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Authors: Javier Sierra

La ruta prohibida (11 page)

No es una metáfora. Y mucho menos una invención mía. Todo ocurrió gracias a la confianza que el soberano de la nación que gobernaba el mundo puso en una monja de clausura con fama de santidad que vivió en la Castilla profunda y monótona del Siglo de Oro español.

Milagros en la corte de Felipe IV

Y, por increíble que parezca, allí sigue. Imperturbable desde que el domingo de Pentecostés de 1665 expirara tras decir «ven, ven, ven» y extendiera sus brazos a la muerte.

No deja de sorprenderme que todavía hoy su cuerpo duerma incorrupto, a la vista de todos, en su urna de cristal junto al altar mayor del monasterio de la Concepción de Ágreda. En esa fría iglesia, sola Y casi olvidada, sor María Jesús de Ágreda, de nombre secular María Coronel, aguarda a que la Historia valore su verdadera influencia en la España de Felipe IV y a que el Vaticano la declare santa un día de éstos.

Antes de su primer encuentro con Felipe IV, a esa monja se la conocía con el sobrenombre de la Dama Azul. Se lo ganó después de los hechos que protagonizó hacia 1623, «viajando» en más de quinientas ocasiones a Nuevo México, Arizona y Texas. Varios documentos del Siglo de Oro atestiguan que predicó la «fe verdadera» a los indígenas de Norteamérica tiempo antes de que fueran bautizados por los primeros misioneros españoles, sin que su cuerpo hubiera dejado jamás la clausura. De hecho, las mismas fuentes afirman que sor Maria Jesús, en éxtasis, recorrió los 10.000 kilómetros que separaban su convento de las riberas del río Grande, en el
Far West
americano, gracias al don de la bilocación. Esto es, a su capacidad mística para poder estar en dos o más lugares a la vez.

Felipe IV quedó rendido ante semejantes prodigios.

En 1998, seducido por las crónicas de biógrafos como el padre Samaniego o la admiración que le profesaron Quevedo o Emilia Pardo Bazán, recorrí buena parte del sudoeste de Estados Unidos para reconstruir sus «vuelos». Incluso armé mi primera novela sobre los textos de aquellos evangelizadores que, atónitos, se encontraron con tribus enteras de indios que habían sido catequizadas por la misteriosa
Dama azul
.

Lo que entonces no hice fue documentar la intensa relación epistolar que mantuvieron la monja azul de Ágreda y el rey Felipe IV. Ésta se inició en plena crisis del rey. En julio de 1643, mientras el rey acudía con sus tropas a sofocar el levantamiento de Cataluña, se detuvo en Ágreda a parlamentar con aquella religiosa de la que tantas proezas había oído contar. La religiosa, de carácter fuerte y disciplinado, le impactó iniciándose así una correspondencia a la que tardé en prestar la atención que merecía. Hoy enmendaré ese error.

Si me hubiera tomado la molestia de examinar las 618 cartas que intercambiaron durante los veintidós años siguientes, habría descubierto que la bilocación fue, sin duda, el menor de los dones de sor Maria Jesús.

Primeros viajes al purgatorio

Por suerte, nunca es tarde para revisar una historia. Tras esa correspondencia con el rey de Velázquez se escondía una mujer que también poseyó un extraño don profético. Sin salir jamás de su convento, ajena a intrigas palaciegas o conspiraciones de la corte, sor María de Ágreda se anticipó a la victoria de los ejércitos de Felipe IV en la sublevación catalana o a la toma de Lérida, en marzo de 1644; también predijo la conquista de Barcelona y su restauración a la Corona tras los disturbios del año anterior; o el sitio de Tortosa y la toma de Balaguer durante la guerra contra Francia. Pero, sobre todo, supo ganarse, carta a carta, la confianza del rey en asuntos sobrenaturales.

El encuentro con aquella religiosa con fama de santidad lo reconfortaba, y sus cartas muestran una sinceridad inédita en otros textos reales. En la más pura tradición inaugurada por su padre, Felipe IV encontró en ella alguien en quien confiar sus secretos. Su progenitor, Felipe III, lo había hecho antes con otra mística de su tiempo, sor Maria Luisa de la Ascensión, palentina de Carrión de los Condes, que incluso convenció al monarca para que se enterrase con los hábitos franciscanos. Como la de Ágreda, la monja de Carrión fue vidente, profeta y dueña del don de la bilocación.

En el otoño de 1644, Felipe IV supo que había elegido bien a su consejera espiritual. La muerte prematura de su esposa Isabel de Borbón el jueves 6 de octubre precipitó los acontecimientos. Y es que, días antes de que la noticia llegara a la clausura, la monja tuvo una extraña visión. «Vi como si la tierra se dividiera» —escribió—. Se me manifestó una profunda caverna y muy dilatada, llena de fuego». Según su testimonio, esa especie de cueva era el purgatorio. Sor María estaba segura. Lo había visto varias veces, cuando creyó haber descendido a él para consolar a sor Atilana de la Madre de Dios, una hermana de su congregación, o a algunos vecinos fallecidos de Ágreda. Pero su sorpresa fue mayor cuando de aquel recinto vio emerger el alma de la reina, que le pidió limosna y ayuda. ¿Había muerto la esposa de Felipe IV?.

Aún no se habían apagado los ecos de aquella visión cuando al día siguiente, domingo 9 de octubre, el correo de Madrid le entregó una carta en la que la informaban de que la reina se recuperaba favorablemente de sus dolencias. Turbada, se creyó engañada por el diablo. Pero no. La verdad era más simple: aquellos días el correo se había retrasado más de la cuenta. Una semana más tarde, la visión de sor María se confirmó… Y tras ello, se sucedieron otras nuevas. El 19 de octubre, entre las diez y las once de la noche, sor María volvió a tropezarse con la reina. «Se me apareció vestida con las galas y guardainfantes que traen las damas; pero todo era de una llama de fuego», escribió.
[55]
La difunta Isabel de Borbón le confió entonces un mensaje para su marido: «Y dirás al rey, cuando le vieres, que procure con toda su potestad impedir el uso de estos trajes tan profanos que en el mundo se usan; porque Dios está muy ofendido e indignado por ellos y son causa de condenación de muchas almas».

La protectora del príncipe Baltasar Carlos

La obsesión de Isabel por la decencia en el vestir fue compartida siempre por la madre Ágreda, Ambas mujeres tuvieron mucho más en común, como su particular cruzada contra el conde-duque de Olivares, a quien consideraron responsable de la vida disoluta del monarca y al que lograrían, incluso, hacer caer en desgracia.

Fuera por eso o por otras causas, lo cierto es que Felipe IV creyó a pies juntillas en su relato y pidió a la monja que lo mantuviera informado de la estancia de su esposa en el purgatorio. Finalmente, el día de Difuntos del año siguiente, 2 de noviembre de 1645, sor María Jesús «sorprendió», a dos ángeles camino de ese limbo. Le dijeron que iban a sacar a la reina de sus padecimientos y llevarla ante Dios.

Esta situación volvería a repetirse en el otoño de 1646. En aquellas fechas, las cartas cruzadas entre el rey y la religiosa eran dos y hasta tres por semana. Felipe IV trabajaba duro en la formación del príncipe Baltasar Carlos como su sucesor. Unos meses antes, el 19 de abril, el rey se detuvo por segunda vez en Ágreda para entrevistarse con la monja. Iba de camino a Pamplona, donde su heredero juraría lealtad ante las Cortes de Navarra. Sor Maria Jesús conoció allí a aquel jovencito de dieciséis años, tímido y risueño, al que el destino le tenía reservado un desenlace fatal.

En efecto: el 9 de octubre de 1646, tras contraer unas fiebres en Pamplona, murió en Zaragoza el único hijo varón del rey. Y menos de un mes después Felipe IV, abatido, regresó por tercera y última vez al convento de sor María para pedirle un nuevo informe sobre el paradero de su hijo. La monja, que vio en aquella pérdida otro castigo a los pecados del monarca, prometió hacer lo imposible por regresar al purgatorio y buscar allí al príncipe heredero.

En un informe de varias páginas redactado en enero de 1647,
la Dama Azul
refirió a Su Majestad que fueron varias las veces que pudo parlamentar con Baltasar Carlos. «Se me apareció el alma de Su Alteza en la forma humana que tenía, pero con las penas del purgatorio que padecía», escribió. Y éste, como ya ocurriera con su difunta esposa, confió a la monja un nuevo mensaje de ultratumba: «Manifestarás a mi padre el peligro en que vive, porque está rodeado de tantos engaños, falsedades, mentiras y tinieblas de los más allegados y de otros que le sirven en diferentes ministerios».
[56]

Felipe IV superó aquel trance. Logró, como ya expliqué en el capítulo precedente, incluso engendrar a un nuevo heredero, Carlos II, al que el pueblo llamó
el Hechizado
. Pero su hijo no sólo heredó la Corona, sino su obsesión por
la Dama Azul
. Así, el 5 de junio de 1677, siendo ya rey, Carlos 11 visitó Ágreda y solicitó a las monjas del monasterio de la Concepción ver el cuerpo incorrupto de la
confidente
. Allí hizo lo que yo nunca he podido: besar su mano inerte y susurrarle al oído un «por ti vivo yo, madre mía».
[57]

Mi fascinación por el mundo de la mística no había hecho más que empezar.

CAPÍTULO 14

¿Se puede estar en dos lugares a la vez?

California, 21 de julio de 1973

Apenas pasaban ocho minutos de las cinco de la tarde. En una habitación sin ventanas de Menlo Park, cerca de la bahía de San Francisco, dos personas se disponen a llevar a cabo un curioso experimento. Uno de ellos es el doctor Harold Puthoff, un joven fisico norteamericano con un trabajo de posdoctorado en la Universidad de Stanford y célebre por haber desarrollado un eficaz láser de infrarrojos; el otro, Ingo Swann, se hace llamar artista y es médium. Dice que desde pequeño ha vivido toda clase de experiencias extrañas. Aunque es lo más parecido a un místico de otra época, la todopoderosa central de inteligencia norteamericana, la CIA, se ha interesado por sus presuntas habilidades sobrenaturales. En Langley creen que, de ser ciertas, tendrían en sus manos las técnicas perfectas para adiestrar a los espías del futuro.

Minutos antes de sentarse uno frente al otro, el doctor Puthoff recibió unas coordenadas geográficas dentro de un sobre cerrado. Habían sido elegidas al azar por alguien de la CIA que trabajaba en una operación secreta conocida como SCANATE (siglas de
SCANning CoordinATE
, o «rastreo coordinado»), y que pretendía utilizar a personas dotadas de facultades psíquicas para «husmear» objetivos militares a los que no llegaban sus aviones espía. Aquellas coordenadas —49º 20' Sur, 70º 14' Este— se correspondían con uno de esos
targets
.

Swann escucha con atención las indicaciones geográficas que le da el doctor Puthoff. Deduce que deben de corresponderse con algún lugar en el Atlántico sur y trata de relajarse. Su respiración se acompasa poco a poco, al tiempo que cierra los ojos… «De repente, la habitación en la que estoy desaparece —recordaría Swann tiempo más tarde—. Me encuentro en una zona nublada que creí estaba en mi mente. Pero al instante me di cuenta de que aquello no estaba en mi cabeza. Era un banco de niebla en el área del objetivo. Estaba sobre una gran extensión oscura surcada por grandes olas. Y entonces lo vi».

Acto seguido, ante la atenta mirada de Puthoff, el sensitivo describe una isla de suelo rocoso provista de varios edificios idénticos. Uno de ellos —dice— es de color naranja y se encuentra junto a dos grandes tanques blancos. ¿Qué puede ser?.

Días después la CIA revelaría al doctor Puthoff —especialmente contratado por la
Compañía
para ese trabajo, al frente del cual estuvo hasta 1985— que la prueba había sido todo un éxito: Swann había descrito con bastante exactitud una estación de investigación climatológica franco-soviética en la isla de Kergueleo, cerca del Circulo Polar Antártico, en el océano índico (y no en el Atlántico como había deducido).

Alentados por el éxito, la CIA decidiria llevar a cabo nuevos experimentos.

Bilocaciones controladas

Nada en este relato es fruto de mi imaginación. La prueba a la que se sometió Ingo Swann en 1973 fue una de las primeras de su especie. Desde que los Servicios de Inteligencia norteamericanos pusieran en marcha el proyecto SCANATE, varias personas se sometieron a pruebas similares. En ellas participó incluso Richard Bach, célebre autor de Juan Salvador Gaviota y ex piloto de la Fuerza Aérea, cuyos «vuelos» controlados por la CIA bien pudieron haber inspirado su libro Nada es azar. En él invitaba a sus lectores a visualizar desde arriba su propio país, tal y como Swann había hecho antes con la isla de Kerguelen. Pero ¿es eso posible?. ¿Se puede estar a la vez tumbado en un sofá de casa y espiando un lugar remoto?.

Antes de que Puthoff se implicara en estos experimentos en compañía del también físico Russell Targ, del Instituto de Investigaciones de la Universidad de Stanford (SRI), al fenómeno vivido por Swann se le llamaba, simple y llanamente, clarividencia. Esto es, la capacidad mental que permite a un sujeto ver cosas a distancia. Sin embargo, pronto Puthoff y Targ cambiaron ese término por el de bilocación de visión remota para evitar cualquier connotación peyorativa. Ambos creian que los cerebros de hombres como Swann o Bach —que incluso llegaría a donar 40.000 dólares para sus experimentos
[58]
— eran capaces de estar en dos lugares a la vez. A fin de cuentas, los antiguos místicos llevaban siglos haciéndolo espontáneamente.

En la mayoría de casos clásicos de bilocación, los protagonistas permanecen ajenos a las actividades de su «doble». Lo que hace éste casi nunca es percibido por el sujeto «original». Lejos de los incidentes recogidos en libros religiosos, la literatura nos ofrece algunos ejemplos notables de «bilocados». Sin ir más lejos, el controvertido poeta británico lord Byron, durante su reclusión en Patrás (Grecia) en 1811, fue informado de que había sido visto en Londres junto al mismísimo rey Jorge III. Le dijeron incluso que su álter ego llegó a estampar su firma en el registro de visitas de Palacio. «Lo único que deseo es que mi doble se comporte como un caballero», dijo al enterarse.

En Alemania bautizaron como doppelgängers a esta clase de desdoblados. Otro escritor, Guy de Maupassant, tuvo la rara fortuna de encontrarse con su propio doble en 1888 mientras trabajaba en su estudio de Paris. Pese a las instrucciones dadas a su asistenta para que nadie le interrumpiera, alguien entró en su habitación; alguien que era su réplica exacta. Se sentó junto a él y comenzó a dictarte la continuación de su relato. ¿Alucinación?. ¿Un síntoma de la locura en la que terminaría sus días por culpa de la sífilis?. ¿Y cómo entender entonces lo que le sucedió al sano poeta alemán Johann Wolfgang von Goethe en 1771, y que el mismo narró en su autobiografía?.

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