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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (52 page)

Lépido había desaparecido de la escena. Sexto había sido derrotado, Octavia había sido rechazada. Todos los puentes entre Antonio y Octavio se habían roto. Ambos estaban en guerra. ¿Cuándo lo comprendería Antonio?
Yo soy realista por encima de todo y veo las cosas tal como son y no como deberían ser o podrían ser, y por eso comprendí que tendría que permitir que Cesarión se fuera a Roma con Olimpo. Cuando uno sufre una derrota, tiene que aceptarlo de buen grado y aprovechar las oportunidades que le quedan para salvar la situación. Cesarión iría a Roma; pues muy bien, lo mejor sería que empezara a prepararlo.
- No está a la orilla del mar -le dije.
- Eso ya lo sé -me contestó con orgullo-. He estudiado los mapas.
- Lo que quiero decir es que allí no soplan las brisas marinas y en verano hace un calor insoportable, mucho más que en Alejandría. Además, los edificios son bajos y están construidos con ladrillo, las calles son estrechas y tortuosas, y todo está muy oscuro y apretujado.
- Pero hay jardines.
- Sí, en la villa de César, al otro lado del Tíber, donde tú vivías de pequeño. Ahora son unos jardines públicos, y los romanos tienen la posibilidad de respirar un poco de aire puro.
¿Aquellos tranquilos y cuidados jardines estarían ahora llenos de sudorosas multitudes a las que les hiede el aliento?
- Los visitaré, y visitaré todos los lugares por donde tú paseaste -me anunció solemnemente.
Para él sería algo así como una peregrinación.
- En Roma me podrás ver -le dije-. Ve al templo de Venus Genitrix, el templo familiar de la
gens
Julia. Está en el nuevo Poro. Dentro hay una estatua mía. Tu padre la colocó allí y causó un gran escándalo.
Y me hizo el amor en el templo a la sombra de las estatuas, estuve casi a punto de añadir. Pero Cesarión era demasiado joven para eso. Casi me ruboricé al recordarlo. ¡Qué joven era yo entonces! ¡Cómo me turbaba y cuántas dudas tenía! Pero César siempre había hecho lo que había querido y donde había querido.
¿Habría heredado su hijo aquel rasgo? No lo creía.
- Ten cuidado -le dije-. Mantén los ojos bien abiertos y procura verlo todo. Y después vuelve aquí.
Vuelve a casa, hubiera querido decirle. Pero al final quizá Roma se convirtiera en su casa. ¿Qué lugar le correspondía a aquel hijo de César y mío?
- Toma -añadí yo, entregándole el medallón que guardaba para él-. Ya es hora de que lo tengas. Es tuyo, del propio César.
59
A la muy excelsa reina Cleopatra, de un estudiante de Roma que informa sobre medicamentos egipcios:
Salve, Reina de toda la belleza, morena como una noche sin luna, esbelta como el Nilo antes de la crecida, llena de gracia como la serpiente que protege tu corona ancestral. Beso tus pies calzados con enjoyadas sandalias. Me consuelo pensando que todo el mundo en el orbe conocido desearía poder hacerlo. Me comprometo con toda mi alma a cuidar de tu salud; subiré a los más escarpados riscos del desierto para buscar hierbas que te suavicen la piel; me sumergiré en las más frías profundidades de las aguas de Rodas para arrancar las más delicadas esponjas con las que acariciarte los ojos; ordeñaré una pantera para que su leche te blanquee las manos. Iré… Bueno, ahora que ya he terminado la primera vuelta del rollo, puedo dejar de escribir tonterías. Estoy seguro de que hubiera perdido el interés de cualquier curioso lector con toda esta sarta de sandeces, aunque probablemente a ti te ha gustado. Vamos, confiésalo. ¿Sospechabas que era yo, o acaso pensabas que era Antonio? Seguramente te habla de esta manera, aunque sólo en privado. Por lo menos eso es lo que dicen en Roma. No sabes la de cosas que he averiguado sin intentarlo tan siquiera. A veces es lo único que puedo hacer para mantener la boca cerrada y no gritar: «¡No, Antonio no se presenta vestido con ropa de cama en las audiencias! No, no usa un orinal de oro.» Te juro que ésas son las cosas que se dicen de él, siempre añadiendo, «algo de lo que la propia Cleopatra se avergonzaría». Se le presenta como vicioso, corrupto, poco romano, y todo siempre por culpa de la afeminada influencia de la Reina de Egipto. No hace falta preguntar quién ha hecho circular estos rumores, pero se oyen por todas partes. ¡Pintan una imagen llena de colorido! Y la gente siempre prefiere el colorido a la sencilla verdad.
En cambio Octavio se presenta pálido y demacrado, un virtuoso fantasma de la antigua piedad romana. Eso del fantasma viene por lo de César, a quien él invoca en todo momento en su calidad de «hijo del divino Julio». Por lo visto está empeñado en que toda Roma sea de color blanco. Ahora que las guerras civiles han terminado -tal como él se complace siempre en recordar-, ha llegado el momento de que Roma se vista de mármol. La rivalidad con Alejandría no podría ser más evidente. Quiere que Roma sea tan grande como nuestra gloriosa ciudad; eso es lo que les ha insinuado a sus leales servidores, y ellos pagan obedientemente las obras públicas de sus propios bolsillos. Por todas partes se construyen nuevos templos, basílicas, monumentos, bibliotecas y anfiteatros, e incluso se habla de la intención de Octavio de construirse un grandioso mausoleo a la orilla del Tíber.
Hasta el hedor ha desaparecido, porque Agripa ha mandado limpiar la Cloaca Máxima y ha construido un nuevo acueducto para traer más agua. Y a instancias sin duda de su amo, ha ofrecido servicios públicos gratuitos al pueblo: barberos, entrada en las termas, teatro, comida, ropa, entrada al Circo. Quiere que todo el mundo vea a Octavio como el gran benefactor romano. Precisamente te escribo utilizando una de las lámparas de aceite que han repartido por toda la ciudad. Te la tengo que traer. Conmemora la batalla de Nauloco con una hilera de delfines de plata en recuerdo de la victoria naval sobre Sexto. ¿Quién soy yo para rechazar una lámpara de balde? Por eso la utilizo, como hacen centenares de personas. Son muy listos Octavio y Agripa.
Estoy pensando que si se pudiera despertar la ambición de Agripa, a lo mejor éste se libraría de la influencia de su amo y quizá su lealtad disminuiría a medida que fuera aumentando su orgullo.
Acabo de repasar lo que te he escrito y estoy horrorizado. Parezco un converso político. Será que la atmósfera de Roma me ha invadido el cerebro. La política se respira en el aire. Respecto a mis estudios, te diré que me son muy provechosos. En caso de que tengamos que combatir en otra guerra, podré obrar milagros, incluso volver a coser manos cortadas. (Ahora todavía no sé hacerlo, pero el mes que viene…)
Tu hijo es muy feliz y se encuentra muy a gusto aquí. Pasa inadvertido, como él había vaticinado.
Dentro de tres días se celebra el aniversario del Divino Julio, y Roma se está preparando para los festejos. Es una suerte que Cesarión se encuentre aquí, en esta época del año. Así lo verá con sus propios ojos.
Tengo que terminar. Esta tarde zarpa un barco. Me detengo aquí para que tu hijo añada su mensaje antes de la partida del barco. Todas estas empalagosas frases… Una parte de mí las dice en serio. Rezo para que al recibo de esta carta estés bien hasta mi regreso.
Tu Olimpo
A mi madre, la más excelsa Reina:
Llegamos aquí en apenas veinte días, un milagro en esta época del año. Sé que es un buen presagio para nosotros pues eso significa que los dioses nos han ayudado a llegar aquí cuanto antes. Yo sabía que todo iría bien, pero eso lo confirma.
Sé lo mucho que te entristeció mi partida. Espero que ahora ya lo hayas superado. Me prometiste montar a Cílaro para que no se pusiera triste y me echara demasiado de menos. Se lo hubiera podido decir a Antonio, pero él pesa demasiado y a mi querido caballo no le gustaría.
Estamos viviendo en la Suburra, una parte de Roma que tiene muy mala fama, así nadie se fijará en nosotros ni sospechará nada. La Suburra se encuentra al este de los Foros y es un barrio muy ruidoso y lleno de gente. Viven en unas cosas que llaman insulae -islas-, una especie de apartamentos amontonados los unos encima de los otros, algunos de cinco y hasta seis pisos de altura. En la calle no hay mucha luz y ni siquiera puedes ver la basura que pisas. La gente come en la calle y compra la comida en pequeñas tiendas. Es muy divertido, pues todo tiene un aire un poco perverso y es como estar de vacaciones. Nada parece tranquilo y normal.
Olimpo se pasa mucho rato en la isla de en medio del Tíber, donde hay un hospital para pobres y para veteranos heridos. De esta manera, me queda mucho tiempo para distraerme. El solo hecho de pasear por las calles es una aventura. Te lo contaré todo con más detalle en una próxima carta. No quiero describirte a toda prisa las cosas que son importantes para mí. Diles a Alejandro y a Selene que aquí hay muchos gatos, más de los que he visto en toda mi vida. Acechan en todos los rincones y en todas las ventanas. Pero en el Tíber no hay cocodrilos.
Tu amante hijo, T. César
P.D. Se están celebrando los Ludi Apollinares, muchos días de carreras de carros y juegos en honor de Apolo. ¿Por qué no tenemos nosotros algo parecido?
Dejé la carta, dominada por una curiosa sensación de pesadez. Fuera, más allá de mi entoldada terraza, el mar estaba en calma, inmóvil. Los días eran insólitamente calurosos y opresivos… exactamente igual que los de Roma que yo le había descrito a mi hijo. Ahora parecía como si mis palabras hubieran regresado para burlarse de mí. El perfume que me había puesto no lograba escapar de mi piel, pues el aire lo tenía prisionero.
Me sentía momificada, agobiada por la ropa y por los aromáticos ungüentos con que me había frotado el cuerpo.
Hubiera tenido que alegrarme de que llegaran sanos y salvos a Roma. Olimpo estaba desarrollando una labor muy útil y Cesarión parecía fascinado por Roma. Yo sabía que él descubriría todo lo bueno que hubiera y lo compararía con Alejandría, como hacen siempre los niños. No se me escapó el detalle de su firma como «T. César».
Lo que no me gustaba era la noticia. No me gustaba que Agripa y Octavio estuvieran haciendo tantas obras públicas y la construcción del mausoleo me parecía sospechosa. Octavio tenía apenas veintisiete años. ¿Por qué se quería construir un mausoleo? ¿Acaso quería convertirlo en un santuario nacional? ¿Y qué era todo aquello de Antonio y los orinales de oro… cuando de lo que se hubiera tenido que hablar era de su victoria sobre la Partia?
Tendría que enseñarle las cartas a Antonio, pero no esperaba ninguna respuesta útil por su parte. Se había sumido en una negra melancolía porque su lugarteniente Ticio había ejecutado a Sexto tras llevarlo a Mileto sin esperar una orden suya. Ahora que Sexto había muerto, un coro de quejumbrosas voces lo lamentaba: «El último hijo de la República, el hijo de Neptuno, el rey-pirata, el noble romano, el último de su clase.»
Me molestaba su actitud. Sexto no era más que un renegado, un experto navegante que no había tenido sentido común suficiente para buscar con ahínco las victorias, concertar alianzas y ofrecer a sus seguidores un motivo para congregarse a su alrededor. Su padre, Pompeyo, también había tenido ese mismo defecto. Después de la batalla de Farsalia, César había comentado que si Pompeyo hubiera buscado con tesón la victoria, él hubiera sido derrotado sin remedio. Ahora el linaje de Pompeyo había terminado por culpa de aquel rasgo de su carácter, presente también en su hijo.
Pero todo el oprobio estaba recayendo sobre Antonio. Lo acusaban de no haber sido «clemente» como Octavio con Lépido; se le describía como un cruel verdugo. Y yo sabía quién estaba detrás de todo aquello.
Las falsas historias eran muy poderosas y, con el tiempo, podían conseguir los mismos resultados que los ejércitos. En cualquier caso, Antonio lo estaba pasando muy mal y, de momento, no quería ni oír hablar de Roma. Guardé las cartas y esperé la siguiente.
Mi amadísima madre:
¡Los últimos días han sido tan emocionantes que ni siquiera sé cómo describírtelos! He visitado toda Roma, he subido a las siete colinas, he ido al Circo para ver las carreras gratis e incluso he salido al campo… ¡todo es muy distinto de Egipto! Pero tú ya has visto todas estas cosas y no hace falta que te las describa. Lo que sólo yo te puedo decir es lo que siento al descubrir que mi padre existe de verdad. Sé que tú has hecho todo lo posible para que así fuera. Pusiste su busto en mi habitación y me revelaste las cosas que decía -pequeñas cosas que nadie más hubiera sabido- y me hiciste aprender latín para que pudiera leer sus crónicas. Pero aún no era totalmente real para mí, todo me parecía un juego entre tú y yo, como los amigos imaginarios que se inventaban los gemelos en sus juegos.
Pero ahora estoy aquí y todo el mundo forma parte del juego, todo el mundo dice conocerle o creer en él. Hay estatuas suyas por todas partes, en distintas posturas, y le veo sentado, de pie, sonriendo o frunciendo el ceño. La gente habla de él como si estuviera presente; su Foro es un lugar muy frecuentado, con fuentes de surtidor y una estatua suya a caballo. Entré en el templo, como tú me dijiste que hiciera, y allí estaba tu estatua. Me gusta imaginar a César mostrándotela para escándalo de los romanos. Y la suya al otro lado. Me gustó veros juntos, aunque sólo fuera en mármol. Fui a la villa, la que César legó al pueblo en su testamento, y paseé por los caminos para ver si recordaba algo, pero tuve la sensación de no haber estado jamás allí. Ahora la casa la ocupan los guardeses y no me dejaron entrar. Pero lo mejor fue ver el templo, el templo del Divino Julio, en el Foro. Hay una estatua suya muy bonita con la corona divina en la frente, cual si fuera una diadema. Permanecí de pie delante de ella y traté de entrar en comunicación con él. Tuve la sensación de que me hablaba e intuía mi presencia y estaba contento y… me amaba. ¡Qué extraño me resulta escribirlo! En aquel momento la sensación que experimenté fue muy intensa, pero ahora que la describo me parece una tontería. Me fijé en lo que decía la gente cuando se acercaba con flores, velas y otras ofrendas y las depositaba a sus pies. La gente también le hablaba.
«César -le dijo una mujer-, ten piedad de mi hijo, que está con el ejército en Iliria. Protégelo…»

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