así en aquella dura y remota piedra basáltica, haciendo alarde de una escritura desaparecida hace más de dos mil años y corriendo el riesgo de que su pequeña obra de arte no se encontrara jamás.

Pero ¿de qué me sorprendo?. ¿Acaso la Historia —con su inmerecida H mayúscula— se ha ocupado alguna vez de los «pequeños» indicios?.

SEGUNDO DESTINO: METÁFORAS CÓSMICAS.

Ahora sabemos que la astrología dotó a los hombres de una
lingua franca
a lo largo de los siglos. Pero es esencial que admitamos también que, en un principio, la astrología necesitó de conocimientos astronómicos.

Giorgio Di Santillana y Hertha Von Dechend,
Hamlet`s Mill
[33]

CAPÍTULO 7

El código perdido de
La Ilíada

Me centraré en otra de esas «pequeñeces».

Hace mucho, mucho tiempo, cuando pocos hombres conocían la escritura y no existían los libros tal como los conocemos hoy, los reinos griegos del Sur se movilizaron como jamás lo habían hecho antes. Un formidable ejército de guerreros pertrechados de impresionantes máquinas de guerra viajó desde el Mediterráneo hasta las riberas del mar Negro para sitiar la ciudad de Troya. Aquellos soldados la llamaban Ilión.

La suya era una misión de honor. Y su gesta seria recogida por un sabio hasta entonces desconocido en un poema de ciento cincuenta mil palabras, que durante los cuatrocientos años siguientes sólo se transmitió de boca a oído.

No debió de ser fácil para los discípulos de Homero memorizar los 24 cantos del maestro. En sus 15.690 versos se describía cómo la bella Helena, esposa del rey Menelao de Esparta, fue secuestrada por Paris, hijo del rey de Troya, y llevada cautiva hasta su ciudad. Los espartanos, ultrajados, armaron sus poderosas tropas para una guerra sin cuartel que enfrentaría a 45 regimientos griegos y troyanos. Homero describió sus combates con todo lujo de detalles, inmortalizando los nombres de no menos de seiscientos cincuenta guerreros, a los que retrató con trazos certeros y coloristas.

Los historiadores consideraron su Ilíada una mera leyenda hasta que en 1869 el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann descubrió los restos de varias ciudades, unas sobre las otras, bajo una colina cercana a Hissarlik, en la actual Turquía. Su hallazgo dio a la Historia una lección fundamental: no había que desestimar nunca, por insignificante que pareciera, la información contenida en un mito.

La Troya cósmica

Justo eso debió de pensar una joven aficionada a la astronomía llamada Edna Johnston Leigh, cuando en 1943 comenzó a leer
La Ilíada
. Trece años antes, en 1930, el hijo de un granjero de Kansas vecino suyo, Clyde Tombaugh, se convirtió en una celebridad internacional al descubrir el planeta enano Plutón. Nació así una vocación que Edna se llevó al Reino Unido cuando se casó con un piloto de la RAE Cada Fin de semana, Edita dejaba su piso de Londres para viajar a Bolton, cerca de Manchester, y reunirse allí con la familia de su marido. En sus horas de tren, leía a Homero. Y un día, inesperadamente, algo la sobresaltó.

En el libro segundo de
La Ilíada
, Homero describía de forma pormenorizada los 45 regimientos griegos que asediaron Troya. Era una enumeración pesada, que rompía el ritmo del relato, pero que para el poeta parecía fundamental. De repente, Edna recordó otra de sus lecturas clásicas: un poema de Aratus, discípulo de Platón que hacia el 270 a. J.C., redactó un texto titulado
Phaenomena
. En él, Aratus enumeraba las 45 constelaciones conocidas del firmamento. ¿45?.

¿Como los regimientos en combate?.

¿Era aquello una mera coincidencia?.

¿Y si había tropezado con algo importante?.

¿Acaso un código astronómico oculto?.

Al remover libros y artículos de viejas revistas, Edna supo que la sospecha de que la Ilíada encerraba alguna información en clave era muy antigua. Varios traductores de Homero al inglés habían hecho públicas sus dudas al respecto. Alexander Pope, por ejemplo, en el prefacio a su versión de 1715, ya insinuaba que existían «innumerables conocimientos, secretos de la naturaleza y de la filosofía»
[34]
encerrados en sus páginas. Incluso en pleno siglo XX, W. F. Jackson Knight, en un ensayo sobre las múltiples lecturas que ofrecía la epopeya de Homero, afirmaba que sus alegorías ocultaban por fuerza una ciencia y una filosofía de elevado nivel, basada en las técnicas griegas de observación de la naturaleza.
[35]

¿A qué ciencia se referían?.

Edna Johnston creyó que era astronomía.

El trabajo para demostrarlo le llevó toda la vida, hasta su muerte en 1991. Por suerte, su hija Florence y su yerno Kenneth Wood rescataron sus notas y publicaron en 1999 un ensayo en el que pusieron orden a sus descubrimientos. Florence, profesora de matemáticas, recordaba vagamente los viajes de su madre a Grecia y Delfos al terminar la segunda guerra mundial, y su obsesión por aquellos 45 ejércitos griegos equiparables a constelaciones.

Pero aquello fue sólo el principio.

Edna Johnston determinó que bajo el texto homérico subyacía un código astronómico mucho más complejo. Así, cuando Homero citaba a guerreros por su nombre, en realidad se estaba refiriendo a estrellas destacadas del firmamento. Bajo esa óptica, Aquiles terminó siendo una metáfora que enmascaraba a Sitio, en la constelación del Can Mayor; Odiseo, la estrella Arturo en la del Boyero; Menelao, el de la cabellera bermeja, se asimilaba a Antares, la estrella roja de Escorpio; o Agamenón, el rey que levantó la célebre puerta de los leones de Micenas, a la estrella Regulo, de Leo. De hecho, cada una de las acciones de esos hombres —desde su irrupción en escena hasta su muerte— podía seguirse a través del movimiento de las estrellas en el Firmamento nocturno griego. ¡Y aquello ya no eran meras coincidencias!.

El drama está ahí arriba

La técnica desarrollada por Edna Johnston era ingeniosa: cada vez que descubría en La Ilíada una frase digna de ser interpretada astronómicamente, abría una ficha y comprobaba en los catálogos estelares si se produjo alguna vez un acontecimiento similar. Fue así como tropezó con algo inesperado: Homero —y con él, toda la civilización griega conocía sin duda un movimiento de la Tierra llamado precesión.

Debo detenerme a explicar esto: todos sabemos que la Tierra se mueve alrededor del Sol describiendo dos movimientos muy conocidos. Uno, el de rotación, es el que desarrolla sobre su propio eje completando una vuelta completa cada veinticuatro horas y dando lugar al fenómeno del día y la noche. Y otro, de traslación, en el que el planeta consuma una órbita alrededor del Sol cada trescientos sesenta y cinco días y da pie a los años. Sin embargo, tuvieron que pasar siglos antes de que se descubriera un tercer movimiento, más complejo, oculto, llamado precesión. Éste se produce porque el eje de la Tierra no es exactamente una línea vertical, recta, sino que está inclinado unos 23 grados respecto al plano, y hace que nuestro mundo dé vueltas en el Universo como si fuera una peonza. Esa inclinación provoca que las estrellas no estén tampoco fijas en el firmamento, sino que cada cierto tiempo desaparecen en el horizonte para volver a reaparecer, completando un largo ciclo de idas y venidas de 25.776 años.

Según Edna Johnston, Homero lo sabía. Y escribió su
Ilíada
para transmitir el drama del cambio de cielos que experimentó el mundo antiguo, entre el cuarto y el octavo milenio antes de Cristo. En especial, el relevo producido en las llamadas «constelaciones helíacas». Esto es, aquellas que nuestros antepasados contemplaban justo antes del nacimiento del Sol en sus solsticios o equinoccios.

Aquellas estrellas, fundamentales para determinar el inicio de las estaciones, eran objeto de especial veneración en el pasado. Si algo cambiaba en los cielos, supuestamente inmutables, era lógico que cundiera la alarma. Y Homero disfrazó esa preocupación en su épica.

La forma que el autor de La Ilíada tuvo de introducir sus observaciones respecto a la «desaparición» y surgimiento de nuevas estrellas helíacas fue mediante el relato de la muerte o victoria de un guerrero. Así, si Menelao de Escorpio era atacado por Pandaro de Sagitario, y éste moría en la refriega, quería decir que la constelación de Escorpio había sustituido a la de Sagitario en el amanecer de los equinoccios, Lo curioso es que eso, en efecto, sucedió. Pero no hacia el 800 a. J.C., cuando se compuso La Ilíada, sino hacia el 4400 a. J.C.

¿Tuvo Homero acceso a archivos astronómicos tan remotos?.

Más llamativa aún es la metáfora del regreso de Aquiles al campo de batalla. Para Johnston, sin duda era el reflejo de algo impactante: la reaparición de la estrella más brillante del firmamento, Sitio, ¡en el 8700 a. J.C.!. Ese astro había desaparecido por culpa de la precesión hacia el 15000 a. J.C.

¿Cómo se hizo Homero con esos datos?.

Aunque los arqueólogos han desenterrado ya la Troya histórica, no han dado todavía con los restos de la guerra descrita por el poeta. Tal vez no ocurriera nunca. Homero comenzó a describirla en su décimo año y su libro termina sin dar cuenta de la caída de la ciudad. Si todo fuera una gran metáfora cósmica, se entendería al fin esa falta de evidencias arqueológicas. La «guerra de Troya» sólo existió en los cielos.

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