La seducción de Marco Antonio (39 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

Finalmente me saludó Ventidio Baso, el general que había empujado a los partos más allá del Éufrates y, tal como dijo Antonio, había hecho posible que nosotros estuviéramos aquella noche allí, en Antioquía.
Baso inclinó rígidamente la cabeza. Era mayor que los demás, de la misma generación que César.
- Baso viaja a Roma para celebrar un bien merecido Triunfo -me explicó orgullosamente Antonio-. Supongo que te encargarás de comunicar a todo el mundo la ceremonia que hoy hemos celebrado.
Baso le miró, sorprendido.
- Bueno, sí… si tú quieres que lo haga, Antonio.
Debía de pensar que Antonio quería que no se supiera en Roma.
- Sí que lo quiero. Es más, procura no olvidarte.
- No lo olvidaré.
- ¡Y aquí está mi regalo de boda! -anunció Antonio, desenrollando un pergamino y leyéndolo a todos los presentes-. «A la reina Cleopatra cedo por el presente documento los siguientes territorios: Chipre, la Cilicia occidental, las costas y los puertos de Fenicia y Judea -exceptuando Tiro y Sidón-, la Siria central. Arabia, los bosques de bálsamo de Jericó y los derechos del betún del lago Asfáltides.»
Todas las conversaciones habían cesado de golpe y yo intuí el asombro y la cólera de los presentes. Antonio enrolló el pergamino y lo depositó en mis manos.
- Es tuyo. Todo tuyo.
Comprendí que me había cedido no sólo territorio romano sino también unos derechos que técnicamente no eran suyos, como los de Jericó, el lago Asfaltites y Arabia. Había ido más lejos de lo que yo le había pedido.
- Te doy las gracias -dije, y por fin sentí la hostilidad que me rodeaba.
Ya era hora de que nos retiráramos a nuestra cámara.
Fuimos acompañados allí por un numeroso grupo de personas. Se cerraron las puertas y oí alejarse las voces y las pisadas. Por fin estábamos realmente solos.
Ahora Antonio levantó el velo y contempló mi rostro.
- Mi amadísima Cleopatra -dijo-, jamás ha habido una mujer como tú.
Al final me besó y yo se lo permití.
Más tarde, de pie junto al lecho, dije:
- Tengo unas cicatrices. Ya no soy la que era.
El nacimiento de los gemelos había dejado su huella en mi cuerpo. Antonio me encontraría cambiada.
Me sostuvo el rostro entre sus manos.
- Tú me los has dado y son muy valiosos para mí.
Creía haber olvidado su cuerpo, pero no era así. El cuerpo tiene su propia memoria y el mío recordaba el suyo en todos sus aspectos.
¿Cómo había podido pasar cuatro años sin él?
Una y otra vez a lo largo de toda la noche, en los intervalos de nuestros momentos de pasión, yo me levantaba para contemplar la negra llanura que se extendía delante del palacio y el cielo estrellado cuyas constelaciones diferían ligeramente de las de Alejandría. Aquel cielo nocturno de Antioquía, tal como se presenta hacia finales de otoño, siempre será un sagrado recuerdo para mí. No lo puedo desligar de la alegría de mi reunión con Antonio y del valor que ambos tuvimos al hacer lo que hicimos.
53
Pasé los primeros días en un curioso estado mental, procurando serenarme y diciéndome con incredulidad: «Estoy casada.» Costaba hacerse una idea del sutil cambio que ello entrañaba. Tenía casi treinta y tres años y me había pasado toda la vida sola, ferozmente sola. Vivir con César en Alejandría con el palacio en llamas y vivir con Antonio la vez que estuvo allí no era lo mismo.
Además, las dos cosas habían durado un año en total, un año sobre treinta y tres. Había tenido hijos y los había criado sola, había gobernado sola, utilizando tan sólo como consejeros y guías a Mardo y Epafrodito, pero sin que jamás hubiera ningún conflicto entre sus deseos y los míos.
Ahora tenía un compañero, político y personal, y me resultaba algo tan extraño e incómodo como el collar de oro de la boda alrededor de mi cuello. Era bello, valioso y envidiable, pero no me parecía natural.
Y no porque fuera difícil la convivencia con Antonio. Yo sabía lo complaciente que era y que su buen humor era capaz de convertir un día corriente en una fiesta. Era algo que formaba parte de su encanto. Pero ahora nuestros planes se tenían que fundir y nuestros objetivos tenían que ser los mismos; no podíamos separarnos de ninguna manera el uno del otro; no podíamos decir: «Eso que haces no tendrá ninguna importancia para mí.» Ahora cualquier cosa que uno hiciera tendría una gran importancia para el otro.
Yo era lo que quería o lo que creía querer. Y la magia de Antonio consistía en que, siempre que yo estaba con él, todas las dudas y reservas se desvanecían.
El invierno ya estaba muy próximo en Antioquía. La ciudad, tan amena en verano, se convertía en un lugar tremendamente sombrío y desapacible en invierno: nieblas, frío, lluvias torrenciales. Deseaba regresar a Alejandría, pero Antonio tenía que quedarse allí para preparar su ejército, y yo también decidí quedarme para no dejarle tan pronto.
Nos distraíamos con los festejos que suele haber dondequiera que hay soldados, sobre todo en invierno.
Y teníamos las noches que pasábamos juntos. Algunas veces eran noches muy plácidas, en cuyo transcurso Antonio leía informes, estudiaba mapas y planeaba estrategias de batallas, y yo me permitía el lujo de leer poesía y ensayos filosóficos. Otras eran noches apasionadas, alimentadas por nuestra larga separación, pasada y futura, y por el prodigio de la certeza de nuestra mutua posesión.
También teníamos nuestras inevitables peleas. Se recibió una carta de Octavia, escrita antes de que la noticia de nuestra boda hubiera tenido tiempo de llegar. Antonio la leyó en voz alta, como si fuera algo tremendamente aburrido.
- «… lo hubieras pasado muy bien en la lectura que hizo Horacio en casa de Mecenas». Pues sí, no sabes cuánto siento habérmela perdido… No sé qué debíamos estar haciendo tú y yo en aquel momento -se preguntó-. Horacio siempre me ha producido un aburrimiento tan mortal que hasta mi toga se hartaba de oírle.
- Ah, ¿por eso te la quitabas? No me extraña que Octavia organizara con regularidad lecturas poéticas de Horacio.
Antonio se encogió de hombros.
- Hubiera tenido que dejármela puesta. Hacer el amor con Octavia era como… como…
- No quiero saber cómo era.
En cualquier caso, yo dormía sola. Debía de ser algo más satisfactorio que eso.
- Era como… No era nada en absoluto.
- Ya, seguro.
El tema me estaba molestando.
- Prácticamente nada.
- Pues debiste de hacer esta nada lo bastante a menudo como para engendrar dos hijos. No deja de ser curioso que te empeñaras en seguir con tanta obstinación.
- ¡Era mi mujer! Esperaba…
- ¡No quiero que me lo cuentes! Supongo que me ibas a decir que Octavio montaba guardia bajo vuestras ventanas para asegurarse de que tú cumplías con tu obligación.
Aquello le hizo gracia y soltó una carcajada.
- No, era más bien como si Octavio estuviera directamente en la alcoba.
- Qué emocionante.
- ¿Por qué te empeñas en seguir hablando de todo eso?
- ¡Tú has empezado! Leyendo la carta…
La señalé, todavía en su mano. Estaba a punto de echarla a la papelera.
- ¡No lo haré más! Si no la hubiera leído, te lo hubieras tomado a mal. -La agitó en su mano-. ¡No me importa nada de lo que dice! ¡Olvídalo de una vez! ¿Por qué te molesta tanto?
- ¿Y a ti por qué te molesta tanto César?
El medallón le ponía furioso. Había dejado de ponérmelo muy a mi pesar, y pensaba guardarlo para Cesarión.
- Porque… ¡porque él era César! ¿Quién quiere seguir a César? En cambio Octavia no tiene nada de particular. -Se frotó los antebrazos-. Tienes razón. Es la misma tontería. Cualquiera que envenene el presente con el pasado es un necio. -Se levantó del banco donde estaba sentado y se acercó a mí, mirándome fijamente-. Gocemos de este presente tan dulce que los dioses nos conceden.
Apoyó las manos en mi cabello y atrajo mi rostro hacia el suyo.
- ¡Ahora no! -dije, alarmada-. Los enviados de Capadocia esperan ser recibidos en audiencia de un momento a otro.
Nunca dejaba de sorprenderme que Antonio pudiera excitarse en los momentos más inoportunos.
- Tendrán que distraerse mientras nosotros nos distraemos -contestó, levantándome en vilo para llevarme a la alcoba-. Es una costumbre nupcial romana, el hombre tiene que cruzar el umbral llevando a la mujer en brazos. Y si tropieza, se considera un mal presagio. Arriba. -Hincó una rodilla justo delante de la puerta y fingió caer-. -Por poco. -Cruzó el umbral y me depositó en el lecho-. Ya está. Hemos evitado la mala suerte. -Acercó su rostro al mío, doblando los brazos, y me besó suavemente los párpados, las mejillas, y finalmente los labios. Ahora imagino que eres un botín de guerra -murmuró-. Capturada en tu palacio, maniatada y traída aquí como cautiva.
- ¿Por qué lo conviertes todo en una comedia teatral? -le pregunté en un susurro. Yo también me había excitado.
- ¿Acaso Dioniso no es el dios de los actores? -preguntó mientras su boca me recorría el cuello y el hueco de la garganta. Se pegó un poco más a mí, apoyando casi todo el peso del cuerpo en su hombro. Después me empujó contra el colchón. Me sentía cautiva, pero no experimentaba el menor deseo de escapar. Lo rodeé con mis brazos y le acaricié los hombros y la espalda. El contacto con sus músculos y su carne desterró todos los pensamientos de mi mente. Su boca sobre la mía hacía que algo se contrajera y dilatara dentro de mí. Un leve estremecimiento me recorrió todo el cuerpo.
- Mi señor Antonio, los enviados… -dijo alguien con voz preocupada desde la antecámara.
- Los enviados… que esperen… un poco.
Apenas pude oír sus palabras amortiguadas contra mi piel.
El estallido de deseo fue tan repentino que no le dio tiempo a quitarse la ropa, de modo que más tarde casi no tuvo que prepararse para recibir a los enviados, aparte de alisarse el cabello, cosa que hizo mientras cruzaba apresuradamente la puerta. Y yo me quedé allí aturdida, como si acabara de ser asaltada por una fuerza de la naturaleza porque Antonio era eso, en la plenitud de su vigor.
Contemplé una formación nubosa que se estaba desplazando por el cielo. Apenas había cambiado de sitio. Antonio tenía razón; no había hecho esperar demasiado a los enviados. No había rebasado los límites de la cortesía.
Como un temblor terráqueo, la inminente campaña de Antonio hizo estremecer todo Oriente, enviando señales de alarma a todos los territorios. Habían transcurrido casi veinte años desde la catastrófica derrota de los romanos en Carre, pero nadie olvidaba que los romanos siempre vengaban sus derrotas. Diez años más tarde César se disponía a hacerlo cuando lo asesinaron; ahora, una vez más, un ejército se estaba preparando para cumplir aquella misión. La venganza se había demorado, pero sería inevitable.
Los rumores sobre el tamaño y el alcance del ejército lo precedían como heraldos, exagerando las que ya eran de por sí unas huestes impresionantes. Un mercader armenio había oído decir que eran medio millón de hombres, y según había averiguado un comerciante del Ponto Euxino de fuentes fidedignas se trataba de un millón. Los pertrechos eran un secreto y en ellos se combinaban la magia negra egipcia con la ingeniería romana: torres de asedio a prueba de incendios, flechas con un alcance de una milla romana, que además se podían disparar con gran precisión incluso de noche, piedras de catapulta que estallaban y víveres imperecederos muy ligeros, gracias a los cuales los soldados se podían pasar varios meses seguidos viviendo en los campamentos.
Antonio me describió todas aquellas maravillas una noche en que casi se había perdido en el bosque de almohadones sobre los que se había recostado después de cenar. Recordé fugazmente la sorpresa que le había dado a César con los almohadones de la lujosa sala oriental, y pensé que aquello era muy austero en comparación con lo de ahora.
- Sí -dijo con expresión soñadora, cruzando las manos detrás de la nuca-, al parecer estoy al mando de unas fuerzas sobrenaturales. Unas raciones de comida que jamás se ponen rancias -comentó en tono asombrado-. Un ejército que puede llevar sus víveres sin tener que vivir de la tierra. Sería un auténtico milagro. En fin, a lo mejor los rumores convertirán a mis enemigos en gelatina, y cuando yo llegue me encontraré el trabajo medio hecho.
Le miré y me di cuenta de que era inmensamente feliz. Ya era hora de que regresara al campo de batalla; habían transcurrido cinco años desde la batalla de Filipos. Cinco años eran mucho tiempo para que un soldado se los pasara banqueteando, soñando y descansando. ¿Se había tomado César alguna vez cinco años de descanso?
«Deja de compararlo con César -me dije-. Pero todo el mundo lo compara con César. Esta campaña está destinada precisamente a compararlo con César, a cumplir los designios de César y a demostrar quién es el verdadero heredero y sucesor militar de César.» Esta era la pura verdad.
Sí, cinco años eran mucho tiempo para que cualquier cosa permaneciera en barbecho. Antonio tenía que darse prisa.
- Por desgracia, tú y yo sabemos que eso no es más que un mito. Esta guerra se tendrá que ganar con los métodos de siempre -dije yo-. ¿Con qué tropas cuentas por ahora?
- Cuando Canidio traiga sus legiones de Armenia, donde ha estado invernando, tendremos dieciséis legiones, dieciséis legiones un poco menguadas. Pero son buenos soldados, unos legionarios romanos muy bien preparados… que a partir de ahora tendré dificultades en conseguir.
Esta última idea lo dejó afligido.
- ¿Porque Octavio te impide reclutar más en Italia a pesar de los acuerdos? -le pregunté en tono cortante-. ¿Y dónde están los veinte mil hombres que te prometió a cambio de los barcos que el año pasado te pidió prestados? No hace falta que me respondas; ¡los dos lo sabemos muy bien!
Eso era lo que finalmente había abierto los ojos de Antonio al tortuoso comportamiento de su compañero.
- Los tiene bajo su mando y jamás los soltará -contestó Antonio en tono sombrío-. Pero después de la campaña de la Partia pienso…

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