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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (2 page)

Aquello era un sinsentido de proporciones colosales.

Inocencio VIII, genovés, de nombre secular Giovanni Battista Cybo, dirigió el rumbo de la Iglesia entre 1484 y finales de julio de 1492. Falleció de fuertes dolores abdominales y fiebres
una semana antes
de que Cristóbal Colón zarpara del puerto de Palos, el 3 de agosto de aquel año. Así pues, ¿cómo era posible que su epitafio, inscrito en mármol negro y expuesto a los ojos de todo el mundo, asegurara que el mérito del descubrimiento de América fue suyo?.

Ahí, definitivamente, había un misterio para mí. El mismo destino que me había burlado en Jerusalén había vuelto a ponerme tras una buena pista.

Esta vez llegué a ella gracias a los buenos oficios de Ruggero Marino, un periodista de Il Tempo de Roma que en 1997 publicó un librito titulado Cristoforo Colombo e il Papa tradito
[3]
Marino, un lombardo afable y comunicativo, se obsesionó tanto con aquel aparente anacronismo que compartió sus pesquisas con cuantos quisieran escucharlo. Y yo, naturalmente, fui uno de ellos.

No estábamos ante un enigma cualquiera, sino frente a uno inscrito en la tumba funeraria de un papa. Un misterio que, curiosamente, alberga otro más grabado en la misma losa sepulcral. En efecto: bajo la estatua triunfante del pontífice se lee también
Obit an. D. ni MCDXCIII
. «Muerto en el año del Señor de 1493».

¿1493?

Pero ¿no murió Inocencio VIII en el verano de 1492?. ¿Estaba ante otro de esos inexplicables malentendidos históricos que tanto me exasperan?. ¿O tal vez, como parecía más plausible, ante un desliz intencionado?. Y de ser así, ¿con qué objetivo se incluyó un error como ése ante los ojos de todo el mundo?.

De algo estaba seguro: en 1493 ya era papa el español Alejandro VI, Rodrigo Borgia, y su gobierno impulsó como ninguno las aspiraciones de los Reyes Católicos en América, ¿Quién, entonces, y por qué, quiso borrar un hecho así del lugar de eterno descanso de su predecesor en el Trono de Pedro?.

La cruzada secreta

—Tal vez el misterio de esa tumba, y de paso, del que rodeó la empresa de Cristóbal Colón, se entienda mejor si se estudian las obsesiones del papa Cybo.

Ruggero Marino, con quien me reuní por última vez en febrero de 2006 en Madrid, no dejó que le preguntara por las angustias pontificias. Comenzó a desglosarme sus descubrimientos con el entusiasmo de un colegial:

—En el verano de 1490 —me explicó—, Inocencio VIII estaba preocupado por el imparable avance de los musulmanes en el Mediterráneo. Constantinopla había caído en sus manos en 1453. Aquello fue una catástrofe para la cristiandad, que no se detuvo allí, En 1480, mucho más cerca de Roma, en Otranto, en el «tacón» de Italia, los turcos habían degollado a ochocientos cristianos en una playa. Había que poner freno a esos avances, y la única fórmula eficaz era armar una cruzada que neutralizase al enemigo y reconquistase Tierra Santa.

—Pero en 1490 no se organizó ninguna cruzada —objeté, consultando mis cronologías del siglo XV.

—En realidad, sí hubo una… aunque fracasó antes de ponerse en marcha.

Ruggero Marino, muy serio, añadió:

—Lo que pocos recuerdan es que el papa Inocencio diseñó un plan que dividía Europa en tres grandes ejércitos. Uno a cargo de los Estados Pontificios, otro que agruparía a Hungría, Germania y Polonia, y un tercero con el concurso de España, Francia e Inglaterra. Pero la inesperada muerte del rey de Hungría echó al traste el proyecto justo antes de reunir a las tropas.

Según me explicó Marino aquella tarde, pese a aquel contratiempo Inocencio no abandonó jamás su propósito, y ocupó sus siguientes dos años en organizar las finanzas con las que poner en marcha su reconquista de Jerusalén. Necesitaba oro, y en grandes cantidades, Pero ¿de dónde iba a sacarlo?. ¿Y con la ayuda de quién?.

Es en ese escenario en el que aparece el futuro Almirante de la Mar Océana. Según apunta Marino en su último ensayo
Cristóbal Colón, el último de los templarios
,
[4]
el Papa acudió a otro genovés para recaudar las finanzas necesarias con las que pagar su cruzada. Un genovés, como él, imbuido de su mismo espíritu mesiánico, y convencido de servir a un propósito superior.

—En el ambiente de la época flotaba la idea de que el inminente Año Jubileo de 1500 sería el momento perfecto para tomar los Santos Lugares. Y es probable que Inocencio viera en Colón al hombre perfecto para semejante empresa —me aseguró Marino.

De acuerdo con su tesis, el papa Cybo, el mismo que había dado el nombre de «católicos» a los reyes de Castilla y Aragón, fue quien abrió a Colón el camino hasta los monarcas españoles y favoreció la hazaña del Descubrimiento.

—Visto así —añadió—, el epitafio de Inocencio VIII cobra pleno sentido. ¿No crees?.

Ruggero Marino sonrió pícaro. Estaba a punto, de saber que el italiano aún se guardaba un as en la manga:

—Sé que lo que voy a decirte es polémico —advirtió—. Pero creo poder demostrar que la razón por la que el papa confió en Colón para este empeño, fue porque ambos estaban emparentados. Colón pudo ser un hijo ilegítimo de Cybo.

La sorpresa me paralizó.

—Varios elementos apuntan en esa dirección. Por ejemplo, el desconcertante parecido físico que existe entre ciertos retratos antiguos de Colón y los poquísimos del papa Inocencio que conservamos. Además, este papa fue de ascendencia judía, sobrino de sarracena y de abuela musulmana. De ser descendiente suyo, Colón tuvo, sin duda, fundados motivos para ocultar sus raíces, como así hizo.

Y añadió:

—Esto también explica por qué embarcaron tantos genoveses en el primer viaje de Colón. Y por qué bautizaron como Cuba la primera tierra que pisaron. Aunque parezca de origen indígena, ese vocablo deriva de Cybo, el apellido secular del Papa que a su vez procede de Cubos o Cubus.

Las profecías de Colón

—Entonces, ¿en qué quedó el proyecto de cruzada del papa Cybo? —acerté a preguntarle, atónito ante sus revelaciones.

—La respuesta debes buscarla en la Biblioteca Colombina, en Sevilla. Allí se conserva el único libro de puño y letra de Colón que ha llegado a nuestras manos: su
Libro de profecías
. Investígalo.

Lo confieso. Aquel desapacible atardecer de febrero, sentados frente a un café hirviendo en un bar del centro de Madrid, Ruggero Marino abrió ante mi una auténtica caja de Pandora. Comprobé que, en efecto, la Biblioteca Colombina, que se encuentra dentro de los Archivos de la catedral de Sevilla, custodia aún hoy esa joya bibliográfica encuadernada en pergamino, de 70 hojas —originalmente fueron 84—, escrita por el mismísimo Cristóbal Colón. Su contenido, además, despejó algunas de mis dudas. Una de sus primeras frases definía el propósito del libro y daba la razón a la visión «cruzada» de Marino:

Comienza el libro o colección de autoridades, dichos, sentencias y profecías acerca de la recuperación de la Santa Ciudad y del monte de Dios, Sión, y acerca de la invención y conversión de las islas de la India y de todas las gentes y naciones, a nuestros reyes hispanos.

Este texto, que inexplicablemente no se publicaría hasta 1984, y que aún hoy es muy difícil de encontrar en librerías, esboza un retrato del Almirante inédito. O mejor aún: su autorretrato como cruzado. Su
Libro de las profecías
desgrana el perfil de un hombre erudito, un fanático coleccionista de citas bíblicas que según él prefiguraban su propia gesta, y un perfecto convencido de la importante misión que el destino había puesto en sus manos. Quizá por eso firmó todas sus cartas con el misterioso anagrama «Christo Ferens», que es la forma grecolatina de Cristóbal, y que significa «Portador de Cristo». Y, quizá también, llevado por ese espíritu de conquista, fue por eso que cosió tres enormes cruces templarias en los velámenes de las naos de su primer viaje. ¿O eso se debió a que los misteriosos caballeros de la cruz paté fueron los primeros en informar a Roma de la existencia de las nuevas tierras americanas, allá por el siglo XIII?.

—Sea como fuere —me explicó Ruggero, que conocía tan bien como yo los rumores que hablaban de templarios en América—, Colón zarpó de las playas onubenses sintiéndose tan cruzado como aquellos caballeros del Temple que se hicieron con el corazón de Jerusalén tres siglos antes.

Mi encuentro con él me dejó una sola duda. Un interrogante enorme y de graves consecuencias históricas: ¿de dónde sacaron entonces Colón y el papa Cybo la certeza de que más allá de las Columnas de Hércules iban a encontrar la ruta hacia el oro que necesitaban?. ¿De los templarios?. ¿Acaso de navegantes judíos, como han especulado otros?.

La búsqueda de una respuesta a esa incógnita terminaría llevándome muy lejos. Y mi primera parada iba a ser a orillas de la vieja Constantinopla.

CAPÍTULO 2

El mapa del fin del mundo

Fue en agosto de 1998 cuando puse pie en Estambul con el Firme propósito de investigar la historia de uno de los mapas más curiosos del mundo. Mi objetivo era un portulano de cinco siglos de antigüedad que, de aceptarse lo que contaban sus inscripciones, nos obligaría a reconsiderar cómo se produjo el descubrimiento de América.

El atlas en cuestión, fechado en 1513 y dibujado sobre una piel curtida de gacela de apenas 90x65 centímetros, todavía describe en detalle las costas atlánticas de España y Portugal, el cuerno de África, y buena parte de Centro y Sudamérica. Pese a que también incluye los perfiles de islas como las Maldivas, que no se cartografiarían hasta 1592, o marca el nacimiento del rió Amazonas en los Andes, circunstancia ignorada a comienzos del siglo XVI, ésos son, realmente, los menores de sus enigmas.

Hoy, tan misteriosa «carta de marear» es, además, razonablemente famosa. Novelas como
El origen perdido
, de Matilde Asensi,
[5]
la convirtieron en un icono popular a principios de esta década, y yo mismo me ocupé de ella en un trabajo anterior,
En busca de la Edad de Oro
.
[6]
Sin embargo, pese a mi insistencia en que ese mapa esconde una pieza importante de la historia del Descubrimiento de América, pocos saben que fue pergeñada por un navegante turco llamado Muhiddin Piri lbn Aji Mehmet, más conocido como Almirante Piri o Piri Reis, y concebida como un regalo para el entonces sultán otomano de Egipto.

Piri Reis nació en la actual Gallipoli, el puerto más famoso de Turquía en el siglo XVI. Sus astilleros eran la envidia de Europa. Allí se fabricaban los mejores barcos del momento, y desde la Edad Media disponía de una magnífica área residencial para los capitanes de las grandes flotas. En su juventud, Piri recorrió desde allí todas las costas del Mediterráneo y del Egeo, incluidas las españolas, levantando acta precisa de cuanto encontró a su paso. Ayudó a su tio Kernal Reis a evacuar a los musulmanes expulsados de Granada por los Reyes Católicos, y participó con él en decenas de asaltos a barcos cristianos.

Además, fue un magnífico cartógrafo. Un dibujante agudo y excepcional que tenía una obsesión particular: en sus mapas siempre anotaba cuanta información útil pudiera recabar durante sus escaramuzas de corsario. De hecho, fue así como concibió su obra
Bahriye
(«De la Navegación»), un libro de 209 capítulos e ilustrado con 215 mapas, que abarca desde Dardanelos a Gibraltar, y en el que ofreció detalles de tanta precisión que sirvieron a los navegantes turcos durante siglos.

Pese a todo, ninguno de aquellos mapas alcanzaría en nuestros días la fama del atlas que regaló al sultán de Egipto. Hoy se lo considera una auténtica gloria nacional turca. Aparece en los billetes de 10 liras nuevas (unos 4,7 euros); varias paredes en Estambul lo reproducen en piedra o azulejo, y con frecuencia ilustra los carteles publicitarios de las oficinas de turismo del país. Tanta fama se la debe a Mustafá Kemal Atatürk, padre de la moderna y laica Turquía, ya que fue durante su mandato cuando se encontró el mapa —o mejor, la mitad occidental del mismo— entre los escombros de los entonces abandonados palacios del Topkapi.

De hecho, en 1929, Atatürk «adoptó» como propio aquel descubrimiento y lo convirtió en uno de los símbolos de su emergente república. Y tuvo éxito: no hay libro de mapas que aborde la cartografía del Nuevo Mundo que no lo incluya en un lugar de honor. Y con toda lógica. Mucho antes de que los cartógrafos europeos se ocuparan de dibujar los detalles de América, un turco lo había hecho con una precisión asombrosa. La cuestión es ¿cómo lo hizo?.

Por increíble que parezca, un documento tan manido como este mapa todavía esconde una bomba de relojería para los americanistas. Piri Reis, el hombre que lo pintó, se cuidó mucho de contar la historia de su atlas en el largo texto que escribió sobre el perfil continental americano. Allí, cerca de la actual Cuba, insertó una frase explosiva:

Estas costas reciben el nombre de playas de las Antillas. Fueron descubiertas en el año 890 del calendario árabe, y se cuenta que un genovés infiel, de nombre Qulünbü (Colón), fue quien halló estos lugares.

La dinamita había quedado a la vista de todos, aunque casi nadie se ha fijado en ella hasta ahora: aquel «año 890 del calendario árabe» es una fecha anacrónica. Otra más en la curiosa historia secreta del Descubrimiento. Se corresponde con el año 1485 del calendario cristiano. Y en 1485 faltaban siete años para que un europeo pusiera pie al otro lado del Atlántico. ¿Estamos, pues, ante un error del cartógrafo turco?. ¿Se equivocó Piri Reis al adelantar la fecha del Descubrimiento?.

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