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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Novela

La sal de la vida (3 page)

Todas esas tonterías, todos esos anhelos y nuestras pompas de jabón en el entierro del padrino de Lola...

Nuestros amores perdidos, nuestras cartas rotas y los amigos con los que hablábamos por teléfono. Esas noches memorables, esa manía de cambiarlo todo siempre de sitio y ése o ésa a quien empujaremos cuando corramos detrás de un autobús que no nos habrá esperado.

Todo eso y mucho más.

Lo suficiente para no magullarse el alma.

Lo suficiente para no intentar discutir con los imbéciles.

Que se pudran.

Se acabarán pudriendo de todas formas.

Se pudrirán solos, y mientras nosotros estaremos en el cine, tan contentos.

Esto es lo que nos decimos para consolarnos de no habernos levantado de la mesa aquel día.

4

Nos recordamos también que todo eso, esa aparente indiferencia, esa discreción, y esa debilidad también, todo eso es culpa de nuestros padres.

Culpa suya, o gracias a ellos.

Porque fueron ellos quienes nos enseñaron los libros y la música. Fueron ellos quienes nos hablaron de otras cosas y nos obligaron a verlo todo de otra manera. Más alto, más lejos. Pero fueron ellos también quienes olvidaron enseñarnos a confiar en nosotros mismos. Pensaban que no hacía falta, que la confianza la adquiriríamos solos, de forma natural. Que teníamos talento para la vida y que los halagos nos estropearían el ego.

Se equivocaban.

La confianza no la adquirimos nunca.

Y aquí estamos ahora. Somos unos inútiles sublimes. Callados frente a los exaltados, con nuestras protestas fallidas y nuestras vagas náuseas.

Demasiada crema pastelera quizá...

Recuerdo que un día estábamos toda la familia en una playa cerca de Hossegor —y era raro que estuviéramos toda la familia en algún sitio, porque la Familia con mayúscula nunca ha sido nuestro fuerte exactamente— y nuestro Pop (nuestro padre nunca quiso que lo llamáramos papá, y, cuando la gente se extrañaba, contestábamos que era por lo de Mayo del 68. Era una explicación que nos gustaba mucho, «Mayo del 68», era como un código secreto, era como decir «es que viene del planeta Zorg»), nuestro Pop, como digo, seguramente levantó la vista de su libro y dijo:

—Niños, ¿veis esta playa? —(La Costa de Plata, en las Landas, bañada por el Océano Atlántico, ¿os hacéis una idea?)—. Bien, ¿pues sabéis lo que sois vosotros en el universo? —(¡Sí! ¡Unos niños sin permiso para comprarse un helado!)—. Sois ese grano de arena. Ese granito de arena. Nada más.

Nos lo creímos. Y así nos va.

—¿A qué huele? —preguntó Carine, inquieta.

Me estaba untando en las piernas la pasta que me había dado la mujer de Li, el del bazar chino.

—Pero ¡¿qué es ese mejunje?!

—No lo sé. Creo que es pasta de arroz mezclada con cera de abejas o algo así...

—¡Qué horror! Vaya asco. ¿Y no se te ocurre nada mejor que ponerte a untarte eso aquí, en nuestro coche?

—Qué remedio... No querrás que vaya a la boda así. Parezco el yeti.

Mi cuñada se dio la vuelta, suspirando.

—Bueno, pero ten cuidado con los asientos... Simon, apaga el aire acondicionado, que voy a bajar la ventanilla.

...por favor
, añado yo por lo bajini.

La mujer de Li había envuelto el mazacote de pasta de arroz en un trapo húmedo y me había dicho: «Ven a velme la plóxima vez. Ven a velme, tengo algo pala ti. Pala tu jaldín de amol. Velás qué contento tu novio cuando yo te lo quite todo, contento contigo, le podlás pedil todo lo que quielas...», me aseguró, guiñándome un ojo.

Se me escapó una sonrisa. Pequeña, porque acababa de manchar el reposabrazos, y con una mano seguí untándome mientras con la otra trataba de quitar la mancha con unos kleenex. Qué desastre.

—¿Y también te vas a vestir en el coche?

—Pararemos antes un momento en algún sitio... ¿No, Simon? ¿A que me vas a encontrar un rinconcito escondido en algún lado, un senderito en el bosque o algo así?

—¿Que huela a avellanas?

—¡Por ejemplo, no espero menos de ti!

—¿Y Lola? —preguntó Carine.

—¿Qué pasa con ella?

—¿Va a venir?

—No lo sé.

—¿No lo sabes? —preguntó, dando un respingo, extrañadísima.

—No. No lo sé.

—Es increíble... Con vosotros, no se sabe nunca nada. Siempre igual. Siempre es todo como vago, todo queda como en el aire. ¿Es que no podéis organizaros un poco de vez en cuando? ¿Aunque sólo sea un poquitín de nada?

—Hablé ayer con ella por teléfono —contesté secamente—. No se encontraba muy allá y todavía no sabía si vendría o no.

—Vaya, qué raro...

Buf, qué poco me gustaba ese tonillo condescendiente...

—¿Qué es lo que te parece raro? —le espeté.

—¡Huy, nada! Nada de nada. ¡Con vosotros ya nada me parece raro! Y si Lola está así, también es culpa suya, ella misma se lo ha buscado, ¿no? Porque vamos, es que tiene el don de meterse en unos líos que para qué... A quién se le ocurre...

Veía a Simon fruncir el ceño en el retrovisor.

—Aunque bueno, yo no digo nada, ¿eh...? Pues eso. Exactamente. No digas nada.

—El problema que tiene Lo...

—Calla —la interrumpí a tiempo—, calla. No he dormido lo suficiente... Otro día me lo cuentas.

Carine adoptó su aire hastiado de siempre:

—De todas formas, en esta familia nunca se puede decir nada. En cuanto haces el más mínimo comentario sobre alguno, los otros tres hermanos se te tiran a la yugular, vamos, es que es ridículo.

Simon buscaba mi mirada.

—¿Y encima te hace gracia? ¡Os hace gracia a los dos! Vamos, es que no tiene ningún sentido. Sois pueriles. Con vosotros no se puede ni opinar. Como no queréis oír nada, no se puede decir nada, y como nadie dice nunca nada, pues claro, sois intocables. Nunca os juzgáis. Pues yo os voy a decir lo que pienso...

¡Pero que nos trae al pairo lo que pienses, bonita mía!

—Pues pienso que esta especie de proteccionismo vuestro, esto de «somos una piña y los demás podéis iros al cuerno» no es sano para vosotros. No es en absoluto constructivo.

—Pero ¿y qué es constructivo en este pobre mundo, Carine?

—Buf, y eso también, basta ya, qué pesadez. Qué pelmas sois con vuestra filosofía de Sócrates desencantados. A vuestra edad resulta patético. Bueno, ¿y qué, has terminado ya con esa pasta pegajosa tuya? Porque vamos, es que da asco sólo de verla...

—Sí, sí —la tranquilicé, haciendo rodar la bola sobre mis pantorrillitas blancuzcas—, no me queda nada ya.

—¿Y después no te vas a poner crema? Ese mejunje te ha soliviantado los poros, ahora tienes que rehidratarlos, si no te van a salir puntos rojos y ya no te los quitas hasta mañana.

—Mierda, no me he traído ninguna...

—¿No tienes una crema de acción fuerte?

—No.

—¿Ni una crema de día?

—No.

—¿Ni una crema de noche?

—No.

—¿No tienes nada?

Estaba horrorizada.

—Sí, tengo un cepillo de dientes, pasta de dientes, mi perfume
L'Heure Bleue,
preservativos, rímel y una barra de brillo de labios rosa.

Carine no se lo podía creer.

—¿Eso es todo lo que llevas en el neceser?

—Bueno... Lo llevo en el bolso. Es que no tengo neceser.

Suspiró, se puso a rebuscar como una loca en su Vanity y me tendió un gran tubo blanco.

—Anda, échate esto...

Le di las gracias con una enorme sonrisa. Se puso contenta. Mi cuñada es una pesada de tres pares de narices, es verdad, pero es muy atenta con la gente. Eso al menos hay que reconocérselo...

Y no le gusta dejar que los poros sigan soliviantados. Le parte el corazón.

Un momento después añadió:

—Garance...

—¿Mmmm...?

—¿Sabes qué es lo que me parece de verdad súper injusto?

—El margen de beneficios de Marionnaud...

—Pues que aun así estarás muy guapa. Con nada más que una sombrita de brillo de labios y un poquito de rímel, estarás guapa. Me duele decírtelo, pero es la verdad...

No me lo podía creer. Era la primera vez en años que me decía algo amable. Casi me dieron ganas de darle un beso, pero ella se encargó de quitármelas enseguida:

—¡Eh! ¡Que te estás echando todo el tubo! Y no es una crema L'Oréal de andar por casa, mira tú por dónde...

Qué típico de Carine... Por miedo a que alguien pueda pensar que es débil, te suelta sistemáticamente una pullita después de la caricia.

Es una pena. Se pierde muchos momentos buenos. Habría sido un momento bueno para ella si me hubiera tirado a su cuello sin avisar. Un beso sonoro entre dos camiones... Pero no. Siempre tiene que estropearlo todo.

Me digo a menudo que tendría que invitarla unos días a mi casa para enseñarle a vivir.

Enseñarle a que baje de una vez la guardia, a que se relaje, a que se quite la bata blanca y olvide los miasmas de los demás.

Me da lástima saber que es así, que está encerrada en sus prejuicios y que es incapaz de sentir ternura. Y entonces recuerdo que la criaron los alegres y encantadores Jacques y Francine Molinoux en un callejón sin salida de un barrio periférico de Le Mans, y que, habida cuenta de todo ello, podría haber sido mucho peor...

La tregua no duró, y fue Simon quien pagó el pato:

—No conduzcas tan deprisa. Cierra los pestillos, estamos llegando al peaje. ¿Qué emisora es ésta? Tampoco hace falta que vayas a veinte por hora. ¿Por qué has bajado el aire? Cuidado con las motos. ¿Estás seguro de que ese mapa es el bueno? Oye, ¿te importa que nos dé tiempo a leer los carteles? Qué tontería, allí seguro que la gasolina era más barata... ¡Cuidado en las curvas, ¿no ves que me estoy pintando las uñas?! Pero... ¿lo haces aposta o qué?

Veo la nuca de mi hermano sobre el reposacabezas. Su bonita nuca recta y su pelo cortito.

Me pregunto cómo lo soporta y si no sueña alguna vez con dejarla atada a un árbol y marcharse a toda velocidad.

¿Por qué le habla con tan poco respeto? ¿Sabe siquiera a quién se dirige de ese modo? ¿Sabe siquiera que el hombre sentado a su lado era un dios de las maquetas? Un as del Mecano. Un genio del Lego System.

Un niño paciente que se tiró varios meses construyendo un planeta increíble con musgo seco para hacer el suelo y unos horribles animalillos moldeados con miga de pan y envueltos en telarañas.

Un chavalín tenaz y perseverante que participaba en todos los concursos y los ganaba casi todos: los de Nesquick, Danone, Babybel, Caran d'Ache, Kellogg's y el club Mickey.

Hubo un año en que su castillo de arena era tan, tan bonito que el jurado lo descalificó, acusándolo de que lo habían ayudado a hacerlo. Lloró toda la tarde, y nuestro abuelo tuvo que llevarlo a una
créperie
para consolarlo. Se tomó tres vasos de sidra seguidos.

Su primera borrachera.

¿Es consciente siquiera de que el encanto de su maridito llevó día y noche durante meses una capa de Supermán de satén rojo que doblaba con mucho cuidado y guardaba en su cartera antes de franquear la verja del colegio? Era el único niño que sabía arreglar la fotocopiadora del ayuntamiento. Y el único también que le vio las bragas a Mylène Carois, la niña de la carnicería Carois e hijos. (No se atrevió a decirle que no le interesaba demasiado...)

Simon Lariot, el discreto Simon Lariot, que siempre ha llevado una vida tranquila y feliz, sin molestar a nadie.

Que jamás cogió una rabieta, que jamás le exigió nada a nadie, que jamás se quejó de nada. Que aprobó con notazas los cursos de preparación para el examen de ingreso en la Escuela de Minas y luego se sacó la carrera con un expediente brillante, y lo hizo sin agobios y sin tener que doparse con Ténormine. Que no quiso celebrar su triunfo y se sonrojó hasta la raíz del pelo cuando la directora del instituto Stendhal lo besó en plena calle para felicitarlo.

El mismo niño grande capaz de reírse como un tonto durante veinte minutos de reloj cuando se fuma un porro y que se sabe
todas
las trayectorias de
todas
las naves de
La Guerra de las Galaxias.

No digo que sea un santo, lo que digo es que es mejor aún que un santo.

Entonces ¿por qué? ¿Por qué se deja pisotear así? Misterio. Mil veces me han entrado ganas de sacudirlo, de abrirle los ojos y pedirle que diera un puñetazo en la mesa. Mil veces.

Un día Lola lo intentó. Simon la mandó a paseo y le contestó que era su vida.

Es verdad. Es su vida. Pero a quienes nos da pena es a nosotros.

Por otra parte, es una tontería. Como si no tuviéramos ya bastante con nuestros propios problemas...

Con Vincent es con quien más habla. Gracias a Internet. Se escriben todo el rato, se mandan chistes malos y direcciones de páginas web para encontrar discos de vinilo, guitarras de segunda mano o forofos de las maquetas. Así, Simon se ha hecho un súper amigo en Massachusetts con el que se intercambia fotos de sus respectivos barcos teledirigidos. Se llama Cecil (Sésil) W. (Dóbelyu) Thurlington y vive en una casa muy grande en la isla de Martha's Vineyard.

A Lola y a mí nos parece de lo más chic... Martha's Vineyard... «La cuna de los Kennedy», como dicen en las revistas del corazón.

Soñamos con tomar un avión y acercarnos a la playa privada de Cecil, gritando:
«Yuuhuu! We are Simon's sisters! Darling Cécile! We are so very enchantées!»

Nos lo imaginamos con un blazer azul marino, un jersey de algodón rosa sobre los hombros y un pantalón de lino color crema. Como en los anuncios de Ralph Lauren.

Cuando amenazamos a Simon con tamaño deshonor, pierde algo de su flema británica.

—¡Ni que lo hicieras aposta! ¡Otra vez me he salido!

—Pero ¿cuántas capas te pones? —preguntó Simon, inquieto.

—Tres.

—¿Tres capas?

—La base, el color y el fijador.

—Ah...

—Cuidado, pero ¡avísame cuando vayas a frenar!

Enarcó las cejas. No, perdón. Sólo una ceja.

¿En qué piensa cuando levanta así la ceja derecha?

Nos tomamos un bocata reseco en una área de servicio. Estaba asqueroso. Yo me inclinaba más por un menú del día en un restaurante de camioneros, pero en esos sitios «no saben lavar la lechuga». Es verdad. Se me olvidaba. De modo que tuvimos que conformarnos con tres bocadillos envasados al vacío. (Mucho más higiénico.)

«No está muy bueno, pero, al menos, ¡uno sabe lo que come!»

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