Read La seducción de Marco Antonio Online

Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (13 page)

Al final. Bruto y Casio se clavaron los puñales en el vientre, como tenían que hacer.
De esta manera quedaron satisfechos los deseos de venganza de Mars Ultor -Marte Vengador- y del propio César en el campo de batalla de Filipos.
39
El mundo exterior había sufrido un cambio, pero en Alejandría la vida parecía tan protegida y aislada como siempre, y esta sensación era todavía más acusada en el resto de Egipto. Sólo nosotros, en palacio, seguíamos el curso de los tiempos.
Después de mi larga exposición al agua de mar combinada con el viento y el ardiente sol. Iras anunció que mi piel estaba destrozada.
- La sal la ha estropeado y las quemaduras del sol le han dado la consistencia del cuero, en los lugares donde no se está despellejando -dijo, sacudiendo la cabeza.
Olimpo se mostró de acuerdo con ella y señaló que mi aspecto era como el de cualquier adivina del oasis de Moeris.
- A ver si nos vaticinas el futuro -dijo, ladeando la cabeza-. ¿Quién mandará en todo el mundo, y cuánto tiempo le llevará?
- Yo no soy una adivina -le contesté-. Al menos en cuestiones políticas.
- ¿Y en cuestiones de carácter personal, mi querida Circe? ¿Puedes decir si yo me casaré con Febe?
Olimpo se había enamorado, lo cual era sorprendente dada su sarcástica personalidad. Como todos los escépticos, tras haber capitulado ante el amor, ahora se hacía el tonto.
- Se lo tienes que pedir -le contesté.
Todavía no lo había hecho, confiando en que ella le leyera el pensamiento.
- Eso sería ir demasiado lejos -comentó, echándose a reír.
- Tú nunca te casarás, señora, si no te arreglas el cutis -me dijo Iras-. Ahora en Nubia, donde el sol es todavía más cruel que en Egipto, utilizamos leche de burra para bañarnos y proteger nuestra piel.
- Yo te recomendaría aceite de almendras -dijo Olimpo-. Es más fácil de conseguir.
- ¿A cuántas burras hay que ordeñar para que haya suficiente? -pregunté-. ¡Seguro que las tenemos!
La idea me resultaba extrañamente atractiva. Olimpo arqueó las cejas.
- Te prometo que, después, probaré el aceite de almendras -le aseguré.
Pero me había puesto un poco de mal humor el comentario de Iras. Casarme… Mardo insistía también en que lo hiciera.
En mi bañera de mármol me bañé con leche de burra, frotándome los brazos y las piernas y aplicándomela con suaves golpecitos en la cara. Los dedos de mis pies ofrecían un aspecto muy raro, asomando por encima de la superficie del blanco líquido. Una mampara de madera de sándalo me protegía de la mirada de Mardo, que paseaba arriba y abajo por mi habitación. Los baños me resultaban muy aburridos, y por este motivo solía distraerme conversando con las incorpóreas voces de otras personas.
- ¡Señora, tus súbditos lo están deseando! -me dijo con una voz más estridente que de costumbre a causa de su irritación.
- Ya les he dado un heredero -repliqué en tono obstinado-. Ahora somos dos gobernantes. Hasta los romanos han reconocido a Cesarión.
Acababa de acuñar una nueva serie de monedas de nuestro reinado.
- Cesarión sólo tiene cinco años -dijo Mardo, acercándose a la mampara-. La vida es incierta para todos nosotros. Si el niño no alcanzara la madurez, el linaje terminaría con él. ¿Tienes intención de desposarte con él? ¡Cualquiera diría que es eso lo que quieres!
Recogí un poco de leche con las manos y me la eché por los brazos y los hombros.
- No seas vulgar -contesté.
- Pero ¿acaso no lo ves? Tiene que haber más herederos, los Lágidas sólo os casáis los unos con los otros, por consiguiente, ¿a qué otra conclusión quieres que llegue el mundo?
- ¡No me importa! -repliqué furiosa.
- Pues te tiene que importar. Es necesario. ¡Tienes que enfrentarte con este problema!
- Ahora no -dije, hundiendo el rostro en la leche y cerrando los ojos.
- Ahora sí. Ya tienes veintisiete años. Pronto cumplirás veintiocho -me recordó-. Los Lágidas se han casado algunas veces con extranjeros. ¿Acaso tu abuela no era siria?
- Sí -contesté, aunque mi abuelo no había considerado oportuno casarse con ella-. ¿Con quién me aconsejas que me case?
- Bueno, Octavio no está casado y…
- ¡Octavio! -exclamé-. ¡Octavio! ¡Qué consejo más poco sugestivo!
Me levanté y llamé a Iras. Quería salir de aquel baño y mirar a Mardo directamente a los ojos. Iras acudió presurosa con toallas y túnicas. Cuando estuve vestida, salí de detrás de la mampara y lo miré enfurecida. Él me miró a su vez sinceramente desconcertado.
- Te he sugerido un romano porque es evidente que no tienes prejuicios contra ellos, a diferencia de otras personas.
- César era distinto.
César estaba por encima de las categorías; su verdadera categoría era sobrenatural.
- Octavio es un hombre apuesto -añadió Mardo con un hilillo de voz-. Y poderoso.
- Eso sí, lo reconozco.
- ¿Pues qué más quiere una mujer?
Me eché a reír.
- Confieso que ambas cosas son una buena base, pero me gustaría que las acompañara un corazón, un cierto sentido de la vida y de la alegría.
- Pues entonces retiro lo dicho. Tendrás que buscarte a alguien que no sea romano.
Iras regresó con un frasco de aceite de almendras.
- Si quieres tenderte aquí…
Me indicó una camilla cubierta por gruesas toallas.
- Más tarde. -Necesitaba terminar mi conversación con Mardo-. Sé que tienes razón, pero… -¿Cómo podía decirle que todo aquello no me interesaba, que hasta mis sueños eran extrañamente fríos y estériles? Él, que era eunuco de toda la vida, jamás podría comprender las fluctuaciones de la pasión ni entender que algo que había sido una locura en una determinada fase de la vida pudiera desaparecer y evaporarse como el lecho seco de un río en otra. Recordaba todas las veces que había estado con César, pero ahora mi temperamento de entonces me parecía una simple curiosidad.
- Podrías considerar tal vez la posibilidad de un príncipe de Bitinia o del Ponto -añadió impertérrito-. Alguien más joven que tú que te adorara, cumpliera todos tus deseos, que jamás te exigiera nada y sólo existiera para… para satisfacerte -dijo ruborizándose.
- Cualquiera diría que tengo setenta años y no veintisiete -contesté.
Traté de imaginarme la situación, y yo también me ruboricé.
- Los reyes tienen hermosas concubinas; ¿por qué no ibas tú a tener algo parecido?
- Los niños no me atraen.
- No me he referido a un niño sino a alguien que fuera manejable. -Hizo una pausa-. Tengo entendido que el príncipe Arquelao de Comana es un buen soldado y ha recibido una esmerada educación.
- ¿Cuántos años tiene?
- No lo sé, pero puedo averiguarlo -contestó con entusiasmo.
- Hazlo -dije, siguiéndole la corriente-. Otra cosa, y perdóname que cambie de tema, ¿es cierto lo que se dice de Lépido?
Al parecer, después de la batalla de Filipos, el triunvirato oficial se estaba conviniendo en un duunvirato oficioso. El mundo se dividiría como un pastel, pero sólo entre Octavio y Antonio.
- Sí, esta mañana se ha recibido un nuevo informe. Te lo he dejado en tu mesa de trabajo con tu secretario.
- Cuéntame -dije, ajustándome alrededor del cuerpo una bata de seda hecha con varios pañuelos de distintos colores.
- Sospechan, o afirman sospechar, lo cual es muy distinto, que Lépido actúa a espaldas de los demás y está traicionando su confianza. Por este motivo, al repartirse el imperio romano entre ellos, llamémoslo así porque es un imperio a todos los efectos, a él lo han dejado fuera.
- ¿Y qué le ha correspondido a cada uno? -pregunté.
- Antonio es el héroe del momento; su prestigio es muy grande en todo el mundo -contestó Mardo-. Se ha quedado con lo mejor, toda la Galia y todo el Oriente. Será el amo de la parte del mundo donde nosotros vivimos, y es probable que lleve a efecto los planes de César de someter la Partia.
- ¿Y Octavio?
¿Cómo era posible que Octavio lo hubiera consentido? Sin embargo, el hombre que yacía enfermo en su tienda o que tenía que ser trasladado en litera no podía dictarle las condiciones al héroe-soldado.
- Sólo tiene Híspanla y África, y dos onerosos deberes que cumplir: encargarse de asentar a los veteranos en Italia, buscándoles tierras y dinero, y perseguir a Sexto, el hijo pirata de Pompeyo. Unas tareas extremadamente ingratas.
Ingratas y exigentes. Le atarían las manos a Octavio durante mucho tiempo. Esbocé una sonrisa. Eso no era lo que él esperaba.
Cuando Mardo se hubo retirado, me tendí en la camilla y dejé que Iras me aplicara el aceite en la piel con un suave masaje. Cerré los ojos y me entregué por entero al perfume y a la sensación.
- Señora, ¿piensas seguir sus consejos? -me preguntó Iras en un susurro-. ¡Tu piel tiene que ofrecer un aspecto impecable antes de conocer a ningún príncipe!
- Lo he dicho sólo para complacerle -contesté en voz baja. El perfumado aceite y el masaje me estaban adormeciendo-. Haría falta algo más que un hermoso príncipe para… para… -Mi voz se perdió sin terminar la frase.
Para despertar aquella parte de mi ser que estaba sumida en un letargo invernal, pensé. A lo mejor llevaba tanto tiempo dormida que se había muerto apaciblemente y sin un solo murmullo de protesta.
Mardo se lo pasó muy bien buscando en todo el mundo candidatos adecuados a mi mano. Buscó entre los idumeos, los griegos, los paflagonios, los nubios, los gálatas y los armenios. Por el simple placer de fastidiarle, yo había elaborado una lista de características esenciales, confiando en que fuera prácticamente imposible encontrar a alguien que las reuniera todas. Tenía que tener por lo menos veinte años, llevarme una cabeza de estatura, ser atlético, buen matemático, hablar un mínimo de tres idiomas, haber vivido en el extranjero, tocar bien un instrumento musical, estar familiarizado con el mar y la navegación a vela y pertenecer a una ilustre estirpe real. Esos eran los mínimos requisitos que yo exigía, dije. ¡Pobre Mardo!
La cosecha fue buena y gracias a ella pudimos empezar a recuperar las pérdidas del año anterior. Encargué la construcción de sesenta barcos y ordené reparar los canales y los depósitos que se encontraran en peores condiciones. Ahora disponía de un ejército de veinte mil soldados y, aunque ni el ejército ni la flota habían alcanzado todavía su máxima capacidad y sin duda los romanos se hubieran burlado de ellos, era un buen principio y estaba muy claro que habíamos hecho grandes progresos en comparación con la grave situación en que nos encontramos después del naufragio de la flota.
Para mi consternación, el primer candidato de Mardo, Arquelao de Comana, cumplía todos los requisitos exigidos, y Mardo me convenció para que lo invitara a una visita oficial.
- Aunque sea una farsa -dijo-, tu pueblo se alegrará. Al menos la gente verá que intentas resolver el problema.
- ¿Cuándo vendrá? -pregunté.
Sólo de pensar en ello me deprimía profundamente. Jamás hubiera tenido que aceptar aquel juego.
- En cuanto él y su familia hayan terminado de rendir pleitesía a Antonio -me contestó Mardo-. Todos los reyes clientes de la región tienen que comparecer ante él, ofrecerle sus coronas y esperar a que él apruebe su gobierno y los confirme en el trono.
- Todos los reyes clientes… hay muchos -dije-. Y cada uno tendrá que ser examinado por separado. Algunos eran acérrimos partidarios de los asesinos y otros se habían visto obligados a prestarles su apoyo. Ahora todos afirman que los obligaron a la fuerza, y que los despojaron de su dinero.
- Antonio lo sabe. El también tiene que sacarles dinero. Pero por lo menos escucha a la gente. El orador Hibreas de Milasa dijo que si Antonio esperaba que le entregaran los impuestos de diez años en un año, él tendría que darles dos veranos en lugar de uno. Y entonces Antonio cedió.
- ¿Y ahora dónde está? -pregunté. Sabía que había iniciado su gira en Atenas.
- En Éfeso. Lleva varias semanas presidiendo una bulliciosa corte. Lo llaman Dioniso, e incluso lo saludan como a un dios.
- Le debe de gustar -dije-. Eso es mejor que lo de Octavio, que sólo es hijo de un dios. Pero es que los efesios llaman dios a cualquiera que sea alguien. Confío en que él lo comprenda.
Mardo soltó una carcajada.
- No creo que le importe. Está demasiado ocupado con Glafira, la madre de Arquelao. Al parecer ella le está planteando sus exigencias.
Por una extraña razón, me escandalicé. Me parecía tan injusto… Me imaginaba a todos los gobernantes varones haciendo cola hasta que les tocara el turno, mientras Glafira pasaba por delante de todos ellos.
- O sea que cuando su madre se dé por satisfecha Arquelao se podrá ir.
No, lo que Mardo quería decir era que cuando Antonio se diera por satisfecho, la madre se podría ir. Sacudí la cabeza.
- Puede que haya para rato -dije.
Hubiera tenido que alegrarme: mientras Glafira conservara el interés de Antonio, yo me libraría del hijo.
La corte de Dioniso se prolongó a lo largo de muchos meses y en su transcurso hubo grandes cortejos en los que Antonio desfilaba en un carro lleno de racimos de uva en compañía de mujeres vestidas de bacantes y de unos hombres disfrazados de sátiros y de Pan que, con la cabeza adornada con coronas de hiedra, sostenían tirsos en sus manos y tocaban cítaras y flautas y aclamaban al «portador de la alegría» Dioniso-Antonio. El eco de las aclamaciones reverberaba por todo el Oriente. Pensé que se lo debía de estar pasando muy bien y me pregunté qué hubiera hecho Octavio en Éfeso. Probablemente hubiera prescindido de todos aquellos exóticos festejos y se hubiera reunido en secreto con mujeres a altas horas de la noche. Era aficionado a los placeres furtivos. A lo mejor sólo le gustaban cuando eran furtivos.
Unos seis meses después se presentó en mi corte un romano enviado por Antonio. Se llamaba Quinto Delio, y era famoso por su habilidad en cambiar de caballo a medio cruzar un río, tal como hacían aquellos prodigiosos jinetes del Circo. Había sido un hombre de Dolabela, después de Casio y ahora lo era de Antonio. Le cobré antipatía sin conocerle y le hice esperar el mayor tiempo posible antes de recibirlo en audiencia. Por desgracia el desventurado Arquelao llegó casi al mismo tiempo que él, viajando ansiosamente por mar y por tierra para visitar mi corte. Me compadecí de él, y tal circunstancia me predispuso favorablemente hacia su persona, justo lo contrario de lo que me había ocurrido con Delio. Sin embargo, Arquelao tendría que esperar a que terminara primero con el romano.

Other books

Snow Bound Enemies by Donavan, Seraphina
Lakeside Romance by Lisa Jordan
Bang: B-Squad Book Two by Avery Flynn
Caught for Christmas by Skye Warren