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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (51 page)

Me di cuenta al mismo tiempo que Antonio: era el mismísimo César cuando cabalgaba, como yo le había visto cabalgar el último día que estuvimos juntos.
El recuerdo fue tan vivo que casi me dolió el corazón. El antídoto fue la dulce oleada de orgullo que sentí al ver cómo César renacía en la persona de su hijo.
- ¡Cesarión! -lo llamé, agitando la mano para atraer su atención. Cuando me volví hacia Antonio, vi la mirada de asombro de su rostro.
- Jamás pensé volver a contemplarlo -dijo Antonio en un susurro. Me pareció que estaba profundamente emocionado-. Las sombras regresan una vez más a la vida.
Hacia el fondo de la pista, Cesarión consiguió que Cílaro aminorara poco a poco la velocidad cambiando de posición, y entonces lo guió hacia el lugar donde nosotros estábamos. Cabalgaba muy erguido y nos miraba con curiosidad por encima de las orejas del caballo. En cuanto estuvo más cerca, su asombroso parecido con César se borró ligeramente y se disolvió en los juveniles rasgos de su rostro. Sus ojos no estaban cansados ni miraban con recelo, y tampoco estaban rodeados de arrugas. Su boca, de firmes perfiles, estaba cincelada en un rostro terso y lozano.
- Madre -dijo asintiendo con la cabeza mientras desmontaba-. Triunviro -añadió, saludando a Antonio.
Estaba claro que no sabía cómo llamarle, y ni siquiera se atrevía a sonreírle.
- Eres un jinete nato -le dijo Antonio con sincera admiración.
Cesarión sonrió.
- ¿De veras lo crees? -preguntó, procurando disimular su satisfacción.
- Por supuesto que sí. Si tuvieras tres o cuatro años más, les hablaría de ti a los generales Ticio o Planco. ¿Cuántos años tienes, catorce?
Sabía muy bien que el niño sólo tenía doce años, pero también sabía lo que les gusta escuchar a los niños de doce años.
- No, tengo… el mes que viene cumplo doce -contestó Cesarión, echando los hombros hacia atrás.
- Ah -dijo Antonio-. Has crecido más que el lagarto. ¿Lo recuerdas?
- ¿Que si lo recuerdo? ¡Pero si murió el año pasado!
A medida que hablaba, le iba saliendo el niño que llevaba dentro.
- Hemos traído un cuervo que habla -le dijo Antonio-, aunque no siempre me gusta lo que dice.
- ¿Por qué no?
- Porque o dice tonterías o suelta insultos.
Cesarión se echó a reír, pero inmediatamente se sumió en un silencio que se fue haciendo cada vez más profundo. Adivinando el momento y galopando hacia él como si saliera al campo de batalla, Antonio tomó mi mano.
- Tu madre tuvo a bien casarse conmigo a pesar de que sólo soy un hombre corriente y no pertenezco a una estirpe regia ni soy un dios como César. Pero estuve mucho tiempo con él, antes de que él viniera a Egipto, y seguramente te podría contar todo lo que tú quisieras saber sobre él. ¡Sé cosas de él que ni siquiera tu madre sabe! Te enseñaré todo lo que él me enseñó a mi sobre la profesión de soldado en los bosques de la Galia y en el campo de batalla de Farsalia. Creo que a él le gustaría que lo hiciera. En realidad creo que ésta es la única razón por la cual me casé con la Reina, para regresar a vosotros y a Alejandría -añadió, volviéndose a mirarme con una sonrisa.
- Sí, seguramente es cierto -dije-. Eso y lo mucho que le gustan nuestros barcos egipcios.
Cesarión sonrió.
- Me alegro de que hayas vuelto. Te he echado mucho de menos -se apresuró a añadir.
Sí, ésa era una de las cosas que más me habían dolido, que Cesarión se hubiera encariñado con él y lo hubiera perdido.
- Yo también te he echado de menos a ti -dijo Antonio-. Tengo un hijo casi de tu edad… bueno, no tan mayor, sólo tiene unos diez años. Y de la misma manera que tú eres «el pequeño César», él es «el pequeño Antonio», Antilo. Tal vez algún día nos haga una visita y entonces los dos os podréis aliar contra mí.
Antilo era el hijo que le había dado Fulvia, pero hasta aquel momento Antonio jamás me había hablado de él. Me facilitaba la tarea de olvidar que en Roma había dejado personas a las que amaba y a las que probablemente ahora no tendría muchas ocasiones de ver. Estaba tan ocupada pensando en mi rivalidad con Octavio y Octavia que había pasado por alto sus restantes vínculos y su familia. No me extrañaba que quisiera regresar allí para hacer una visita.
Pero no debía hacerlo, ¡no debía!
- Tenemos que invitarle -me apresuré a decir-. ¡Sí, que venga a vernos a Alejandría!
Estábamos recostados en los triclinios de nuestro comedor privado, nueve en nueve plazas, prescindiendo alegremente del protocolo. Los tres niños se hallaban recostados en un triclinio, donde podían empujarse unos a otros. Antonio y yo nos mirábamos desde los triclinios que compartíamos con Iras, Carmiana, Mardo y Olimpo. Mardo ocupaba discretamente el espacio entre Antonio y Olimpo, interponiéndose entre ellos con sus generosas proporciones.
Eran mi familia, las personas que hubieran dado la vida por mí y por las que yo hubiera dado la mía. Con todos sus defectos, debilidades e inconvenientes, seguían siendo mi única armadura y mi refugio contra los males que el destino me pudiera reservar.
Olimpo estaba observando la mano de Antonio para ver cómo la usaba para comer. ¿La doblaba sin dificultad? ¿La podía mover bien? ¡Que los dioses se apiadaran de él como tuviera el atrevimiento de hacerle a Antonio una pregunta directa!
- Hiciste un buen trabajo, Olimpo -le dije, sorprendiéndolo-. La mano del triunviro se ha curado muy bien.
Olimpo me miró con rabia. Sólo en las familias nos está permitido avergonzarnos mutuamente, leyéndonos unos a otros los pensamientos y dándolos a conocer.
- Ya lo veo -concedió de mala gana.
- Me salvaste la mano, obraste un milagro -le dijo Antonio, moviéndola sin molestarse en soltar el trozo de pan que sostenía en ella-. ¡Sí, estaba a punto de caérseme! -le explicó al asombrado Alejandro-. Entonces Olimpo me puso un drenaje mágico y todo el veneno se escapó por allí.
- No me digas -dijo Cesarión.
- Sí, es cierto -intervine yo-. Es un método de la antigua medicina que Olimpo volvió a descubrir.
- Aprendí mucho sobre las heridas gracias a la práctica que hice con tu destrozado ejército -reconoció Olimpo-. Hice más prácticas allí que las que hacen muchos médicos en toda su vida. Me gustaría… sería interesante…
Se detuvo e hincó el diente en un trozo de cordero asado con miel.
- ¿Hacer qué?
Quería saber qué había despertado su interés.
- Estudiar un poco más en Roma -contestó-. La capital del mundo de las heridas de guerra.
- Pero ¿cómo es posible, Olimpo? Me dijiste que Roma no tenía nada que enseñarle a Grecia en medicina -le recordé. Me había costado un enorme esfuerzo convencerle, valga la palabra, de que fuera a Roma.
- Las heridas no son medicina -dijo con obstinación-. El tratamiento es distinto. Los griegos estudian las enfermedades; las heridas de guerra son accidentes.
- ¿Pues entonces por qué no vas a Roma? -le preguntó Antonio-. Te prometemos no ponernos enfermos en tu ausencia. Ni ir a la guerra.
Olimpo se encogió de hombros.
- Era sólo una idea. Yo no soy un cirujano del ejército. Aquí en Alejandría los casos urgentes son de otro tipo. Ha sido una idea insensata -añadió.
- Pues yo creo que tendrías que ir a Roma -intervino Cesarión-. Y llevarme contigo.
Me volví a mirarle. Estaba apoyado sobre el codo y vestía una sencilla túnica como cualquier muchacho del país.
- ¿Cómo? -pregunté.
- Quiero ir a Roma -me dijo-. Llevo tres años estudiando el latín. Mi padre era romano, y tú no haces más que hablarme del legado que Octavio me ha robado y que yo jamás he visto. ¡Ni siquiera me puedo imaginar cómo es Roma o cómo son los romanos!
- Has visto a un montón de romanos -le dijo Olimpo, terciando en la conversación-. Están en todo el mundo. Es imposible no verlos. -Posó la copa y miró al niño con la cara muy seria-. Así que para ver a los romanos no hace falta ir a Roma.
- Yo no he dicho que quisiera ver a los romanos, he dicho que quería ver Roma -replicó Cesarión, haciendo gala de la misma serena y obstinada fuerza que su padre solía poner de manifiesto en la conversación. ¡Oh, Isis, cuánto se parecía a él!-. Quiero ver el Foro, quiero ver la Casa del Senado, quiero ver el Tíber, y también quiero ver el templo del Divino Julio. ¡Quiero ver el templo de mi padre! -Levantó la voz y su timbre adquirió un tono más quejumbroso e infantil-. ¡Quiero verlo y quiero verlo! ¡No es justo que no lo pueda ver! -Se volvió hacia mí-. ¿Cómo quieres que me interese todo eso o que me interese mi herencia si nunca he visto nada? No puedo saquearte la memoria para que me cuentes recuerdos, quiero tener los míos. ¡Nada tiene valor si no lo ves con tus propios ojos!
- Pues mira, ésa sería una cuestión que merecería un debate por parte de los filósofos -le dijo Mardo en tono tranquilizador-. Dicen que lo que no se ha visto puede ser más real que…
- Eso es mentira -replicó fríamente Cesarión-. Y no cambies de tema -le dijo en tono autoritario al eunuco. ¿Dónde estaba el niño ahora?-. ¡Más pronto o más tarde tendré que ir! ¿Por qué no ahora?
- ¿Y por qué tendrás que ir más pronto o más tarde? -le pregunté.
- Porque si tengo que reclamar mi mitad romana, no puedo ser un desconocido para mí mismo ni para ellos.
¡Ir a Roma! Me sentía traicionada; mi hijo quería ir a Roma, a aquel nido de enemigos que lo único que habían hecho era causarme dolor. Sin embargo, a pesar de que me pareciera tan mío y tan absolutamente Lágida, yo sabía que Cesarión decía la verdad: la mitad de su sangre era romana. Mi hijo era parcialmente extranjero.
- Sí, comprendo -le dije muy despacio-. Pero ¿por qué ahora?
- ¿Por qué esperar más? Además, nadie se fija en un niño; nadie sabrá que estoy allí. Deja que Olimpo me lleve con él. Olimpo puede pasar por un hombre corriente, y yo podría ser su ayudante. Seremos invisibles.
- No puedes ir sin escolta. ¿No te das cuenta de que eres una figura pública? Si alguien…
- El niño tiene razón -intervino de pronto Antonio-. Estaría más a salvo viajando como un desconocido sin escolta que como Cesarión con escolta.
¡Antonio se estaba poniendo de su parte!
- Es demasiado peligroso -dije-. No puedo enviarle de cualquier manera.
- Llega un momento en que un niño, un joven, tiene que separarse de su madre -respondió Antonio-. Ese día, el día en que expresa este deseo y actúa en consecuencia, alcanza su mayoría de edad. En algunos casos eso ocurre antes que en otros.
Era demasiado pronto. Sacudí la cabeza. Era pedirme demasiado.
- Lo protegeré con mi propia vida -dijo Olimpo-. Y creo que nos sería muy beneficioso a los dos. Aprenderíamos muchas cosas que nos serían muy útiles en la vida.
¿O sea que ahora le apetecía ir? Ojalá los dioses no hubieran permitido que lo mencionara, aunque yo sabía que Cesarión habría encontrado otra ocasión, tal vez peor…
- ¡Déjame ir! -pidió Cesarión en tono suplicante-. Quiero ir…
- ¡O sea que enviarás a mi hijo en tu lugar! -le dije a Antonio aquella noche cuando nos quedamos a solas.
Antonio sacudió la cabeza.
- No. El niño quiere ir.
- ¡Y tú también!
- No lo niego. Hay razones políticas que lo aconsejan, y además… bueno. Roma es mi casa. Llevo sin ir allí desde…
- No tanto tiempo como César, y él recuperó el poder.
Antonio se recostó en uno de los bancos cubiertos de almohadones. La noche era cada vez más calurosa y dos sirvientes nos estaban dando aire lentamente con unos grandes abanicos de plumas de avestruz. Parecía que no escucharan, pero yo sabía que sí. Mandé que se retiraran, y entonces el sofocante aire se posó sobre nosotros como una pesada manta.
Antonio me miró, no con la cara de un esposo o un amante sino con la de un consejero.
- Algunos dicen, y yo no lo puedo negar por completo, que César fue asesinado por haber perdido el contacto con Roma y con lo que los romanos pensaban. Dicen también que su larga ausencia lo había convertido en un extraño, porque de otro modo hubiera percibido la corriente de insatisfacción que lo rodeaba.
- ¡Ya lo creo que la percibía!
Recordaba las angustias que ello le provocaba; era una de las torturas de la inteligencia.
- Si de verdad se hubiera dado cuenta, habría comprendido que el pueblo no iba a aceptar que lo abandonara para irse a pasar tres años en la Partia, gobernando desde lejos. Ya estaban hartos de su lejano Rey.
Tuve que pensar un momento. Lo que Antonio estaba diciendo tenía una base. Pero ¿cuál era el remedio?
- Tengo miedo de dejar ir a Cesarión -dije al final.
¿Temía que no volviera a regresar y que se dejara arrastrar por el torbellino de Roma?
- Tiene que verlo por sí mismo -dijo Antonio-. Sólo así perderá fuerza el poder que todo eso ejerce ahora sobre su imaginación.
Aquella noche, mientras permanecía despierta contemplando los juegos de sombras que la luz de las lámparas de aceite, a punto de extinguirse, estaban arrojando contra el techo, pensé en Roma. Antonio contaba todavía con muchos partidarios allí, muchos senadores que lo apoyaban, muchos viejos republicanos y miembros de la aristocracia. Su herencia -un abuelo que había sido cónsul y famoso orador, un padre que había sido el primer romano a quien se concedía un mando militar ilimitado, una madre perteneciente a la reverenciada
gens
Julia- brillaba todavía con luz propia en el firmamento romano. Pero ¿por cuánto tiempo? Las cosas que no se ven pierden fuerza en la memoria, y Octavio estaba allí delante de ellos, dispuesto a hacer todo lo posible por borrar la imagen de Antonio. Cuanto más se prolongara la situación, tanto más duraderos serían sus efectos.
Pero no podía ir allí en aquellos momentos, después de la humillación de la Partia y de haber rechazado a Octavia. Todos lo argumentos en contra que yo le había expuesto a Antonio eran ciertos, aunque también era cierto que su poder en Occidente estaba disminuyendo y eso era muy peligroso.

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