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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (11 page)

Una vez más, tal como hiciera en otros tiempos, la diosa me escuchó. Recibí la noticia de que Antonio había superado la dura prueba de la retirada a través de los Alpes y había sido aclamado como un héroe.
El informe procedía de una carta dirigida a Bruto e interceptada en su camino hacia Grecia, copiada en secreto y vuelta a sellar. Después me habían enviado la copia. Me retiré a mis aposentos para leerla. Las palabras escritas para otros ojos parecieron saltar hacia los míos.
Antonio fue derrotado, y ambos cónsules fueron asesinados. En su huida, Antonio tropezó con toda suerte de penalidades, la peor de las cuales fue el hambre. Pero la principal característica de su temple es crecerse ante las adversidades. En la desgracia se acerca mucho a un hombre virtuoso. Lo más habitual cuando las personas sufren grandes desgracias es discernir lo que está bien y lo que tienen que hacer; pero en tales adversidades, sólo muy pocas tienen la fuerza de obedecer lo que les dicta su conciencia, haciendo lo que ésta aprueba o evitando lo que condena. Y muchas son tan débiles que ceden a sus hábitos y se muestran incapaces de utilizar su mente.
Sí, era cierto. Pero ya basta de digresiones. ¿Qué había ocurrido?
En esta ocasión Antonio fue un extraordinario ejemplo para sus soldados. Él, que acababa de dejar los lujos y la vida regalada, no tuvo la menor dificultad en beber agua contaminada y alimentarse de frutos silvestres y raíces. Es más, se cuenta que comieron incluso cortezas de árboles y que al cruzar los Alpes se alimentaron de criaturas que nadie había estado dispuesto a tocar jamás.
Un estremecimiento de emoción me recorrió el cuerpo. Sí, ya me imaginaba a las agotadas tropas, y a Antonio dispuesto a humillarse para sobrevivir y continuar luchando…
Su propósito era reunirse con el ejército del otro lado de los Alpes al mando de Lépido, en cuya amistad confiaba, pues muchas veces había utilizado en su favor sus buenos oficios cerca de César. Al acampar en el lugar que tuvo más a mano y ver que no se le ofrecía ningún tipo de aliento, decidió probar suerte y jugarse el todo por el todo. Llevaba el cabello largo y desgreñado y no se había rasurado la barba desde que sufriera la derrota; de esta guisa, envuelto en una oscura capa, se acercó a las trincheras de Lépido y empezó a arengar al ejército…
Era el mismo espíritu de César, lo cual me emocionó profundamente.
El resto de la carta describía su pacto con Lépido. Juntos contaban ahora con diecisiete legiones y una espléndida caballería de diez mil caballos, y ya se estaban dirigiendo a Roma. Querían pactar con Octavio, unir sus fuerzas y perseguir a los asesinos.
Los perseguirían desde el oeste y, si el destino me concediera la oportunidad de hacerlo, yo los perseguiría desde el este. Seguía empeñada en apuñalar a Casio por el medio que fuera. Nada me causaría mayor satisfacción que hundir la daga en su cuerpo con mi propia mano.
El tiempo, que hasta entonces había dado la impresión de haberse detenido, empezó a correr. El año pasó muy rápido. La peste fue desapareciendo poco a poco, los graneros mantuvieron el hambre a raya y Egipto sobrevivió.
El primer día del Año Nuevo romano el Senado declaró oficialmente dios a César. ¡Los que no lo habían querido como gobernante lo tendrían ahora como dios! Aquella ironía no podría por menos que divertir a César cuando lo contemplara todo desde arriba. Pero los acontecimientos de Roma eran todavía más sorprendentes. Tras haber utilizado el apoyo y el prestigio de Cicerón para poder estar a la altura de Antonio, Octavio -o el
divi filius
(«el hijo del dios»), tal como ahora le gustaba llamarse- lo apartó fríamente de su lado y sacrificó la vieja cabeza gris abandonándola a un horrible final.
Octavio unió sus fuerzas a las de Lépido y Antonio y juntos constituyeron el Triunvirato que gobernaría Roma en los próximos cinco años, prescindiendo del Senado con la misma facilidad con que Octavio había prescindido de Cicerón. Acto seguido anunciaron que los asesinos eran unos traidores y que deberían ser perseguidos y castigados. Ambos bandos necesitaban desesperadamente dinero. Los asesinos estaban saqueando Oriente -Casio y Bruto atacaron Rodas, Xanthi, Licia, Patara y Tarso- y los triunviros pusieron en práctica un programa de proscripciones, en virtud del cual todos los enemigos deberían entregar sus personas y sus bienes. Decían que no pensaban cometer el mismo error de César, mostrándose clementes; no emprenderían una campaña en Oriente dejando enemigos a su espalda en Roma.
Cambalachearon vidas y se intercambiaron nombres -mi tío a cambio de tu preceptor- y Octavio acabó sin contemplaciones con Cicerón. El hombre al que había adulado y llamado «padre» fue entregado a sus verdugos. Lo localizaron en su finca del campo, donde se disponía a huir. Pero sus esclavos posaron la litera en el suelo y Cicerón, como uno de los bueyes destinados a los sacrificios que tantas veces había visto en los Triunfos, asomó la cabeza para recibir el golpe.
Dicen que fue Fulvia, la mujer de Antonio, la que exigió que le cortaran también la mano derecha, la mano con la que había escrito sus discursos contra Antonio, y que también fue ella la que depositó la cabeza de Cicerón sobre su mesa y le clavó alfileres en la lengua hasta que Antonio la mandó retirar para que la expusieran en las Tribunas del Foro. Debió de ser entonces cuando Antonio empezó a hastiarse de ella, porque jamás había sido un hombre sanguinario. Una cosa es vencer a un enemigo y otra muy distinta bañarse en su sangre. Cuando se ejecutaba a los soldados desertores, era Fulvia la que se reía y se acercaba a ellos hasta el extremo de que la sangre le salpicaba la túnica.
La desmedida y primitiva afición a la sangre es muy alarmante. Lo más inquietante sin embargo fue la repentina perspicacia con la que pude ver con absoluta claridad todo lo que era y lo que tenía Octavio, descubriendo lo que antes estaba oculto y borroso.
Incluso Cicerón había contado una historia acerca de él… ¿cuál era? Ah, sí, la de que había visto en sueños a los hijos de los senadores pasando por delante del templo de Júpiter en el Capitolio para que Júpiter eligiera a uno de ellos como principal gobernante de Roma. En el sueño, varios jóvenes pasaban por delante del dios hasta que éste alargaba la mano hacia uno de ellos, proclamando: «Oh, romanos, cuando este joven sea el señor de Roma, pondrá fin a todas vuestras guerras civiles.» Cicerón había visto el rostro con toda claridad, pero no conocía al muchacho. Al día siguiente, al ver a los chicos que regresaban de sus ejercicios en el Campo de Marte, reconoció al muchacho del sueño. Al preguntar quién era, le dijeron que era Octavio, cuyos progenitores no tenían ninguna relevancia especial.
¿Sería cierto? ¿Habría tenido Cicerón aquel sueño? ¿No sería una historia que el propio Octavio se habría encargado de divulgar? Octavio engañó a Cicerón, quien según sus propias afirmaciones había controlado al muchacho sin ninguna dificultad «hasta ahora». ¡Y también engañó a César, aunque sólo los dioses sabían cómo! Ahora estaba tratando de engañar a Lépido y Antonio.
Utilizaría a Antonio y a Lépido y se desharía de ellos en cuanto hubieran cumplido su misión. En cuanto a Cesarión, estaba claro que sólo podía existir un «hijo del dios». Él lo sabía. Y yo también.
Me apoyé contra el marco de mármol de la ventana y puse la frente contra él para detener el sudor que súbitamente había aparecido en mis sienes. Lo veía todo con absoluta claridad. ¿Cómo era posible que los demás no lo vieran? ¿Por qué razón sólo yo me sentía amenazada por aquel muchacho que tenía seis años menos que yo?
«Porque es frío, calculador y despiadado. Porque no comete errores. Y porque su juventud juega a su favor pues tiene mucho tiempo por delante para cumplir sus objetivos. Tiene todo el tiempo del mundo.»
Oh, César, si eras verdaderamente un dios, o si los dioses te favorecían, ¿cómo no pudiste discernir la verdad sobre Octavio? Lloré mentalmente, apretando los puños.
«¡Guardaos de él, Antonio y Lépido!», murmuré.
Cicerón había escrito a Bruto que Octavio tenía que «ser alabado y honrado, y después eliminado». Pensaba utilizarlo en su propio provecho. Pero Octavio comentó que sabría evitar que lo eliminaran. Y fue la cabeza de Cicerón la que cayó por orden de Octavio.
Octavio se había presentado en Roma sin otra cosa que no fuera el legado de César pues no tenía tropas, dinero ni experiencia. Ahora era uno de los tres gobernantes de Roma. Y sólo había tardado un año y medio en conseguirlo. Acababa de cumplir los veinte.
En año y medio había conseguido lo que César, el gran César, había tardado veinte años en alcanzar.
38
El viento era favorable a la navegación, y yo paseaba majestuosamente revisando mi flota, que se estaba preparando para iniciar por fin la travesía, a cuyo término se reuniría con los triunviros en Brundisium, donde éstos me esperaban.
Casio me seguía exigiendo los barcos y yo le había dado largas mientras construía la flota, y había aprovechado para comunicarme en secreto con Antonio. La invasión con que Casio había amenazado a Egipto aún no se había producido; Bruto le había recordado que sus enemigos eran los triunviros y no Egipto. Para manifestarme su desprecio, Casio había reconocido a Arsinoe como la verdadera reina de Egipto, y como tal la había saludado en Éfeso.
¡Arsinoe! ¡Otra beneficiaria de la clemencia de César se estaba revolviendo ahora contra mí! César le había perdonado la vida después del Triunfo, compadeciéndose de ella. Y ahora ella había salido del santuario, presentándose como reina de Egipto. No tardé mucho tiempo en descubrir la verdad: era ella la que había convencido a Serapio de que entregara la flota en Chipre. Le debió de prometer un alto cargo en Egipto, el Egipto que muy pronto planeaba gobernar con la ayuda de los asesinos.
¡Y pensar que César había perdonando la vida de Casio, Bruto y Arsinoe cuando tenía el cuchillo en sus gargantas y ellos permanecían sumisamente arrodillados a sus pies! Bien, pues nosotros no pensábamos hacerlo. En eso la crueldad de Octavio nos sería beneficiosa.
Sí, me había aliado con Octavio porque ahora ambos teníamos el mismo propósito: vengar la muerte de César. ¿Y después?
La flota era impresionante. Estaba integrada por un total de unos cien navíos, un número insuficiente para una flota completa aunque bastaría para ayudar a los triunviros. Mi navío insignia, un «seis» -dos hombres para cada remo y con tres órdenes- se llamaba
Isis.
Había decidido no construir barcos de tamaño superior a los «seis», abandonando la afición tolemaica a los grandes barcos que, más que unas eficaces armas ofensivas, eran un estorbo.
La flota era un espléndido regalo que yo depositaría a los pies de los triunviros. Pero éstos habían tenido que pagar un precio. Mi precio a cambio de todo aquello había sido que Antonio declarara a Cesarión hijo natural e indiscutible de César en el Senado y el de que los tres triunviros lo reconocieran como cogobernante mío bajo el nombre de Tolomeo XVI César. Los triunviros se habían mostrado de acuerdo porque mis barcos les eran muy necesarios. ¡Y menudos barcos! El corazón me latía violentamente en el pecho cuando los contemplaba tan perfectos y bien estibados, oliendo a pez, madera, lona nueva y cabos. Subí a bordo y ocupé mi puesto en la cubierta principal al lado de Fidias, el capitán rodio. Quería aprender todo lo que pudiera acerca del gobierno de un barco, aunque como es natural dejaría las decisiones de cada momento de la navegación a la experiencia del capitán.
- Toma -me dijo éste, entregándome solemnemente un yelmo-. Debes llevarlo como signo externo del comandante.
Me lo puse muy despacio, y al instante noté que su peso me oprimía. El penacho ondeaba al viento.
- Gracias -le dije.
Estaba deseando que se iniciara la travesía para ser la primera mujer desde Artemisa de Halicarnaso que se hacía a la mar con su propia flota. Y perdonadme mi orgullo, pero Artemisa sólo estaba al mando de cinco barcos cuando acompañó a Jerjes, aunque combatió valerosamente y escapó a la persecución, hundiendo un barco enemigo.
Teníamos que cruzar el Mediterráneo hacia el oeste, cubriendo una distancia de unas seiscientas millas, y después virar al norte y navegar unas quinientas millas más entre Grecia y la península Itálica hasta llegar a Brundisium. Allí donde la distancia entre la península Itálica y Grecia era más corta, los triunviros tenían previsto efectuar el transporte de las tropas. Yo sabía que los asesinos tenían su propia flota preparada en el extremo sur de Grecia para cerrarme el paso en caso de que yo me «desviara» del rumbo adecuado. Pero yo combatiría contra ellos. Y rezaba para que los dioses me otorgaran una victoria tan grande como la que le habían otorgado a Artemisa.
Zarpamos de Alejandría y abandonamos lentamente el puerto en línea recta a través del estrecho canal que discurría entre el Faro y el rompeolas. Una vez en alta mar, los barcos se reagruparon.
- Un cielo despejado -dijo el capitán, escudriñando el horizonte-. Si sigue soplando este viento de levante, tendremos una travesía tranquila y no habrá dificultades.
La vela estaba hinchada y los cabos crujían tensados por el viento, que nos empujaba hacia la península Itálica.
El viento me azotaba la capa y tiraba de las plumas de mi yelmo. Me alegré de llevarlo, porque me protegía y me daba sombra a los Ojos. Quizá me convendría usar otras prendas que no fueran una capa y una túnica, porque era evidente que ambas cosas no resultaban adecuadas para permanecer en una cubierta de barco azotada por el viento. ¿Acaso debería ponerme unos calzones como los bárbaros?
Me reí al imaginarme vestida con calzones, aunque en un barco tal vez fueran muy cómodos. Quizá lo mejor sería ponerme un taparrabos como los de los remeros. También tenía sus ventajas. Esbocé una sonrisa. ¡No, un taparrabos, no!
Pronto estaría con los triunviros y uniría mis fuerzas a las suyas. Me parecía increíble que pudiera formar parte de un ejército romano, pero estaba en deuda con César y tenía que hacer todo lo necesario por vengarle.
¿Me apetecía volver a verles? Pensaba que jamás tendría tratos con ellos. Cuando zarpé para alejarme de Roma, profundamente afligida y débil me consolé pensando: «Basta de Antonio, basta de Octavio, basta de Cicerón, basta de Roma.» Bueno, Cicerón ya no estaba, pero Antonio y Octavio…

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