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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (20 page)

- Delio -dije, acercándome a él-, estoy segura de que cuando vayas a la Partia con Antonio tendrás múltiples ocasiones de castigar a unos cuantos partos. Pero olvídate de Casio, ya ha pagado el precio. Un hombre sólo puede morir una vez.
- No, eso no es cierto, puede morir dos veces. Primero en el cuerpo y después en su reputación. Matar a esta última es una muerte mucho más cruel que la primera.
Lo dijo con tal fiereza que casi me olvidé de que antes había servido a Casio y sólo se había pasado al bando de Antonio después de Filipos.
- Siendo así, digamos que hay una tercera muerte que consiste en ser abandonados por los antiguos amigos -dije.
Delio esbozó una despectiva sonrisa. Aparté el rostro. Confiaba en que Antonio tuviera otros bastones en que apoyarse en sus operaciones bélicas.
El primer magistrado de Tarso le estaba explicando a Antonio qué persona había elegido para ocupar el puesto de gimnasiarca de la ciudad. Era un hombrecillo rechoncho que probablemente no dedicaría mucho tiempo a la práctica de ejercicios físicos, pero que sin duda disfrutaría con los baños y las conferencias que se darían en el nuevo Gymnasion.
- Sí, sí -dijo Antonio sin poder disimular la indiferencia que le inspiraba el nombramiento.
Estaba deseando librarse de su interlocutor, pero el magistrado lo agarró por el hombro de la túnica y siguió hablando con voz tan monótona como el zumbido de una abeja. De hecho era un hombre redondito como una abeja.
A su lado, su mujer iba vestida con el atuendo más anodino que jamás había visto en mi vida. ¿Por qué será que la respetabilidad siempre se envuelve con ropajes tan deprimentes? ¿Por qué equiparamos la belleza con la falta de seriedad? Le comenté lo mucho que me había impresionado la ciudad y lo afortunados que eran de contar con la protección de las montañas y los árboles.
Lo que no dije fue que en otros tiempos los Lágidas habían sido dueños de todo aquello. No sólo teníamos el mar, la arena y el Nilo de Egipto sino también aquellas laderas montañosas y aquellos bosques. Al ver todo aquello se despertó en mí el deseo de recuperar la mayor cantidad posible de aquel imperio perdido. César le había devuelto Chipre a Arsinoe; tal vez Antonio…
La mujer me contestó con una voz tan bajita que tuve que esforzarme por prestar atención a sus palabras tan insignificantes como su rostro de ratón.
Cuando bajamos a la sala del banquete, los invitados pisaron cuidadosamente el colchón de pétalos de rosa y no levantaron los ojos hasta llegar a la entrada de la sala. Había antorchas encendidas por todas partes y los triclinios -mucho más lujosos que aquellos sobre los que se habían recostado la primera noche- estaban rodeados por mesas de mármol con patas de oro y bordes de rubíes. El color rojo de las rosas, el escarlata de las colgaduras de las paredes, los rubíes y los triclinios cubiertos de lienzos carmesí se confundían y mezclaban entre sí, y hasta el aire de la estancia parecía estar pintado de rojo fuego.
Antonio y yo ocupamos nuestros lugares e inmediatamente después di la señal para que empezara el banquete. La comida en sí no tema nada de especial, ¿cómo lo hubiera podido tener? La cocina de un barco no puede rivalizar con una cocina de tierra firme, y yo sólo podía echar mano de los alimentos locales como el escaro, las púrpuras, el pavo y el cabrito. De Egipto me había llevado patos, gansos y percas del Nilo ahumados. Los tallos de papiro dorados serían una novedad. Los solía comer -sin dorar, naturalmente- el pueblo llano de Egipto, pero divertirían a los romanos y a los tarsenses. Me había llevado también un considerable número de ánforas del mejor vino de Quíos y deseaba que aquella noche se las terminaran casi todas. Cuando zarpara rumbo a Egipto, quería que el barco fuera mucho más ligero que a la ida.
Los músicos, todos vestidos de rojo, tocaban suavemente sus instrumentos, pero la música apenas se oía en medio del creciente murmullo de las voces de los comensales. Al final se les había soltado la lengua y todos hablaban a la vez.
- Eres muy extravagante -me dijo Antonio mientras sus ojos pasaban de una cosa a otra.
- No creas -contesté-. Todo eso es más bien modesto. Soy capaz de gastar diez veces más en una cena.
- Imposible. Quiero decir sin aumentar el número de invitados.
- Lo podría hacer ahora mismo y sirviendo prácticamente los mismos platos. -Se me acababa de ocurrir una idea y quería ponerla en práctica-. Si lo hago, ¿accederás a ir a Alejandría?
Lo pensó un buen rato antes de contestar.
- Sí, pero tendrás que atenerte a las normas. No aumentar el número de invitados y no añadir de repente costosos regalos. Simplemente este banquete con los mismos invitados y los mismos platos.
- De acuerdo. -Hice señas a uno de los servidores-. Llena una copa con vinagre del más fuerte -le dije- y tráemela.
Antonio frunció el ceño.
- El vinagre no es muy caro que digamos.
No contesté.
- Gentiles invitados -dije levantando la voz-, Antonio y yo acabamos de hacer una apuesta. Yo he apostado a que puedo conseguir que este banquete cueste más de un millón de sextercios. Él dice que es imposible que un banquete sea tan caro y tanto menos un banquete con sólo treinta y seis comensales. Pues bien. -Alargué la mano y tomé la copa llena de vinagre-. Gracias.
Antonio se inclinó hacia delante y se apoyó sobre los codos, observándome atentamente. Sus ojos oscuros estaban clavados en mí.
- Vamos a ver -dije, quitándome uno de mis pendientes de perlas y arrojándolo a la copa, donde cayó con un leve sonido y después se hundió hasta el fondo. Hice girar la copa para que se oyera el ruido de la perla rodando en su interior-. Ahora se disolverá y yo me beberé… el vino más caro de la historia.
Sostuve la copa con ambas manos y la hice girar muy despacio.
Todo el mundo me miraba, y Antonio parecía casi asustado. Seguí sacudiendo la copa hasta que calculé que ya había llegado el momento. Entonces me la acerqué a los labios, la incliné y empecé a beber.
Se oyeron gritos sofocados.
- ¡Un poco amargo! -dije-. Aunque el vinagre está aromatizado con una perla, sigue siendo muy fuerte. ¡Otra copa, por favor! ¡Todos tenéis que participar!
Mi criado trajo inmediatamente una segunda copa de vinagre y, cuando ya me estaba quitando el otro pendiente, Delio gritó:
- ¡No, detente! ¡No es necesario! ¡No sacrifiques el segundo!
Antonio se inclinó hacia mí y me inmovilizó la mano.
- Has ganado -me dijo en voz baja-. ¡No hace falta que lo repitas!
Le devolví la copa al criado.
- Eres… no hay palabras para describirte. El calificativo de «extravagante» palidece ante lo que acabas de hacer -me dijo Antonio.
Mientras el banquete seguía su curso y los criados iban colocando delicadamente los platos delante de nosotros, descubrí que la estancia brillaba con un inusitado y repentino esplendor erótico. ¿Acaso la apuesta me había excitado, transformándome de una serena anfitriona en una deslumbrada huésped de mi propia persona? Contemplé el brazo de Antonio mientras éste sostenía la copa en la mano, apoyándose sobre el codo. Era un brazo fuerte, musculoso y bronceado. Mientras yo lo miraba, me vinieron a la mente unos lascivos pensamientos. Hasta sus pies, parcialmente ocultos por el almohadón del triclinio, me parecían objetos de deseo. Me había tragado la perla y el vinagre se había convertido en un mágico brebaje que me hacía ver a Antonio rodeado de la cabeza a los pies por una aureola de objeto apetecible.
De repente no veía el momento de que terminara de una vez el banquete para que pudiéramos bajar al camarote.
Cuando por fin terminó, aún tuve que interpretar otro papel. Me levanté y señalé los triclinios.
- Son vuestros -dije-. Y también las copas y los platos que habéis usado, como la otra noche.
Todos se quedaron boquiabiertos de asombro, pues eran piezas más bellas y valiosas que las anteriores.
- Y tampoco debéis preocuparos por el transporte. Mis criados se encargarán de todo. Quiero regalaros además los caballos que he traído, junto con sus jaeces adornados con plata y oro. Estos muchachos de Etiopía (señalé con la cabeza a un grupo de jóvenes que acababan de entrar en la estancia y que estaban sacando las antorchas de los candeleros) os acompañarán a casa, conduciendo por la brida a los caballos.
Ahora el banquete ya había terminado y los invitados podían despedirse. Pero yo tenía que hacer otra cosa antes de que se fueran. Tomé la mano de Antonio en la mía y él se levantó.
- Os deseo buenas noches -dije-. Antonio y yo nos vamos a retirar.
Di media vuelta y abandoné la estancia sin soltar la mano de Antonio, dirigiéndome directamente a mi camarote para que cuando los invitados salieran a la cubierta se dieran cuenta de que Antonio había desaparecido y no bajaría a tierra con ellos. Y sólo había un lugar donde podía estar, pues nadie tiene el poder de desaparecer.
Una vez en el camarote, me apoyé contra la puerta y cerré los ojos. Ya estaba. Había interpretado bien mi papel. Una nunca lo sabe por adelantado.
De pie en el centro del camarote, Antonio miró cautelosamente a su alrededor como si esperara una nueva sorpresa, una serpiente saliendo de debajo de la cama, unas manos invisibles ofreciendo unas copas de vino, un coro espectral entonando un siniestro lamento.
Me acerqué a él y lo rodeé con mis brazos.
- Lo he estado esperando toda la noche -le dije, era la pura verdad.
- Pues entonces tienes que quitarte todas estas cosas -contestó, inclinándose hacia mí para quitarme la corona-. Los objetos duros y brillantes resultan muy fríos. -Me abrió el cierre del collar y lo depositó encima de la mesa-. Y deshazte las trenzas.
Abrí el pasador que me recogía el cabello y lentamente empecé a deshacerme las trenzas, sentí un hormigueo en el cuero cabelludo, señal de que la sangre estaba volviendo a circular con normalidad. Tardé un buen rato pues Iras me había hecho muchas trenzas. Al final me solté el cabello y él me lo alisó con las manos y me lo peinó con los dedos. Me sentí morir de deseo.
- Ahora ya eres un ser humano -me dijo, besándome.
Me di cuenta de que estaba tan excitado como yo y que la velada le había hecho el mismo efecto que a mí.
Sin poder contenernos por más tiempo, cedimos a la pasión que nos dominaba e hicimos rápidamente el amor para poder bajar un poco la fiebre y reducir nuestro deseo a un nivel un poco más normal, aunque todavía ardiente.
- He visto que al final has decidido anunciarlo al mundo -me dijo Antonio, tendido a mi lado en la oscuridad.
Aún no había recuperado el resuello.
- Sí -dije, apoyando la cabeza contra su pecho. Mis palabras debieron de sonar amortiguadas-. Ya no se podía ocultar por más tiempo, ni tampoco lo deseaba.
Me besó suavemente el cabello.
- Estábamos jugando con fuego.
- No es que estuviéramos jugando con fuego, es que lo llevamos dentro.
Y era cierto. Aquel fuego en las venas, ¿cuándo se apagaría?
- Sí, demasiado fuego. -Lo decía como si en aquel momento no le importara demasiado-. Por lo menos en Roma. Allí no les gustan los cambios, ni los nuevos factores, ni los nuevos contendientes. A mí tampoco me gustaban cuando llegó Octavio para reclamar su herencia.
- Y apartar a mi hijo a un lado. -Hice una pausa-. César tenía un hijo de verdad, no ese intruso adoptado.
- Pero César lo nombró heredero en su testamento -dijo Antonio-. Creo que te dejó fuera de él por amor, o como un homenaje a tu persona. Sabía que tú podías combatir tus propias batallas sin su ayuda.
Mis propias batallas. Sí, tenía otra cuestión que resolver antes de mi partida.
- Antonio… -Aborrecía tener que hablar de política, pero era necesario-. Me tienes que hacer un favor. Mi hermana Arsinoe, en Éfeso, ayudó a los asesinos. Hubieras tenido que llamarla a ella para que respondiera de las acusaciones, no a mí. La han reconocido como reina de Egipto y es ella la que convenció a Serapio, el gobernador de Chipre, de que les entregara la flota. Incluso he recibido informes según los cuales, en mi ausencia, ha estado revolviendo las aguas políticas para ver si todavía cuenta con algún apoyo en Alejandría. Y hay un impostor que alega ser Tolomeo XIII, a quien el propio César derrotó, y que está todo lo muerto que puede estar un ser humano. Todas estas cosas amenazan la estabilidad de mi trono.
- ¿Y qué quieres? -preguntó dulcemente adormilado, todavía bajo los efectos del éxtasis amoroso.
- Destrúyelas.
- Sí, amor mío -dijo, acariciándome los hombros.
Tenía que arrancarle la promesa antes de que volviera a perderlo.
- Prométemelo. Ejecútalos a todos.
- Sí, amor mío. Y también te devolveré Chipre. -Enredó los dedos en mi cabello y atrajo suavemente mi cabeza hacia sí. Abrí la boca para recibir su beso.
Aquella noche, de entre tantas como hubo, jamás se borrará de mi memoria. Las veces que hicimos el amor y cómo lo hicimos me permiten evocar los recuerdos de unos detalles que me alivian siempre que me siento sola, triste o deseosa simplemente de apartar el dolor de mi mente. Fue un don de los dioses que raras veces se otorga y casi nunca se repite. Pero confirmó mi creencia en el sentido de que, a pesar de lo que digan los filósofos, los deleites del cuerpo pueden igualar a los de la mente y el espíritu.
Cuando se despidió de mí, yo no estaba triste. Aquel momento había terminado y no se podía prolongar, como tampoco se podía retener su perfección. Habría otros momentos y otros lugares, que a su manera también serían perfectos aunque fueran distintos.
- Adiós, mi general -dije, besándole en la cubierta justo en el momento en que el sol asomaba por el horizonte, tiñendo el barco de rojo dorado. Las lámparas de las jarcias ya se habían extinguido y la aurora reveló que no eran más que unas simples vasijas de barro, sin ninguna magia especial.
- Adiós, mi reina. -Me abrazó un instante, estrechándome contra su purpúrea capa-. Iré a verte en cuanto pueda.
- Un día es demasiado largo -dije-. Quién me diera que estuvieras esperando cuando yo llegara.

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