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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Novela

La sal de la vida (2 page)

Lo adoramos. A menudo le preguntamos: «Pero ¿cómo haces para ser tan tranquilo?» Él se encoge de hombros. «No lo sé.» Insistimos: «¿Nunca te apetece perder los nervios? ¿Decir alguna vez cosas desagradables, cosas feas?»

«¿Para qué? Si para eso ya estáis vosotras, preciosas. ..», contesta con una sonrisa angelical.

Sí, lo adoramos. Y, de hecho, no somos las únicas, todo el mundo lo adora. Las niñeras que nos cuidaron de pequeños, las maestras del colegio, los profes del instituto, sus compañeros de trabajo, sus vecinos... Todo el mundo.

De pequeñas, tumbadas en la moqueta de su habitación, escuchábamos sus discos y le mangábamos los cigarrillos mientras él nos hacía los deberes. Nos entreteníamos imaginando nuestro futuro, y sobre el suyo predecíamos:

«Tú, como eres un pedazo de pan, seguro que te acabas echando de novia a la típica plasta que se cuelga de ti para siempre y ya no te suelta.» Bingo. Acertamos de lleno.

2

No me cuesta imaginarme por qué discutieron. Por mí, lo más seguro. Podría reproducir su conversación tal cual, palabra por palabra.

El día anterior por la tarde le pregunté a mi hermano si podía llevarme él. «Pues claro, qué pregunta...», me dijo al teléfono, medio haciéndose el ofendido, pero de broma, claro. Y entonces la pesada esta debió de cantarle las cuarenta porque por mi culpa tenían que dar un rodeo muy grande. Mi hermano debió de encogerse de hombros, y ella debió de insistir. «Hombre, cariño... es que para ir al Limousin... tener que pasar por la plaza de Clichy no es que sea atajar precisamente...»

Mi hermano debió de hacer un esfuerzo para aparentar firmeza, se fueron a la cama enfadados, y ella durmió en la casa de tócame Roque.

Por la mañana se levantó de mal humor. Y volvió a la carga mientras se tomaba su achicoria de cultivo biológico: «Es que también, la vaga de tu hermana, ¿qué le cuesta madrugar un poco y venir hasta aquí?... Porque vamos, no creo que su trabajo la tenga agotada, ¿o sí?»

Mi hermano no debió de contestarle. Seguramente estaba estudiando el mapa de carreteras.

Y ella se encerró enfadada en su cuarto de baño de diseño (recuerdo nuestra primera visita a su casa... Ella, con una especie de fular malva de muselina al cuello, yendo y viniendo de aquí para allá entre sus plantas de interior, comentando su palacio con voz engolada: «Aquí, la cocina... funcional. Aquí, el comedor... acogedor. Aquí, el salón... modulable. Aquí, el cuarto de Léo... lúdico. Aquí, el lavadero... indispensable. Aquí, el cuarto de baño... doble. Aquí, nuestro dormitorio... luminoso. Aquí, la...» Era como si quisiera vendernos la casa. Simon nos acompañó a la estación, y, cuando ya nos separábamos, volvimos a decirle: «Qué bonita es tu casa...» «Sí, es funcional», repitió él, asintiendo con la cabeza. Ni Lola, ni Vincent ni yo dijimos una sola palabra en todo el camino de vuelta. Un poco tristes los tres, cada uno en su rincón, probablemente estábamos pensando lo mismo. Que habíamos perdido a nuestro hermano mayor y que la vida iba a ser mucho más ardua sin él...), después consultó su reloj unas diez veces por lo menos entre su residencia y mi calle, suspiró en cada semáforo, y cuando por fin tocó la bocina —porque fue ella, estoy segura—, no los oí.

Ayyyyy, qué desgracia, madre, qué desgracia.

Simon de mi alma, cuánto siento hacerte pasar por todo esto...

La próxima vez me organizaré de otra manera, te lo prometo.

Me las apañaré mejor. Me acostaré temprano. No beberé más. No jugaré a las cartas.

La próxima vez sentaré la cabeza... Que sí, que sí, de verdad. Encontraré a un chico. A un buen chico. Blanco. Hijo único. Con carné de conducir y un 4x4 ecológico.

Me voy a pillar uno que trabaje en Correos porque su papá también trabaja en Correos, y que cumpla con sus veintinueve horas semanales sin ponerse nunca malo. Y que no fume. Lo he precisado en mi perfil de Meetic. ¿No me crees? Pues ya verás como sí. ¿De qué te ríes, tonto?

Así ya no te daré la tabarra el sábado por la mañana para que me lleves al campo. Le diré a mi cariñín de Correos: «¡Oye, cariñín, ¿me llevas a la boda de mi primo con tu maravilloso GPS que incluye mapas de Córcega y de todas las antiguas colonias?», y ¡hala, asunto arreglado!

Que por qué te ríes como un tonto, te pregunto. ¿Te crees que no soy lo bastante lista como para hacer como las demás chicas? ¿Como para pillarme un chico bueno y simpático que siempre lleve en el coche su chaleco reflectante y no se salte nunca un semáforo? ¿Un novio al que le compraría calzoncillos en H&M en mi hora de descanso para comer? Oh, sí... Me emociono sólo de pensarlo... Un buen chaval, como Dios manda, sin complicaciones. Que venga con las pilas incorporadas y la libreta de ahorros.

Un chico que nunca se coma el coco con nada. Que no piense en nada más que en comparar los precios de las tiendas con los de los catálogos de venta por correo y me diga: «Si es que está claro, cariño, la diferencia entre Casto y Leroy Merlin es la atención al cliente, nada más...»

Y siempre entraríamos en casa por el sótano para no manchar el vestíbulo. Y dejaríamos los zapatos al pie de la escalera para no manchar los peldaños. Y seríamos amigos de los vecinos, que serían todos muy simpáticos y muy majos. Y tendríamos una barbacoa de obra, y sería una suerte para los niños porque la urbanización sería de alta seguridad, como dice mi cuñada, y...

Oh, qué felicidad.

Era demasiado horroroso. Tanto, que me quedé dormida.

3

Me desperté en una gasolinera cerca de Orleans. Medio atontada. Tarda de reflejos y con la boca pastosa. Me costaba abrir los ojos y me notaba el pelo extrañamente pesado. De hecho me lo palpé para asegurarme de que de verdad fuera pelo.

Simon esperaba en la cola para pagar. Carine se estaba empolvando la nariz.

Me fui a la máquina de café.

Tardé al menos treinta segundos en comprender que podía reciclar el vasito de plástico. Me bebí el café sin azúcar y sin ninguna convicción. Debía de haberme equivocado de botón. ¿No tenía un saborcillo como a tomate este capuchino? Bufff. El día iba a ser muy largo.

Volvimos al coche sin intercambiar una palabra. Carine sacó una toallita húmeda de su neceser Vanity para desinfectarse las manos.

Carine se desinfecta siempre las manos cuando sale de un sitio público.

Por motivos de higiene.

Porque Carine
ve
los microbios.

Ve sus patitas peludas y su horrorosa boca.

Por eso nunca coge el metro. Tampoco le gustan los trenes. No puede evitar pensar en toda esa gente que habrá puesto los pies en los asientos y habrá pegado sus mocos debajo del reposabrazos.

Prohíbe a sus hijos que se sienten en los bancos de la calle o que toquen las barandillas de las escaleras. Le cuesta llevarlos al parque. Le cuesta subirlos al tobogán. Le dan repelús las bandejas del McDonald's, por no hablar ya del intercambio de cromos de Pokemon. Le ponen mala los carniceros que no llevan guantes y las vendedoras que no utilizan pinzas para servirle el
croissant
. Sufre con las meriendas compartidas del colegio y cuando llevan a los niños a la piscina, y ellos se dan la mano antes de intercambiarse sus micosis.

Para ella, vivir es una ocupación agotadora.

A mí me molesta mucho eso de las toallitas desinfectantes.

Eso de percibir siempre al otro como un montón de microbios. Mirarle siempre las uñas al estrecharle la mano. Desconfiar siempre. Esconderse siempre detrás de la bufanda. Advertir siempre a sus hijos del peligro.

No toques. Está sucio.

Quita las manos de ahí.

No compartas.

No salgas a la calle.

¡Como te sientes en el suelo te doy una torta!

Lavarse siempre las manos. Lavarse siempre la boca. Hacer siempre pis en equilibrio diez centímetros por encima de la taza del váter y besar sin rozar con los labios. Juzgar siempre a las madres en función de lo limpias que estén las orejas de sus hijos.

Siempre. Juzgar siempre.

Esto no huele nada bien. De hecho, a la familia de Carine le falta tiempo para despotricar en plena sobremesa sobre los extranjeros, y en especial sobre los musulmanes.

Los
moracos
, como dice el padre de Carine.

Dice: «Pago impuestos para que luego los moracos tengan diez hijos.»

Y también: «Yo metería a toda esa chusma en un barco y los torpedearía a todos, es que no dejaría ni uno...»

También le gusta mucho decir: «Francia es un país de vagos, hala, todos a cobrar subsidios. Los franceses son unos gilipollas.»

Y, a menudo, suele concluir así: «Yo trabajo los primeros seis meses del año para mi familia y los otros seis para el Estado, así que, ¡que no vengan a hablarme de los pobres y los parados, ¿eh?! Yo trabajo un día sí y otro también para que N'gonga pueda dejar preñadas a sus diez negratas culonas, así que, ¡a mí que nadie venga a darme lecciones de moral!»

Recuerdo un almuerzo en particular. No es un recuerdo agradable. Era el bautizo de la pequeña Alice. Estábamos todos reunidos en casa de los padres de Carine, cerca de Le Mans.

Su padre es gerente de un Casino (la cadena de supermercados, no la ruleta y el blackjack), y fue al verlo al final de su camino adoquinado, entre su farola de hierro trabajado y su maravilloso Audi, cuando de verdad comprendí el sentido de la palabra
fatuo
. Esa mezcla de estupidez y de arrogancia. Esa inquebrantable autosatisfacción. Ese jersey de cachemira azul celeste estirajado sobre su barrigón y esa extraña manera —tan cálida— de estrecharte la mano odiándote ya de entrada.

Siento vergüenza cuando pienso en ese almuerzo. Siento vergüenza y no soy la única. Me imagino que Lola y Vincent tampoco se deben de sentir muy orgullosos de sí mismos...

Simon no estaba presente cuando la conversación degeneró. Estaba en un rincón del jardín de la casa, construyéndole una cabaña a su hijo.

Debe de estar acostumbrado ya. Debe de saber que es mejor estar bien lejos del bueno de Jacquot cuando se lanza a despotricar.

Simon es como nosotros: no le gustan las discusiones de final de banquete, teme los conflictos y huye de los enfrentamientos. Sostiene que es energía mal empleada y que hay que conservar las fuerzas para combates más interesantes. Que la gente como su suegro son batallas perdidas de antemano.

Y cuando le hablan del auge de la extrema derecha, sacude la cabeza de lado a lado y dice: «Bah... Es como el lodo en el fondo de un estanque. Tiene que estar ahí a la fuerza, es humano. Pero es mejor no removerlo para que no suba a la superficie.»

¿Cómo consigue soportar esas comidas familiares? ¿Cómo consigue ayudar a su suegro a podar el seto?

Piensa en las cabañas de Leo.

Piensa en el momento en que cogerá a su hijo de la mano y se adentrará con él en el sotobosque silencioso.

Siento vergüenza porque aquel día nos quedamos callados como cobardes.

Una vez más, nos volvimos a quedar callados como cobardes. No nos atrevimos a protestar por las estupideces que soltaba ese tendero rabioso que nunca verá más allá de sus narices.

No le llevamos la contraria. No nos levantamos de la mesa. Seguimos masticando despacio cada bocado, contentándonos con pensar que ese tipo era un idiota, haciendo lo imposible por seguir amparándonos en lo que nos quedaba de dignidad.

Pobres de nosotros. Qué cobardes somos, pero qué cobardes...

¿Por qué somos así todos, los cuatro? ¿Por qué nos impresionan los que gritan más que los demás? ¿Por qué nos amilanamos ante los agresivos?

¿Qué nos pasa? ¿Dónde termina la buena educación y dónde empieza la cobardía?

Lo hemos comentado a menudo entre nosotros. Hemos entonado nuestro
mea culpa
un montón de veces ante porciones de pizza y ceniceros improvisados. No necesitamos que nadie nos calle la boca. Ya somos mayorcitos para ponernos la mordaza nosotros mismos, y por muchas botellas vacías que acumulemos, siempre llegamos a la misma conclusión: que si somos así, callados y decididos pero siempre impotentes frente a los estúpidos es precisamente porque no tenemos la más mínima confianza en nosotros mismos. No nos queremos.

No nos queremos a nosotros mismos, me refiero.

No nos creemos lo bastante importantes.

Lo bastante importantes como para escupirle a la cara al padre de Carine. Lo bastante importantes como para creer un solo segundo que nuestros gritos de indignación puedan desviar el curso de sus pensamientos. Lo bastante importantes como para esperar que nuestros gestos de asco, arrojando las servilletas arrugadas sobre la mesa y volcando las sillas, puedan cambiar de alguna manera la marcha del mundo.

¿Qué habría pensado este buen contribuyente al vernos sulfurarnos así y marcharnos de su casa con la cabeza bien alta? Pues se habría limitado a darle la barrila a su mujer toda la noche repitiendo: «Mira estos niñatos estúpidos. Pero ¿tú has visto qué niñatos? Hay que ser gilipollas...»

¿Por qué imponerle ese mal rato a esa pobre mujer?

¿Quiénes somos nosotros para aguarles la fiesta a veinte personas?

También se puede sostener que no es cobardía. Se puede admitir también que es sensatez. Admitir que sabemos tomarnos las cosas con un poco de distancia. Que no nos gusta meternos en berenjenales. Que somos más honrados que toda esa gente que habla y habla pero en realidad no hace nunca nada por ayudar a nadie.

Sí, así es cómo nos consolamos. Recordando que somos jóvenes y demasiado lúcidos ya. Que estamos muy por encima de todo eso, donde la estupidez apenas nos alcanza. Nos reímos de la estupidez ajena. Nosotros tenemos otra cosa. Nos tenemos a nosotros. Somos ricos, pero de otra manera.

Basta con asomarnos a nuestro interior.

En nuestra cabeza hay montones de cosas. Montones de cosas que quedan muy lejos de esas tonterías racistas. Cosas como música y escritores. Senderos, manos y escondites. Trocitos de estrellas fugaces anotados en recibos de tarjetas bancadas, páginas arrancadas, recuerdos felices y recuerdos horribles. Canciones y estribillos que siempre recordamos. Mensajes guardados, libros importantes, ositos de gominola y discos rayados. Nuestra infancia, nuestras soledades, nuestros primeros amores y nuestros proyectos de futuro. Todas esas horas buscando escondites y todas esas puertas custodiadas en los baños del colegio. Esos saltos increíbles que pegaba Buster Keaton.
La carta a la Gestapo
del escritor Armand Robin y
el ariete de las nubes
del poeta Michel Leiris. La escena de
Los puentes de Madison
en la que Clint Eastwood se vuelve diciendo
Oh... and don't kid yourself Francesca...
y esa otra de
La mejor juventud
en que el psiquiatra Nicola Carati apoya a sus enfermos maltratados en el juicio contra su verdugo. Los bailes del 14 de julio en Villiers. El olor de los membrillos en el sótano. Nuestros abuelos, los libros que leíamos de niños, nuestras fantasías de provincianos y los agobios la víspera de un examen. La gabardina de Mam'zelle Jeanne, la novia de Gaston Lagaffe, cuando se sube de paquete en su moto. El cómic
Los pasajeros del viento
de François Bourgeon y las primeras líneas del libro de André Gorz a su mujer que Lola me leyó anoche por teléfono después de tirarnos una hora despotricando sobre el amor: «Vas a cumplir ochenta y dos años. Has menguado seis centímetros, sólo pesas cuarenta y cinco kilos, y sigues siendo hermosa, encantadora y deseable.» Marcello Mastroianni en
Ojos negros
y los vestidos de Balenciaga. El olor a polvo y a pan duro de los caballos al bajar del autobús por las tardes. Los Lalanne en sus talleres separados por un jardín. La noche en que pintamos la calle les Vertus y aquella otra en que escondimos una piel de arenque bajo la terraza del restaurante en el que trabajaba el tarugo de Sartén Tefal, el ex de mi hermana. Y ese trayecto, tumbados sobre cartones en la trasera de una camioneta, mientras Vincent nos leía de cabo a rabo
De cadenas y hombres
, de Robert Linhart. La cara que puso Simon cuando escuchó a Björk por primera vez en su vida y a Monteverdi en el aparcamiento del Macumba.

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