Read La sal de la vida Online

Authors: Anna Gavalda

Tags: #Novela

La sal de la vida (5 page)

¿Cómo hay que reaccionar cuando te anuncian que tu sistema solar se va al garete? ¿Qué hay que decir en esa situación? Maldita sea, si era ella la que hasta ahora nos enseñaba el camino. Confiábamos en ella. Bueno, yo, al menos, confiaba en ella. Nos quedamos mucho rato sentadas en el suelo bebiéndonos a sorbitos nuestros copazos de vodka. Lola lloraba, repetía que se sentía perdida, callaba y volvía a llorar. Fuera cual fuera su decisión, sería desgraciada. Se marchara o se quedara, ya no valía la pena vivir.

Con ayuda de la hierba de bisonte de mi vodka, al final conseguí hacerla entrar un poco en razón. ¡Eh, que no era ella la única culpable del desastre! Cuando el manual de instrucciones es tan gordo como una guía telefónica, y das vueltas corriendo en un estúpido trozo de césped sin que nadie te apoye, al menos él no, está claro que al cabo de un tiempo... la gallinita abre la puerta del corral y... ¡a volar!

Lola no me oía.

«Y por los niños, ¿no... no puedes aguantar un poco más?», pregunté por fin, tendiéndole otro paquete de kleenex. Mi pregunta la dejó tan de piedra que paró de llorar al instante. Pero ¿es que no entendía nada? Esa escabechina era por ellos, precisamente. Para que no sufrieran. Para que nunca tuvieran que oír a sus padres discutir y llorar en plena noche. Y porque no se puede crecer en una casa en que la gente ya no se quiere, ¿o sí?

No. No se puede. Tirar p'alante quizá, pero crecer, no.

Lo que vino después es más desagradable. Abogados, llanto, chantaje, tristeza, noches en vela, cansancio, renuncias, sentimiento de culpa, el dolor de uno contra el dolor del otro, agresividad, declaraciones, tribunales, bandos enfrentados, recursos sangrientos, falta de aire y cabezazos contra la pared. Y, en medio de todo eso, dos niños de ojos muy claros para los que mi hermana seguía fingiendo que todo iba bien, inventando para ellos, por la noche antes de dormir, cuentos de príncipes que se tiran pedos y princesas bobaliconas. Fue ayer, y las brasas aún están calientes. No hace falta gran cosa para que la tristeza por el dolor causado la ahogue de nuevo, y sé que algunas mañanas se hacen muy cuesta arriba. El otro día me confesó que, cuando los niños se iban a casa de su padre, ella se contemplaba llorar durante largo rato en el espejo del vestíbulo. Para diluirse en lágrimas.

Era la razón por la cual no quería venir a esta boda.

Tener que aguantar a toda la familia. Todos esos tíos, esas tías solteras y esos primos lejanos. Toda esa gente que no se ha divorciado. Que se ha arreglado. Que ha hecho las cosas de otra manera. Esas expresiones en sus caras, vagamente consternadas o como si la compadecieran, también vagamente. Todo ese folklore. El blanco virginal, las cantatas de Bach, los sermones de fidelidad eterna aprendidos de memoria, los discursos pueriles, las dos manos sobre el cuchillo al cortar la tarta y el Danubio azul cuando a uno ya empiezan a dolerle de verdad los pies. Pero sobre todo: los niños. Los de los demás.

Los que corretearán de aquí para allá todo el día, con las orejas un poco coloradas de haberse bebido los culines de todos los vasos, manchándose su ropa elegante y suplicando para no tener que irse a la cama todavía.

Los niños justifican las reuniones familiares y son un consuelo.

Siempre son lo mejor de estas fiestas. Siempre son los primeros en echarse a bailar y los únicos que se atreven a decir que la tarta no hay quien se la coma de puro empalagosa. Se enamoran perdidamente por primera vez en su vida y se duermen, agotados, en el regazo de sus madres. Pierre debía haber sido paje, estaba contento porque su ciberespada cabía perfectamente bajo el ancho fajín plisado y se preguntaba si podría mangar algunas monedas del cepillo. Pero Lola no había mirado bien el calendario del juez: ese fin de semana les tocaba estar con su padre. Así que no habría cestito ni batalla de arroz en el atrio. Le sugirieron que llamara a Thierry para ver si podía cambiarle los fines de semana. Pero Lola ni siquiera contestó.

¡Pero venía a la boda! ¡Y Vincent nos esperaba allí! Nos sentaríamos los cuatro en una mesa apartada, con unas cuantas botellas, a comentar el sombrero de la tía Solange, las caderas de la novia y la pinta ridícula de nuestro primo Hubert con su chistera alquilada bien calada sobre sus orejas de soplillo. (Su madre nunca había querido oír hablar de operarlo, pues «no se toca lo que es obra de Dios».) (¿Qué os parece? Bonito, ¿eh?)

El clan se reunía de nuevo. Los cuatro juntos, la vida se recomponía.

¡Sonad, cornetas! Somos los cadetes de Gascoña, de Carbon y de Castel-no sé qué.

5

—¿Por qué tomas esta salida?

—Vamos a recoger a Lola —dijo Simon.

—¿¿Dónde?? —contestó su linda esposa, atragantándose de rabia.

—A la estación de Châteauroux.

—¿Estás de broma?

—No, para nada. Llegará dentro de cuarenta minutos.

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—Se me ha olvidado. Es que me ha llamado hace un rato.

—¿Cuándo?

—Cuando estábamos en el área de servicio.

—No lo he oído.

—Estabas en el baño.

—Ya veo...

—¿Qué es lo que ves?

—Nada.

Sus labios decían lo contrario.

—¿Pasa algo? ¿Hay algún problema? —preguntó mi hermano, extrañado.

—No. No hay problema. No hay ningún problema. Sólo que la próxima vez pon una lamparilla de taxi en el techo del coche, así estará todo más claro.

Simon no contestó nada. Los nudillos sobre el volante se le pusieron blancos.

Carine había dejado a Léo y a Alice en casa de su madre para, palabras textuales, dos puntos, abro comillas:
pasar un fin de semana romántico
, puntos suspensivos, cierro comillas.

¡Pues sí que empezaba bien...!

—Y vosotras... ¿tenéis intención de dormir en el hotel con Simon y conmigo, en la misma habitación?

—No, no —le digo, sacudiendo la cabeza—, no te preocupes.

—¿Habéis reservado en algún sitio?

—Pues... no.

—Claro... No, si ya me lo figuraba.

—¡Pero no pasa nada! ¡Dormiremos donde sea! ¡En casa de la tía Paule!

—La tía Paule ya no tiene camas libres. Me lo volvió a decir anteayer por teléfono.

—¡Bueno, pues no dormiremos y listo!

Contestó
soisunascrdurcdas
retorciendo los flecos de su pashmina.

No la entendí.

Qué mala suerte, el tren venía con diez minutos de retraso, y cuando, por fin, bajaron los viajeros, no se veía a Lola por ninguna parte.

Simon y yo estábamos muertos de miedo.

—¿Estáis seguros de que no habéis confundido Châteauroux con Châteaudun? —graznó Carine, haciéndose la graciosa.

Pero... sí, mira... ahí, ahí estaba... En la otra punta del andén. Viajaba en el último vagón del tren, debía de haberse subido por los pelos, pero ahí estaba, y avanzaba hacia nosotros agitando los brazos.

Idéntica a sí misma y tal y como la imaginaba. Con una sonrisa en los labios y esos andares suyos como si se balanceara, con sus bailarinas, su camisa blanca y su vaquero desgastado.

Llevaba un sombrero increíble. Una inmensa pamela con un ancho lazo de otomán negro.

Me dio un beso. Qué guapa estás, me dijo, ¿te has cortado el pelo? Besó a Simon, acariciándole la espalda, y se quitó su enorme sombrero para no aplastarle los rizos a Carine.

Había tenido que viajar en el vagón de bicicletas porque no encontraba sitio para dejar su tocado, y nos preguntó si podíamos pasar un momentín por la cafetería de la estación porque quería tomarse un bocadillo. Carine consultó su reloj, y yo aproveché para comprar revistas.

La prensa del corazón. Nuestro caprichito ignominioso e inconfesable...

Volvimos al coche. Lola le preguntó a su cuñada si podía llevarle el sombrero sobre el regazo. Claro, no hay problema, contestó ésta con una sonrisa algo forzada. No hay problema.

Mi hermana levantó la barbilla como para decir ¿qué ocurre?, y yo levanté los ojos al cielo, para contestar que nada, lo de siempre.

Lola sonrió y le preguntó a Simon si tenía música.

Carine contestó que le dolía la cabeza.

Yo también sonreí.

Entonces Lola preguntó si alguien tenía esmalte porque quería pintarse las uñas de los pies. Una vez, dos veces, no hubo respuesta. Por fin nuestro farmacéutico preferido le tendió un frasquito rojo:

—Ten cuidado con los asientos, ¿vale?

Después nos contamos cosas de hermanas. Me salto esta escena. Hay demasiadas claves, códigos y carcajadas. Y sin sonido no tiene sentido.

Las hermanas saben de lo que hablo.

Terminamos perdidos en pleno campo. Carine llevaba el mapa y le echaba la culpa a Simon. De pronto, éste dijo:

—¡Dale el mapa de los cojones a Garance! ¡Es la única que tiene sentido de la orientación en esta puta familia!

En el asiento de atrás, nos miramos frunciendo el ceño. Dos tacos en la misma frase y todo entre exclamaciones... La cosa no iba bien.

Poco antes de llegar al castillito de la tía Paule, Simon encontró un sendero con moras a ambos lados. Nos abalanzamos sobre ellas evocando los ojaranzos de la casa de Villiers con voz trémula por la emoción. Carine, que no había movido el culo del coche, nos recordó que los zorros hacían pis justo ahí.

Nos traía sin cuidado.

Qué error...

—Claro. La equinococosis no os dice nada. Las larvas de parásitos que se transmiten por la orina y...

Mea culpa, mea maxima culpa
, perdí un poco los nervios:

—¡Eso son tonterías! ¡No son más que chorradas! ¡Los zorros tienen todo el campo para mear! ¡Todos los senderos! ¡Todas las zanjas! Todos los árboles y todos los prados de alrededor, ¿y justo tendrían que venir a mear aquí? ¡¿Sobre nuestras moras precisamente?! ¡Es absurdo! Esto puede conmigo... Es que me pone enferma. La gente como tú siempre lo estropea todo...

Perdón.
Mea culpa
. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Y eso que me había jurado que me portaría bien. Me había jurado que no perdería los nervios, que estaría muy
zen
. Esta mañana sin ir más lejos, al mirarme al espejo, me lo había advertido a mí misma, sacudiendo el dedo índice: Garance, nada de líos con Carine, ¿eh? Por una vez nada de malos humores. Pero no pude evitarlo. Lo siento. Mil disculpas. Nos arruinó las moras y, de paso, también nuestra pizca de infancia. Me pone de los nervios. No la aguanto. Otro comentario más y le hago tragarse el sombrero de Lola.

Debió de notar que la cabeza le olía a pólvora porque cerró la puerta del coche y puso en marcha el motor. Por el aire acondicionado.

Eso es algo que también me saca de quicio, la gente que no apaga el motor cuando está parada para que no se le enfríen los pies o para que se le refresque la cabeza, pero bueno, corramos un tupido velo. Ya hablaremos del calentamiento del planeta otro día. Se había encerrado en el coche, algo es algo. Hay que ser positivo.

Simon se alejó un poco para estirar las piernas mientras Lola y yo nos cambiábamos de ropa. Me había comprado, pues, un precioso sari en el pasaje Brady, al ladito de mí casa. Era turquesa con bordados en hilo dorado, perlas y unos cascabeles chiquititos. La parte de arriba consistía en un top ceñido y sin mangas, y, la de abajo, en una falda larga muy estrecha y tirante, y por encima llevaba una especie de tela grande para envolverlo todo.

Era precioso.

Pendientes de borlas, todos los amuletos de Rajastán al cuello, diez pulseras en la muñeca derecha y casi el doble en la izquierda.

—Te sienta bien —decretó Lola—. Es increíble. Sólo tú te puedes permitir una cosa así. Tienes un vientre tan bonito, tan plano, tan duro...

—A ver, qué quieres —contesté radiante, acariciándomelo—, es lo que tiene vivir en un sexto sin ascensor...

—A mí mis embarazos me han puesto el ombligo entre paréntesis... Tú ten mucho cuidado, ¿eh? Ponte crema todos los días y...

Me encogí de hombros. Mi pequeño catalejo no llegaba hasta tan lejos.

—¿Me abrochas? —preguntó, dándose la vuelta.

Lola llevaba, como siempre, su vestido de seda negro. Muy sobrio, de escote redondo, sin mangas y con mil botoncitos minúsculos en la espalda.

—No te has gastado un euro para la boda de nuestro querido Hubert —constaté yo.

Se volvió sonriendo:

—Eh...

—¿Qué?

—Adivina cuánto me ha costado el sombrero.

—¿Doscientos?

Se encogió de hombros.

—¿Cuánto?

—No te lo puedo decir —respondió, ahogando una carcajada—, es demasiado fuerte.

—Para de reírte, tonta, que no te puedo abrochar...

Era el año en que se llevaban las bailarinas. Las suyas eran flexibles y con cintas y las mías tenían lentejuelas doradas.

Simon dio unas palmadas:

—Vamos, Bluebell Girls... ¡en ruta!

Agarrándome del brazo de mi hermana para no tropezar, mascullé:

—Mira, como esta idiota me pregunte si voy a una fiesta de disfraces, se traga tu sombrero, te lo aviso.

Carine no tuvo ocasión de decir esta boca es mía porque nada más sentarme me levanté otra vez. Mi falda era demasiado estrecha, y tuve que quitármela para que no reventaran las costuras.

Sentada con mi tanga sobre los asientos de viscosa de alpaca, estaba... hierática.

Nos maquillamos mirándonos en el espejo de mi colorete mientras nuestra equinococosis nacional comprobaba en el de cortesía que sus pendientes estaban los dos a la misma altura.

Simon nos suplicó que no nos perfumáramos las tres a la vez.

Llegamos a Villabotijos de Arriba justo a tiempo. Me puse la falda detrás del coche y nos dirigimos al atrio de la iglesia ante las miradas patidifusas de los villabotijenses, asomados a las ventanas de sus casas.

La elegante señora vestida de gris y rosa que charlaba con el tío Georges, allá a lo lejos, era nuestra madre. Nos tiramos a sus brazos, con cuidado de que no nos dejara las marcas de sus besos.

Muy diplomática ella, primero besó a su nuera, alabando su vestido, antes de volverse hacia nosotras, riendo:

—Garance... estás fantástica... ¡Sólo se echa de menos el circulito rojo en mitad de la frente!

—Pues no faltaba más que eso —soltó Carine, antes de precipitarse sobre nuestro pobre tío viejo y marchito—, no estamos en Carnaval, que yo sepa...

Lola hizo ademán de darme su sombrero, y nos echamos a reír.

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