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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (42 page)

Mientras permanecíamos acostados en el alto lecho cuya mosquitera formaba una transparente tienda a nuestro alrededor, dije con voz adormilada:
- Eso parece una tienda de recreo. -Apoyé la cabeza sobre su hombro, sintiéndome inmensamente feliz tras una prolongada sesión amorosa-. No hubiera habido tiempo para eso en una tienda de verdad, de un campo de batalla de verdad.
- No. -Antonio estaba completamente despierto-. Te echaré mucho de menos. Ahora hasta una tienda de campaña me parecerá vacía sin ti porque llenas por entero todos los aspectos de mi vida.
- Hablas como si yo fuera una especie de perro fiel -dije, soltando una soñolienta carcajada.
Ahora que había llegado el momento, parecía que aquella empresa tan trascendental fuera tan liviana como una pluma. A lo mejor era la única manera de poder soportar su peso.
Hacia la mitad de la noche se desencadenó una feroz tormenta primaveral con impresionantes rayos y fragorosos truenos. Antonio, que finalmente se había quedado dormido, apenas se movía como no fuera para hundir más profundamente la cabeza en el hueco de mi cuello. Pero yo oía el rumor de la lluvia que bajaba desde el tejado y purificaba el mundo.
Al amanecer ya había terminado la tormenta y sólo quedaban unas turbias nubes grises. De la tierra negra y profundamente arada por el agua se escapaba una densa bruma de fertilidad. Por todas partes se inclinaban las ramas bajo el peso del agua y todas mostraban en sus extremos unas brillantes gotas de agua y unas resplandecientes hojas y flores. Aquí y allá se veían unos grandes charcos dispersos entre las baldosas y se oían los primeros cantos de algunos pájaros desafiantes.
- Ven. -Rodeé la cintura de Antonio con mi brazo mientras desde la puerta contemplábamos el jardín que rodeaba la vasta terraza embaldosada-. Vamos a salir a dar un paseo.
Salimos descalzos a la terraza donde las frías baldosas y el agua nos produjeron un hormigueo en las plantas de los pies. Las orlas de nuestras túnicas no tardaron en empaparse de agua. En el jardín, la fría y resbaladiza hierba, tan suave como el pelaje de un animal, despedía un penetrante y dulce aroma cuando la aplastábamos con los pies. Las repentinas ráfagas de viento sacudían las cargadas ramas de los árboles y el agua nos caía encima y nos dejaba los hombros empapados.
Por todas partes se oía el suave rumor de los goteos. Las lilas persas, dobladas por el peso de sus ramilletes de flores, se inclinaban graciosamente como respetuosos cortesanos. Caminamos entre ellas, dejando que las flores nos acariciaran y nos arrojaran una perfumada lluvia sobre el rostro.
Cuando sale el sol después de la lluvia, la magia se evapora. Me detuve y cerré los ojos, percibiendo tan sólo el ligero frescor que nos envolvía, el perfume de las lilas y de la tierra húmeda, y el rumor de las gotas de lluvia que caían de las ramas. La humedad parecía intensificar los perfumes y, cuando bajé los ojos y contemplé las plantitas con sus corolas rebosantes de agua, me pareció que los colores también eran más intensos y que los verdes poseían un brillo deslumbrador. El morado de las violetas y el azul de los iris resplandecían como joyeles.
Era como si estuviéramos en el paraíso, pues eso parece un jardín después de la lluvia primaveral.
Después de la lluvia… rodeé fuertemente con mi brazo a Antonio para percibir su cuerpo y demostrarme a mí misma que aquello no era un sueño.
Hacia el este, detrás del monte Silpio y de la aurora, esperaba la Partia.
Nos encontrábamos en Armenia a principios de marzo, agasajados por el nuevo aliado de Antonio, el rey Artabaces, en su palacio que daba al valle del río Araxes. Era una complicada y recia construcción perennemente azotada por los vientos. Mientras miraba a mi alrededor, me di cuenta de que el largo brazo de la arquitectura, el estilo y los ornamentos griegos no habían llegado hasta aquellas regiones. Habíamos dejado Occidente a nuestra espalda, y a partir de allí todo nos sería extraño: modales extraños, protocolo extraño, motivos extraños. Octavio se había complacido en llamarme oriental y exótica, pero no era cierto que lo fuera. Egipto y Grecia no son extraños, ni siquiera para Roma.
La sala tenía varias bóvedas y parecía un mercado cubierto o una sucesión de tiendas de campaña. Las bóvedas estaban revestidas por unos complicados dibujos de oro y lapislázuli y hacían juego con los relucientes azulejos del suelo. Las paredes estaban cubiertas con multicolores lienzos de seda bordados con hilo de oro y sobre las mesas se habían extendido no unos manteles sino algo que parecían alfombras. Los armenios no comían reclinados sino sentados en unas sillas sin respaldo. Las vasijas de la mesa eran de oro macizo y estaban tan incrustadas de piedras preciosas como lo está un sapo de verrugas. Artabaces era un hombre moreno y delgado, con unos ojos negros, grandes y soñadores, y un bigote caído. Cuando hablaba, me miraba con expresión melancólica, pero a pesar de sus modales corteses, su mirada resultaba un tanto atrevida. Sobre sus bucles untados de aceite lucía una tiara con un velo en la parte de atrás y su atuendo era enteramente persa: holgados calzones, amplia capa y túnica guarnecida con flecos. Llevaba uno o varios anillos en cada dedo, incluidos los pulgares. Mardo se hubiera escandalizado pues los antioquenos ya le habían parecido repulsivos por su exagerada afición a los adornos. Artabaces estaba sentado entre Antonio y yo, y a ambos lados se sentaban los oficiales romanos: Canidio, que había conducido las legiones hasta allí para unirlas al grueso del ejército, y Ticio, Delio, Planco y Enobarbo. Todos ellos iban vestidos con sus severos uniformes romanos: corazas de bronce, capas moradas, recias sandalias claveteadas y condecoraciones militares, como por ejemplo coronas y simbólicas puntas de lanza de plata. Su aspecto era extremadamente sobrio y sencillo en comparación con los armenios.
De niña había estudiado el medo y ahora me complací en conversar un poco en aquella lengua con Artabaces, aunque sólo fuera para que éste supiera que podíamos entender sus apartes con sus nobles. Antonio, más impresionado que el rey, me susurró al oído:
- ¿Cuántos idiomas sabes? ¡Supongo que también debes de hablar el parto! -añadió.
La verdad es que también lo había estudiado un poco, pero sólo en tiempos más recientes había intentado mejorar mis conocimientos por si me hiciera falta.
- Lo hablo un poco -reconocí yo-. Tú también lo tienes que aprender -le dije al percatarme de su asombro-. Si vas a ser el amo de Oriente, no puedes depender de los intérpretes, no puedes estar a la merced de otro hombre.
Se limitó a soltar un gruñido; como todos los romanos, esperaba que el mundo entero aprendiera el latín y se acomodara a él.
Artabaces estaba haciendo gestos y moviendo las manos en complicados círculos para puntuar sus palabras.
- Mi hermano el rey Polemón y yo mataremos a centenares de partos -prometió.
Al oír mencionar su nombre, el rey Polemón del Ponto asintió con la cabeza desde el otro extremo de la mesa. Antonio lo había nombrado rey recientemente, y él disfrutaba de aquel título como sólo un encumbrado plebeyo hubiera podido disfrutar. El y Artabaces aportarían al ejército de Antonio seis mil soldados de Caballería y siete mil de infantería.
Estudié los perfiles de los hombres sentados en torno a la mesa: el de Antonio, muy firme y sin el menor atisbo de papada ni de flaccidez en las mejillas, pero con unas arrugas alrededor de los ojos y el oscuro cabello entremezclado con unas hebras de plata que no tenía cuando estaba en Roma. Canidio, que era algo mayor que Antonio, tenía una piel que, a diferencia de la de un hombre más joven, parecía de cuero curtido. Delio hubiera tenido un perfil perfecto de no haber sido por su piel picada de viruelas y su mala costumbre de alisarse constantemente el cabello hacia atrás. Planco, al igual que Antonio, no era muy joven, pero aún estaba en la flor de la edad de un soldado lo mismo que Enobarbo, con su nariz de halcón y su barba pelirroja sólo ligeramente entreverada de hebras grises. Sólo el sobrino de Planco, el moreno y cáustico Ticio, pertenecía a la siguiente generación y era un joven ávido de gloria. Los demás se mostraban más bien precavidos y no buscaban tanto la realización de asombrosas hazañas bélicas cuanto la aniquilación del enemigo a cualquier precio y el regreso sanos y salvos a casa. Poco había en ellos de Alejandro, poco era su afán de búsqueda de más vastos horizontes o de conquistas; ellos ansiaban por encima de todo medrar en los círculos de Roma.
- No, digamos más bien miles -rectificó Artabaces, haciendo gala de la típica exageración asiática. Todo eran miles y decenas de miles-. Mañana os haremos una demostración de cetrería -dijo.
- Mañana tenemos que revisar las tropas y preparar la partida -contestó Antonio-. La estación ya está muy avanzada. De hecho, es un poco tarde para empezar y el tiempo apremia.
- Pero, imperator, ¿acaso tengo yo la culpa de que las nieves se negaran a fundirse? -preguntó Artabaces, moviendo sus enjoyadas manos.
Unos artistas entraron en la sala, tocando unos desconocidos instrumentos: matracas de barro cocido, liras en forma de cabeza de toro y flautas de plata. Llevaban consigo un león amaestrado sujeto con una correa de seda; me pregunté si le habrían arrancado los dientes por si acaso.
Artabaces nos había asignado unos suntuosos aposentos en su palacio, toda una serie de estancias con las paredes cubiertas de tapices y un ejército de criados a nuestro servicio. Pero a mí todo aquello me resultaba triste y opresivo, olía a moho y yo no quería pasar allí mi última noche con Antonio.
- Diles a tus hombres que monten tu tienda -le dije repentinamente a Antonio.
- ¿Cómo?
- Tu tienda de comandante, la que utilizarás en la campaña -contesté-. Quiero dormir en ella contigo.
- ¿Montar una tienda en el recinto del palacio?
- No, abajo, a la orilla del río donde espera el ejército.
Antonio soltó una carcajada.
- ¿Rechazar la hospitalidad del Rey y decirle que preferimos dormir en una tienda?
- Dale otra explicación. Dile que quiero probar cómo se duerme allí dentro y que ésa es la única oportunidad que tendré. Lo cual es verdad.
- Se lo tomará como una ofensa.
- Dile que lo tienes que hacer porque estoy embarazada y he tenido un antojo. O dile que tienes por costumbre pasar la noche con tus hombres la víspera de la partida, que los dioses lo ordenaron y que tú no te atreves a romper ahora la costumbre, no sea que traiga mala suerte a la expedición. O dile las dos cosas.
- Bueno. La verdad es que prefiero dormir en mi tienda que aquí. -Miró a su alrededor, contemplando los húmedos aposentos con una mueca de desagrado. Después se volvió súbitamente a mirarme-. ¿Lo estás? ¿Es cierto?
- Sí -contesté-. Pensaba decírtelo esta noche, en mejor momento.
- Pues entonces tienes que regresar cuanto antes. Ya no me puedes seguir acompañando en esta campaña. Pero… me parece que me voy a perder una vez más el nacimiento.
Me rodeó con sus brazos y apoyó la barbilla sobre mi cabeza.
Mi destino era que los padres de mis hijos jamás estuvieran presentes cuando yo daba a luz. Siempre estaría sola, sin nadie a quien mostrárselos más que a Olimpo.
- Tú no tienes la culpa -le aseguré. Tampoco César la había tenido pues estaba constantemente en guerra. Era el precio que yo tenía que pagar por haber elegido a unos soldados como padres de mis hijos-. No puedo pedirte que interrumpas la campaña y regreses a Alejandría a principios de invierno. Si lo hiciera, ayudaría a los partos.
Me estrechó fuertemente en sus brazos.
- Siempre la política -se quejó-. Hasta nuestros más privados y valiosos momentos están gobernados por la política.
- Yo nací en ella -le repliqué-. Estoy acostumbrada.
La tienda se levantó a orillas del Araxes, un poco separada de las tiendas de los soldados, que normalmente dormían ocho en una tienda. Los soldados saludaron a Antonio con afectuosa cordialidad, sintiéndose halagados de que quisiera estar con ellos. Su sincera reacción contrastaba fuertemente con los empalagosos halagos de Artabaces. Bajo las crecientes sombras del crepúsculo, unos gigantescos hombres rubios lo rodearon, llamándolo:
- ¡Imperator! ¡Imperator!
Eran los soldados de la Legión Quinta, reclutados por César entre los galos. Lo habían servido fielmente, resistiendo incluso la carga de los elefantes en Tapso, y él los había recompensado concediéndoles como insignia el emblema de dicho animal. Estaba también la famosa Legión Sexta, la Acorazada, que había servido a César en la fatídica Guerra Alejandrina y que lo había vengado en Filipos al mando de Antonio. Sus hombres eran tan duros como su apodo y tenían la piel curtida y quemada por el sol. Alrededor de la hoguera del campamento levantaron sus copas y brindaron por nosotros. Estaban preparados para el combate y deseosos de ponerse en marcha, y tiraban de las riendas como fogosos caballos a punto de lanzarse a la carrera. No combatían desde Filipos y estaban ansiosos por entrar en acción. Mientras las llamas de la hoguera los bañaban con su broncíneo resplandor conviniéndolos casi en unas estatuas, experimenté la emoción de la guerra que enardece los corazones de los hombres y borra en ellos los pensamientos de muerte. La derrota nunca es más impensable que en vísperas de una campaña, cuando los hombres beben con sus compañeros alrededor de la hoguera y limpian sus lanzas.
¡Cuánto querían a Antonio! Cómo bromearon y brindaron por él, como si fuera uno de ellos. Era como si los conociera a todos personalmente y a todos les preguntaba por sus amigos, sus hijos, sus amores y sus heridas. Tales cosas no se pueden fingir.
Nos retiramos a la tienda de piel de cabra con armazón de madera de roble. Dentro había dos camas plegables de campaña, unos escabeles, una alfombra para el suelo, dos linternas y unas jarras de agua con sus jofainas. Antonio señaló con un gesto de la mano a su alrededor.
- Espero que eso sea lo suficientemente austero para ti.
- O sea que aquí vivirás durante meses y meses -dije, asombrándome de que él, que era tan amante del lujo, pudiera conformarse con tan poco.
- Apenas me daré cuenta -replicó-. Estaré pensando en otras cosas.

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