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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (17 page)

Me acerqué a él.
- No, no te vayas. -No me había quitado la túnica sino simplemente los adornos-. Quédate y dime por qué has venido.
Le indiqué por señas el camarote. Dudó un instante y me siguió al interior. Cerré la puerta.
Entonces observé que sostenía en la mano unos pergaminos.
- Pensé que teníamos que hablar en privado -me dijo-, y aquí no es tan probable que nos oigan como en mi cuartel general.
- Muy bien -dije, disponiéndome a escucharle.
¿Por qué no había esperado hasta la mañana siguiente? ¿Por qué había regresado corriendo a sus habitaciones para recoger los pergaminos y volver? ¿Por qué parecía tan alterado? Con aire indiferente, porque no quería dar la impresión de sentirme incómoda a pesar de que la visita me parecía muy rara, alargué la mano y cogí un chal para cubrirme los hombros, como si necesitara protegerme.
- Los documentos de César, los que estaban en su casa… ¿recuerdas?
Agitó los pergaminos que sostenía en la mano como si éstos pudieran hablar.
- ¿Por qué me los traes?
Había transcurrido tanto tiempo y era todo tan confuso… Por otra parte, ¿qué tenía yo que ver con ellos? El único que verdaderamente me importaba, el testamento, me había causado un profundo dolor, porque César ignoraba en él a Cesarión y adoptaba a Octavio.
- Los cambié -me confesó-. Quería decírtelo, explicártelo todo… -Me miró tímidamente-. Quiero que veas los originales.
Todo aquello me parecía muy aburrido. No quería abrirme al dolor de volver a ver la escritura de César y tanto menos a aquella hora de la noche en que me sentía tan cansada y sin defensas.
- Hay muy poca luz -dije.
Pero lo cierto era que no deseaba verlos en aquel momento y que tampoco me apetecía atender a Antonio. No quería que me molestaran, y no deseaba estropear el efecto de mi triunfo diplomático diciendo o haciendo algo inapropiado por culpa de mi cansancio.
- Será suficiente -dijo alegremente. Se sentó junto a mi escritorio sin pedirme permiso, extendió el primer pergamino y señaló algo-. Mira, aquí, donde nombraba al magistrado que tendría que presidir los juegos…
Me situé a su espalda y miré por encima de su hombro aquello que él tanto interés tenía en que yo viera. Bajo la escasa luz, apenas podía distinguir las palabras. Antonio mantenía la cabeza tan inclinada sobre el pergamino que me di cuenta de que también él tenía dificultades en leerlas.
- ¿Y qué nos importa ahora quién presidió los juegos? -pregunté.
Tuve que inclinarme para hablar con él, y sólo pude hacerlo apoyándome en sus hombros y su espalda.
- He cambiado muchas cosas -me confesó-. Esta es sólo una de ellas. Mira. La escritura… ¿te das cuenta de que es ligeramente distinta?
Tuve que inclinarme un poco más y apoyarme con más fuerza contra él. De repente no fui consciente de ninguna otra cosa.
- Sí -reconocí.
- Siempre me he sentido culpable de lo que hice, de haber utilizado su sello para asegurarme unos cargos que me beneficiarían y fortalecerían mi mano…
«Soy la mano derecha de César», había dicho en cierta ocasión.
- ¡Por lo menos, utilizaste esa mano para defenderle! -dije-. No fue un mal uso de tu cargo sino un buen uso. -Hice una pausa-. ¿Por qué me lo dices?
Lanzó un suspiro, movió los hombros y yo me moví con ellos.
- Seguramente porque tú eres la única persona que tiene el poder, al menos a mi juicio, para perdonarme las libertades que me tomé en su nombre. Tú me puedes decir: «Te perdono en nombre de César.» Tú sabes cuál era la situación y por qué motivo fueron necesarias algunas falsedades en aquellos momentos.
- Sí, lo sé. Ya te he dicho que jamás te podré pagar lo que hiciste por vengarle. Si para ello fue necesario alterar algunas normas y modificar algunos documentos…
Hice ademán de apartarme. En aquel pergamino ya no había nada que pudiera interesarme, y estaba cansada de forzar la vista.
Sin embargo, en el momento en que enderezaba la espalda, él también lo hizo y entonces mi mejilla rozó ligeramente la suya. Me quedé helada… No hay otra palabra para describirlo porque me pareció que aquel roce prohibido derribaba de golpe la barrera que se interponía entre nosotros, una barrera de comedimiento y de buenos modales.
Volvió a moverse y nos rozamos de nuevo en una especie de pausado movimiento, más propio de un sueño que de la realidad, aunque no debió de serlo pues él giró de pronto la cabeza y me besó en la boca. Sin el menor pensamiento de censura, le devolví el beso, abriendo mi boca a la suya mientras él se levantaba de la silla y me atraía hacia sí. Ahora estábamos de pie, cara a cara, besándonos. Incapaz de hacer otra cosa, lo rodeé con mis brazos y lo estreché con fuerza.
Sus besos eran profundos y apasionados; no hubo ningún beso intermedio entre el vacilante beso inicial y los ávidos besos que lo siguieron. Y yo estaba hambrienta de ellos -y de él-, eso fue lo que más me sorprendió, El mero hecho de tocarlo bastó para abrir aquella puerta secreta que tanto tiempo llevaba cerrada. Su repentina abertura me dejó aturdida.
Tenía que haber algún medio para detener lo que estaba ocurriendo. No podía actuar movida por un loco y repentino impulso. Intenté apartarme de sus brazos, pero él no me soltó fácilmente; era como si temiera hacerlo.
- Siempre te he querido -me susurró al oído mientras su mano izquierda me sostenía la cabeza y me atraía con fuerza hacia sí.
¿Me estaba pidiendo disculpas, como si ello bastara para justificar su irrupción en mis aposentos en mitad de la noche, por un motivo baladí?
- Supongo que ahora me vas a decir que todo empezó la primera vez que estuviste en Egipto, cuando yo todavía era una niña -dije en tono irónico, tratando por todos los medios de calmar los violentos latidos de mi corazón.
Latía con tal fuerza que casi me pareció que él podría oírlo a través de las pulsaciones de mi sien, contra la cual mantenía apoyada la cabeza.
- Lo cierto es que jamás te olvidé. Cuando te volví a ver en Roma, siempre como si estuvieras en una corte y como un adorno de César… sí, entonces te deseé como un niño que ve unos exquisitos dulces en una tienda pero no tiene dinero para comprárselos. Tú pertenecías a César y el solo hecho de pensar ciertas cosas hubiera sido una deslealtad. -Hizo una pausa-. Por lo menos, estando despierto.
Presentí su sonrisa de turbación, a pesar de que no pude verla. Y yo también sonreí.
Entonces sobrevino una especie de sensación de vergüenza. Estábamos atrapados entre dos comportamientos distintos, ¿íbamos a seguir adelante hacia lo desconocido, o sería mejor que nos limitáramos a lo conocido y ensayado? Probé lo segundo.
- Mi soldado -dije en tono burlón-. Mi general -añadí, tratando una vez más de apartarme y echarme hacia atrás. Pero no pudo ser.
- No soy tu general sino un general -dijo él-. A no ser que quieras contratar mis servicios.
Empezó a besarme el cuello, cerca del oído.
- Pensaba que esta reunión era para eso -contesté-. Futuras alianzas de tipo político.
- No -dijo-, la reunión es para esto otro.
Sin dejar de besarme, soltó los tirantes de la túnica y la dejó caer al suelo. ¿Por qué no se lo impedí? Sentía un hormigueo de excitación en la piel. Mi piel ansiaba su contacto como si tuviera una mente y unas necesidades propias e independientes.
Los guardias de la cubierta hubieran acudido corriendo en mi auxilio y lo hubieran traspasado con sus lanzas en caso necesario. Y al otro lado de la puerta esperaba un soldado. Ellos lo echarían y me salvarían de mi propio cuerpo y de sus inesperados deseos. «¡Llámalos!», me ordené a mí misma, pero mi insurrección contra mis propios sentimientos estaba ganando la partida. En silencio dejé que me besara y me acariciara los hombros y el cabello.
- Quería verte. Debía de estar loco pues de lo contrario no te hubiera deseado con toda mi alma -añadió en un apresurado murmullo. Yo apenas podía entender sus palabras-. Había pasado tanto tiempo… Y yo no tenía ninguna excusa para verte. No se me ofrecía ninguna ocasión, ¿comprendes? Legalmente sólo podía llegar hasta Siria. Confié en que me invitaras a Egipto, pero no lo hiciste. Transcurrieron meses y meses y no lo hiciste. Así que tenía que inventarme una razón para llamarte. Me temo que no fue muy buena porque te enojaste.
Inclinó la cabeza y empezó a besarme la parte superior de los pechos.
Unas oleadas de excitación me recorrían el cuerpo y me impedían contestar.
- Si hubiera sabido la verdadera razón, no me hubiera enojado.
- Hubieras tenido que comprenderlo, hubieras tenido que adivinarlo.
Hizo una pausa y después me siguió besando cada vez más abajo.
Me avergoncé una vez más de mí misma y del deseo que Antonio estaba despertando en mí. ¡Otro romano casado! ¡Tendría que estar loca para recorrer una vez más el mismo camino!
Lo aparté.
«¡Vete! -hubiera querido decirle-. ¡Te has deshonrado viniendo aquí de esta manera! Tal vez el vino te lo haga olvidar, pero yo jamás lo olvidaré.» Sin embargo, las palabras no me salieron, porque sabía que él me obedecería avergonzado y que se iría, y yo no quería que se fuera.
Me estaba mirando bajo la débil luz de la lámpara, con el rostro encendido de deseo. Temblaba de emoción y yo temblaba con él. Apoyé las manos en sus hombros y lo atraje hacia abajo, cayendo con él en la cama que tenía a mi espalda. Rodamos el uno en brazos del otro como unos chiquillos. Le acaricié el abundante cabello y me encantó la sensación. Inclinó el rostro y me volvió a besar, esta vez muy despacio, como si tuviera mucho tiempo por delante. Me excité más que con sus apasionados besos iniciales.
- No soy una bestia salvaje, y no haré nada que tú no desees tanto como yo.
Me miró con la cara muy seria, esperando una indicación o una señal.
Traté de pensar y de razonar fríamente, pero el único pensamiento que me vino a la mente fue: «Esta noche es mía, es mi primera noche en muchos años, es una noche de la que soy dueña. Esta noche no soy la viuda de nadie, no estoy unida a nadie, soy sólo una mujer, una mujer libre.»
Le acaricié los hombros, unos hombres anchos, fuertes y jóvenes. Estaba en la flor de la vida.
- Mi soldado -repetí, pero esta vez lo dije de una manera distinta, en tono posesivo-. Mi general.
Entrelazó los dedos con los mechones de mi cabello y volvió mi rostro hacia el suyo, besándome tan profundamente que me olvidé de todo lo que había fuera de aquella habitación. Mi cuerpo ansiaba unirse al suyo, al margen de cualquier otra consideración.
Dioniso era el oscuro dios de la arrebatada liberación, y aquella noche era Antonio. No tenía que temer que los recuerdos borraran el aquí y el ahora porque él era completamente distinto que cualquier otra cosa que yo hubiera conocido. Me tomó sin más, e hizo que me olvidara de todo y que sólo pensara en él.
«¡Ah!», grité en lo más hondo de mi ser, entregándome como la primera vez que cerré los ojos y me arrojé al agua en el puerto, aquella agua tan profunda y cálida, y tan llena de corrientes desconocidas. Y tan peligrosa.
Faltaban muchas horas para el amanecer, y una y otra vez él me hizo el amor hasta que creí morir de placer.
Más tarde, cuando empezamos a despertarnos poco a poco y sentimos la proximidad de la aurora, nos intercambiamos unas adormiladas palabras en voz baja. Su cabeza descansaba contra mi cuello. Alargó la mano y tomó el medallón de César.
- Ahora tendrás que dejar de llevarlo -dijo-. Es un dios y ya no le interesan los mortales. Tendrá que dejar a los mortales para otros mortales.
- ¿Como tú? -le pregunté-. Pero ¿acaso tú no eres también un dios, por lo menos en Éfeso?
- Mmm -dijo, lanzando un suspiro-. Pero todavía no me he acostumbrado. -Se volvió a mirarme, apenas visible en medio de la semioscuridad del camarote-. Y nunca me acostumbraré a ti, de esta manera.
- Eso significa que jamás podrás darlo por descontado.
Seguimos intercambiándonos las ternezas que suelen decirse todos los enamorados, por lo menos al principio.
Cuando el cielo empezó a mostrar los primeros atisbos de luz, me dijo:
- Tengo que irme antes de que se haga totalmente de día.
- Pero la gente sabe que estás aquí -le dije-. Te han visto subir a bordo. Has tenido que pasar por delante de los guardias. Seguramente les habrás dado una excusa razonable.
Sacudió la cabeza.
- Me temo que he sido bastante transparente. Los asuntos de Estado no suelen tratarse por la noche.
- Todo el mundo lo sabrá -dije-. No tienes por qué retirarte subrepticiamente como un niño culpable. Creo que no tenemos por qué avergonzarnos. -Me sentía renacida y audaz y no quería ocultar lo de aquella noche-. Creo que tienes que salir como el sol naciente.
Soltó una carcajada.
- Eres muy poética. Es una de las cosas que siempre me han gustado de ti, desde hace mucho tiempo.
- No creo que lo supieras.
- Sé muchas cosas de ti -me dijo-. Quería saberlo todo.
- Veo que tú me conoces mejor de lo que yo te conozco -dije-, porque yo jamás hubiera imaginado tal cosa de ti.
- Ya te he dicho que te quiero desde hace mucho tiempo.
Le creí sinceramente. No estaba diciendo frases convencionales.
- Ahora ya me has tenido.
- No es tan sencillo -dijo-. Una noche no te entrega a mis manos. Eso no es más que el principio.
Me estremecí al oírle. Yo quería que fuera así de sencillo, un anhelo abrumador, un deseo, un deseo satisfecho. El final. ¿Hasta dónde podía llegar? Otro romano casado. Eso por lo menos era sencillo.
Sacudí la cabeza. ¿Por qué lo había hecho? El recuerdo de las horas pasadas contestó inmediatamente a mi pregunta.
- No te vayas a escondidas -le dije-. No tenemos nada de lo que avergonzarnos.
- ¿Quieres decir que no tenemos que dar cuenta de nuestros actos a ninguna autoridad terrenal superior?
- No, quiero decir exactamente lo que he dicho, que no tenemos nada de lo que avergonzarnos. No te comportes como si nos diera vergüenza.

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