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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (40 page)

- Querrás decir cuando hayas conquistado la Partia -le corregí.
- Cuando haya conquistado la Partia, no necesitaré que me haga ningún favor -dijo Antonio-. Te estaba diciendo que tendré sesenta mil legionarios romanos en el campo y unos treinta mil auxiliares. La mitad de los auxiliares está bajo el mando de los reyes de Armenia y del Ponto.
- ¿Te puedes fiar de ellos? -le pregunté.
- Si no te fías de tus aliados, ¿de quién te vas a fiar? -me contestó sonriendo.
- Tú no estás casado con el rey Artabaces de Armenia ni con Polemón del Ponto.
Se echó a reír.
- ¡Por Hércules que no!
- Armenia es parta por cultura y por afinidad -dije-. ¿Cómo puedes esperar que apoye a Roma? Me parece muy peligroso marchar contra la Partia y dejarlos a ellos a tu espalda sin vigilancia.
Lanzó un suspiro.
- Eres un general muy prudente. Hubiéramos tenido que dejar una guarnición en Armenia después de las victorias de Canidio allí, pero nos faltan tropas. El rey parece honrado en el apoyo que nos presta y nos ha ofrecido un pequeño ejército cuyo mando ostentará él personalmente.
- No me gusta.
- Estás acostumbrada a desconfiar de todo el mundo -me dijo.
- En caso contrario, ahora mismo no estaría viva y sentada a tu lado.
Todos mis hermanos habían muerto, y ninguno de ellos por causas naturales, exceptuando el pequeño Tolomeo.
Se inclinó hacia delante y me acarició el cabello.
- De lo cual yo me alegro muchísimo. Pero no estés sentada, tiéndete aquí a mi lado. Me miras con demasiada severidad desde estas alturas.
- No puedo pensar con claridad cuando estoy tendida en un campo de almohadones, y menos aún teniéndote a mi lado. Dime, ¿dónde están los documentos de César que te han servido para planear esta campaña? Me gustaría verlos.
- ¿No me crees?
- Sí, por supuesto que te creo.
Pero también sabía que Antonio había alterado y falsificado muchos documentos que decía haber «encontrado» en la casa de César, unos documentos que se referían a nombramientos y legados. El mismo me lo había confesado. Se le podía perdonar porque gracias a ellos había conseguido contrapesar el poder de los asesinos e incluso obligarlos a humillarse ante él. Pero aquello era distinto y yo estaba muy preocupada porque él jamás había planeado una campaña de semejante envergadura, y sus éxitos como comandante siempre los había alcanzado en contiendas mucho menores. Aquella empresa exigía no sólo una visión de toda la campaña sino también unas dotes muy especiales para los detalles de una planificación de largo alcance, que hubieran puesto a dura prueba al mismísimo César.
- Te los enseñaré esta noche -contestó-. Los tengo en otra parte del palacio. Ahora quiero descansar un rato y digerir la comida. Quiero disfrutar del calor de este brasero tan bien colocado. -Señaló el adornado brasero de latón con patas que caldeaba agradablemente la estancia-. Y dar gracias de que no tenga que salir.
Era una noche muy desapacible, con una fría y persistente lluvia que parecía penetrar a través de las paredes.
- Si los dioses me conceden su favor, el año que viene por estas fechas estaré invernando en Babilonia, donde la temperatura será tan agradable que podré dormir bajo las estrellas.
- A diferencia de Armenia, con sus nieves y montañas. O incluso de la Media. Sí, el año que viene tienes que estar en Babilonia -dije.
Sabía que la campaña duraría por lo menos dos años. César había calculado tres, pensando -sobre la base de sus experiencias en la Calía- que todo se prolonga siempre más de lo que uno espera. Pero me sería muy duro tener que separarme nuevamente de Antonio tan pronto y para un período tan largo. Me negaba a pensar que pudiera ser para siempre. Isis no podía ser tan cruel.
- El solo nombre de Babilonia posee una magia especial -dijo Antonio-. La verdad es que jamás había pensado en la posibilidad de conquistarla… el primer occidental desde Alejandro. El destino es muy caprichoso, ¿no crees? ¿Por qué me tiene que otorgar a mí lo que le negó a César?
- Tú mismo has contestado a la pregunta: porque es caprichoso. Y ciego a las súplicas y las preguntas. A veces creo que se complace en otorgar sus favores a los que se muestran reacios a buscarlos. A lo mejor César los buscaba con demasiada insistencia.
Lo había pensado muchas veces. ¿Acaso convenía no buscarlos? La cuestión me desconcertaba.
Antonio había recibido una herencia impresionante. De hecho, el destino lo había estado conduciendo paso a paso hacia algo muy grande.
Yo también había pasado por muchos peligros y reveses antes de llegar allí. Ahora, en vísperas del mayor salto que jamás hubiéramos dado, confiaba en que nuestros protectores destinos no nos abandonaran.
- Si pienso demasiado en todo eso, me echo a temblar -confesé.
- Pues no pienses, no mires hacia abajo cuando camines por un estrecho saliente de la montaña, no sea que te desanimes, pierdas el equilibrio y caigas al vacío.
- Pero si te pones al mando de un ejército tienes que estar preparado -dije-. Me gustaría… me gustaría ver los documentos ahora mismo y que tú me comentaras tus planes.
Quería verlos enseguida, antes de que me faltara el valor para averiguar los detalles.
Antonio soltó un gruñido.
- ¿O sea que me vas a obligar a desenrollarlos? -Se levantó y me tendió las manos-. ¡Te advierto que hay un montón!
Sin embargo, los números y las cartas que contenían me revelarían las posibilidades con que contábamos.
- Aún es muy temprano y no estoy cansada -le aseguré.
Bajando por interminables pasillos -¡oh, cuánto les gustaban a los Seléucidas las inmensidades!- sin calefacción y sin luz, Antonio me acompañó a las estancias donde guardaba todos los archivos y los documentos de la guerra. Un soñoliento guardia -casi un niño- se cuadró inmediatamente y se apresuró a encender un brasero y unas cuantas lámparas adicionales para disipar la oscuridad y la gélida humedad que nos envolvía.
Antonio abrió un arcón, sacó varios rollos de pergamino y los depositó encima de una gran mesa. Desenrolló el más grande y lo mantuvo extendido con la ayuda de una pesada lámpara de aceite.
- Mira… ésta es toda la región, desde Siria a la Partia, y los territorios de más allá -dijo.
Me impresionaron los detalles.
- ¿De dónde has sacado todo esto? -le pregunté.
- Lo he dibujado yo mismo -me contestó-. Reuní todas las informaciones de espionaje que pude acerca de estas regiones. Mira… -Me indicó varias características-. Se extiende interminablemente hacia el este -dijo-. Nosotros estamos acostumbrados a que el río Tigris marque el confín más oriental del mundo. Para un parto, eso es el lejano Occidente.
- Un mundo situado más allá de los confines del nuestro -dije-. Yo sé que los partos proceden de regiones todavía más orientales, de unas regiones desérticas. Siguen combatiendo como las poblaciones del desierto, usando caballos y arcos. Si los griegos son del mar y los romanos de la tierra, los partos son lo más del aire que quepa imaginar.
Antonio se apoyó sobre los codos y estudió el mapa.
- Sí, sus flechas surcan el aire silbando, y los arqueros de la vanguardia y la retaguardia usan dos trayectorias distintas para que nuestros escudos no puedan defendernos de todas ellas. Pero en esta guerra yo los obligaré a combatir, usando los métodos romanos.
»Además, para demostrarles que no dominan el aire, tengo unos hábiles honderos cuyos proyectiles de plomo pueden traspasar una armadura y llegan más lejos que las flechas de los partos.
Sin embargo, los partos eran unos jinetes extraordinarios que habían dado al mundo el término de «tiro parto»: Cuando parecía que se retiraban, se volvían y disparaban sus flechas por encima del hombro con mortífera precisión. Se habían inventado unos arcos especiales más cortos por debajo del asidero para poder usarlos desde la silla de montar, y disponían de una unidad de camellos que llevaba un número ilimitado de flechas de repuesto. Combatían exclusivamente con armas de largo alcance, jamás cuerpo a cuerpo.
- Tengo previsto reunirme con Canidio aquí -me señaló Armenia con el dedo- y juntar nuestros ejércitos. Desde ahí marcharemos hacia el sur hasta llegar a Fraaspa, donde se conserva el tesoro nacional. Atacaremos la ciudad y les obligaremos a combatir al estilo romano… la ciudad no puede moverse ni alejarse al galope. -Soltó una carcajada-. Tendrán que resistir y defenderse, y no podrán huir. -Parecía optimista-. Puesto que en sus campos no hay mucha madera, llevaré mis propios arietes y mis máquinas de asedio.
- ¿Los transportarás hasta allí? ¡Qué tarea tan ardua y cuánto tiempo te va a llevar!
- Cierto, pero sin ellos no podría obligar a las ciudades a rendirse.
- ¿Cuáles eran en concreto los planes de César para la campaña?
- pregunté en un susurro.
- Él tenía previsto atacar también por el norte, evitando el oeste, donde Craso sufrió la derrota. También disponía de dieciséis legiones y, antes de entrar en batalla con ellas, quería familiarizarse con los métodos de combate de los partos y confiaba en que sus hombres adquirieran práctica durante las escaramuzas con que sin duda tropezarían por el camino.
- ¿Puedo ver los documentos?
Frunció el ceño, como si no quisiera sacarlos. ¿Por qué? ¿Acaso César tenía unos planes que él había abandonado? ¿Se limitaba a usar la magia del nombre de César para dar lustre a sus propias estrategias?
- Muy bien -accedió por fin, acercándose a otra mesa sobre la que descansaba un cofrecito cerrado. Lo abrió y sacó un montón de documentos, no los documentos pulcramente enrollados de un hombre que ha tenido ocasión de guardarlos cuidadosamente sino los de un hombre pillado desprevenido por la muerte mientras los estaba examinando… revueltos y desordenados.
- Así los encontré exactamente -me dijo, entregándomelos-. Lo juro.
Me daba miedo examinarlos. Temía que se confirmaran mis sospechas. No quería que la fuerza de César se dispersara en la estancia.
Pero lo hice, desenrollándolos y manteniéndolos abiertos con otras lámparas de aceite. La conocida escritura -pero con nuevos y desconocidos pensamientos- me azotó los ojos.
Cuán querida me era aquella escritura en sí misma, la tinta, las palabras. Qué asombroso me parecía que pudiera comunicarme algo nuevo y que contuviera un mensaje suyo ignorado por mí.
Había dibujos, mapas trazados a toda prisa y rótulos. Por los caminos trazados con la desteñida tinta, comprendí que era justo lo que Antonio me había dicho: aquélla era la ruta que César pensaba seguir. Lancé un suspiro de alivio, como si ello bastara para garantizar el éxito.
Me avergoncé de haber dudado de Antonio y de haber desconfiado de sus criterios en caso de que hubieran diferido de los de César.
Cuando levanté los ojos, vi que Antonio me estaba estudiando atentamente. Había estado observando mi expresión mientras leía las notas, tratando de adivinar mis pensamientos. Esperaba no haber sido demasiado transparente.
- ¿Lo ves? -me dijo a la defensiva-. Es lo que yo te había dicho.
- Pues claro. Pero creo que él tenía previsto dejar una guarnición en Armenia mientras que tú…
- ¡Ya te he dicho que no dispongo de suficientes hombres! El Rey de Armenia es nuestro aliado y aportará…
- Sí, sí, ya me lo has dicho. Simplemente quería decir que…
- Craso sólo llevaba ocho legiones. Yo tengo que disponer de un número adecuado de tropas.
- Y parece que César tenía intención de tomar Ecbatana y aislar con ello Babilonia de la Partia propiamente dicha.
- Eso haré yo también. Pero primero hay que llegar a Ecbatana, y antes tenemos que apoderarnos de Fraaspa.
- Claro. -Enrollé cuidadosamente los documentos, lamentando tener que cerrarlos tan pronto, pero ya me habían dicho lo que yo deseaba saber y me habían hablado en susurros de antiguos recuerdos y de futuras conquistas-. Aquí tienes -dije, devolviéndoselos.
Los volvió a guardar en su sitio tal como hubiera hecho un sacerdote delante de un sagrario. A lo mejor era eso. En Roma, Antonio era un sacerdote del culto de Julio César mientras que allí, en los confines del mundo romano, desempeñaba un papel mucho más comprometido, el de heredero de César y albacea de su testamento. ¿Qué mayor acto de respeto y adoración podía haber?
Mientras cerraba la tapa del cofre, me dijo con vehemencia:
- Los partos conocían los planes de César y se alegraron de su muerte. Incluso enviaron un pequeño contingente de tropas para ayudar a los asesinos en su última confrontación de Filipos. Ellos mismos se buscaron el castigo. No podemos permitir que su delito quede impune.
- No, no podemos. Los tenemos que perseguir hasta su principal baluarte, en nombre de César y con la misma crueldad con que él lo hubiera hecho.
Fuera se oía el rumor de la lluvia. En plena noche de invierno parecía imposible que el buen tiempo regresara alguna vez y que Antonio pudiera emprender efectivamente su campaña contra la Partia. Era un viaje muy largo de más de trescientas millas hasta el lugar donde Canidio y él tenían previsto reunirse y juntar sus fuerzas, y de otras cuatrocientas a través de caminos y desfiladeros de montaña hasta Fraaspa. Su objetivo, Ecbatana, se encontraba a otras ciento cincuenta millas al sur, un total de casi mil millas romanas por terreno difícil e infestado de enemigos. Una marcha por tierra de mil millas con un ejército totalmente pertrechado era una empresa increíble. Sería un milagro que pudiera llegar a Ecbatana en invierno. Las montañas era lo que más destacaba en los planos, y no podría cruzarlas hasta que terminara el invierno, lo cual demoraría mucho la partida.
- ¡Todo lleva tanto tiempo! -dije.
Antonio y se acercó de nuevo a la mesa.
- Sí -dijo-. Ya ha llevado mucho tiempo, porque año tras año he tenido que aplazar la campaña. Creo que eso es lo que más me ha indispuesto con Octavio, haberme obligado a atender sus necesidades y a regresar corriendo a Italia cuando a él se le antojaba para después tenerme allí esperando sin hacerme ni caso. -Su voz adquirió un tono enojado, cosa insólita en él-. ¡No ha hecho más que poner obstáculos en mi camino! ¡Ha hecho todo lo posible por apartarme de esta campaña!

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