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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (54 page)

Dejé la carta, enfurecida. ¿Qué podía hacer? ¡Nada! Me retiré a la estancia «refrescada». El invento de Vimala era muy eficaz; cuando la suave brisa pasaba a través de las cuerdas empapadas de agua, un húmedo frescor se extendía por la atmósfera. Fue un alivio poder refugiarme allí. Había ordenado que se colocaran cuerdas similares en otras estancias. Eché un poco de perfume en un pañuelo y me sequé la frente. El aroma -una mezcla de jacinto negro y violeta- me despejó la cabeza. ¿Y si le mostrara la carta a Antonio? ¿De qué serviría, como no fuera para aumentar su deseo de regresar corriendo a Roma? No, hubiera sido inútil. La guardé en un lugar donde él no pudiera encontrarla.
A la Reina:
Me tiembla todavía la mano y apenas puedo escribir. Pero tengo que hacerlo. ¿Empiezo por el final y retrocedo, o lo cuento todo en orden? Mejor en orden, creo. Para restaurar el orden, uno tiene que imponérselo.
Bien pues. Era un hermoso anochecer estival, de esos que disfrutamos todas las noches. Las multitudes de los Ludi Apollinares y del aniversario del Divus Julius ya se habían retirado, y la ciudad había vuelto a la normalidad. Siempre se respira una sensación de alivio cuando terminan los festejos y tanto los comerciantes como la gente de la calle parecían muy animados. El pueblo paseaba por las calles, holgazaneaba en las tabernas y bajaba a la orilla del río o se iba a los jardines públicos. Mientras Cesarión y yo subíamos a nuestra vivienda del tercer piso, no pude por menos que experimentar una punzada de exasperación por no poder participar en las diversiones callejeras. ¡Pero te había prometido evitar que tu apreciado hijo se viera envuelto en complicaciones! Por consiguiente, subimos a nuestra vivienda donde sólo nos esperaban un poco de vino barato, una fruta excesivamente madura y unos libros aburridos. Aunque fuera había bastante luz, dentro de las casas estaba muy oscuro. Encendí tres lámparas de aceite -incluida la de Sexto; es curioso que uno recuerde estos detalles- y me dispuse a pasar una tranquila velada.
Tenía que estudiar unos escritos de medicina y Cesarión practicaría las declinaciones latinas. La velada prometía tan pocas emociones como una vigilia en un cementerio o quizá todavía menos, a decir verdad, pues ni siquiera nos podríamos entretener con los fantasmas.
Mientras permanecíamos tranquilamente sentados, oí una llamada a la puerta y contesté imprudentemente: «Adelante.» Uno acaba conociendo a los vecinos en estas casas donde todo el mundo vive tan apretujado.
Conocía muy bien a Cayo el carnicero, a Marco el tahonero y sólo Zeus sabe a cuántos más. Me quedé petrificado cuando levanté la vista y vi entrar a Octavio.
Sabía que era él. ¿Quién sino él podía guardar un parecido tan asombroso con todas las estatuas? O más bien debería decir una versión de las estatuas. Aunque en las estatuas es el hombre más bello de toda la creación, en la realidad no lo es, pero es muy bien parecido, te lo aseguro. Y hay que reconocer que las estatuas reproducen fielmente sus rasgos individuales: las pequeñas orejas un poco bajas y el rostro triangular. Por eso lo reconocí.
Me quedé casi sin habla y tú sabes muy bien que tal cosa no me suele ocurrir.
- Buenas noches, Olimpo -me dijo, dejándome estupefacto. Después se volvió hacia Cesarión, que le estaba mirando fijamente, y lo saludó con una inclinación de cabeza sin llamarle por ningún nombre. Miró a su alrededor con expresión despectiva como si dijera «¿Es éste vuestro disfraz?» Pero lo transmitió sin palabras, por medio de la mirada.
Sus ojos eran de un claro gris azulado y absolutamente inexpresivos. En mi vida he visto una criatura con unos ojos así; ni siquiera en el rostro de los soldados muertos, pues aún conservan los vestigios de la vida y parece que nos miran.
- Buenas noches, triunviro -le dijo mi voz-. Qué hermosa noche, ¿verdad? ¿Qué te trae por aquí? Creía que estabas ocupado en Iliria. -No sé si lo dije con el aplomo suficiente. Quería igualar su serenidad. Que pensara que lo estaba esperando-. ¿Has tenido dificultades en localizarnos?
- Ninguna. -Esbozó un amago de sonrisa.
- Bien, dicen que tienes un sistema de espionaje muy competente. Lo debes de necesitar, teniendo tantos enemigos.
Cesarión se había levantado de su asiento. Me complace informarte de que su estatura casi alcanza la del Hijo de Dios. Pues sí, porque ahora también había sido proclamado Hijo de Dios. ¡Qué celestial compañía!
Octavio se volvió a mirarle todavía con una hipócrita sonrisa en los labios.
- Bienvenido a Roma, Majestad -le dijo-. Hace mucho tiempo que no te veía, unos nueve o diez años, creo. Me lo hubieras tenido que notificar, para que yo te recibiera oficialmente.
- No queríamos molestarte, triunviro, pues estabas ocupado luchando contra los enemigos de Roma -contestó Cesarión, cuya rápida respuesta me impresionó-. Hubiera sido un abuso.
- ¡Tonterías! -dijo Octavio-. Me ofendes si piensas eso.
- No pretendía ofenderte, triunviro -respondió Cesarión.
Ambos se miraron con expresión inquisitiva.
Al final, Octavio rompió el silencio.
- Sin embargo me ofendes al entrar subrepticiamente en mi ciudad, bajo el nombre de mi familia y afirmando ser el hijo de mi padre. -Estaba mirando fijamente el medallón con el emblema de César, muy visible alrededor del cuello del muchacho.
- La ciudad de Roma no te pertenece, el propio César me autorizó a usar su nombre y, además, no es tu padre sino tu tío abuelo -replicó Cesarión.
- Tío abuelo por nacimiento y padre por adopción -dijo Octavio-. Por lo menos, tengo su misma sangre, cosa que no puedes decir tú. Todo el mundo sabe que eres un bastardo de padre desconocido. Si la Reina te ha dicho otra cosa, te ha hecho mucho daño.
- ¡Ahora eres tú quien insulta a mi madre! -exclamó Cesarión, enfurecido-. Ella no miente.
- Mintió a César, haciéndole creer que esperaba un hijo suyo cuando todo el mundo sabía que César era incapaz de engendrar hijos.
- Perdona, triunviro -tercié yo-, pero como médico no puedo estar de acuerdo contigo. César tuvo una hija llamada Julia.
- Sí, nacida treinta años antes que este… muchacho.
- ¿Y eso qué demuestra? Puede que sus mujeres no fueran fértiles.
- ¿Las tres?
- Cornelia tuvo a Julia y, en cuanto a las otras dos… se divorció de Pompeya por presunta infidelidad y Calpurnia casi no tuvo tiempo de estar con él. Eso no es una prueba fehaciente. -¡De esas cosas yo sabía mucho más que Octavio!-. Y César no era tonto; no se le hubiera podido engañar tan fácilmente. Al fin y al cabo, él sabía dónde había estado y cuándo… -¡Lamenté tener que decir aquellas cosas delante del chico!
Octavio soltó un resoplido y las delicadas ventanas de su nariz se ensancharon ligeramente.
- Te ordeno que dejes de usar el nombre de César -exigió fríamente-. No tienes ningún derecho legal a hacerlo.
- Pues entonces, ¿por qué me reconociste cogobernante junto con mi madre hace ocho años? -preguntó Cesarión, echando rápidamente mano de un legalismo.
Octavio se desconcertó por un instante.
- Esa decisión no la tomé yo, sino los triunviros Antonio y Lépido, quienes insistieron en ello como una concesión a la Reina de Egipto para impedir que enviara barcos y ayuda a los asesinos en Asia.
- ¡Ahora vuelves a insultar a mi madre la Reina! ¡Como si ella hubiera enviado alguna vez ayuda a Casio y a Bruto! ¡No, me reconocisteis con este nombre porque sabíais que era verdad! ¡Es ahora cuando tratas de anularlo y usurpar mi legado!
Cuanto más se acaloraba Cesarión, tanto más parecía tranquilizarse Octavio.
- O sea, que lo reconoces. ¡Pretendes apoderarte de tu presunta herencia romana y subvertir el orden legal romano! Hay unas palabras para designar a la gente como tú; impostores, bastardos y revolucionarios. Según el derecho romano, soy el hijo de César y heredo su nombre y sus propiedades. Sólo conquistando Roma y destruyendo el Senado y a los jueces podrás desbancarme.
Me pareció que iba a decir «derrocarme», pero se corrigió a tiempo.
- Eres tú quien tuerce la ley y me priva de lo que por derecho me pertenece -insistió Cesarión.
Me enorgullecí al ver que no se dejaba avasallar.
- ¡Ya basta! -le dijo Octavio sin apenas levantar la voz-. Vuelve a Egipto. Dile a la Reina que abandone sus sueños de conquistar Roma y que libere al triunviro Antonio de sus ataduras. Está loca si sueña con el imperio. ¡Pero aquí no gobernará! ¡Y tú no eres el hijo de César! Dile todo eso y adviértele de que no se acerque a mi país. ¡No vuelvas a insultarme jamás presentándote aquí de esta manera! -Miró a su alrededor con los ojos entornados-. ¡Qué espectáculo tan lamentable!
- ¿Conque éste es tu país? -preguntó Cesarión-. Yo creía que el triunviro Antonio también lo consideraba su hogar.
- Cuando esté preparado para abandonar Oriente, con sus concubinas, sus eunucos y sus borracheras, que regrese y volverá a ser romano.
- Me temo que has sido víctima de las historias que tú mismo te has inventado, triunviro -intervine-. Tú divulgaste todo eso de las concubinas, los eunucos y las borracheras. Ven a visitarnos y verás con tus propios ojos la vida que lleva.
- ¡Nunca! -contestó como si lo hubieran invitado a visitar un nido de víboras.
- ¿Temes que la Reina de Oriente te embruje? -pregunté, sin poder evitar burlarme de él, por más que la situación no tuviera la menor gracia. Las historias que se había inventado circulaban por todas partes.
- No podría embrujarme -contestó-. Sería imposible. ¡Y ahora os ordeno que os vayáis! Tengo que regresar a Iliria y no deseo que os quedéis aquí.
- O sea, que nos has hecho el honor de viajar desde la frontera para hacernos una visita informal -comenté-. ¡Un viaje tan largo para tan breve entrevista!
- Ha sido lo bastante larga como para decir lo que había que decir y para que yo viera lo que tenía que ver -contestó, dando media vuelta para retirarse.
- Y nuestro viaje, que fue todavía más largo, también ha contestado a las preguntas -replicó Cesarión.
- Adiós -dijo Octavio-. Espero no volver a verte.
Se retiró con tal rapidez que fue como si se hubiera desvanecido. Le seguí hasta la puerta, pero solamente vi la oscuridad del rellano.
- ¡Oh, dioses! -exclamó Cesarión, más pálido que un fantasma-. ¿Ha sido una visión?
- Pues te las has arreglado muy bien para enfrentarte con semejante aparición -le felicite-. El mismísimo César no lo hubiera hacho mejor. Has demostrado ser digno hijo de él.
Y eso es exactamente lo que ocurrió hace apenas una hora.
Tu leal, casi mudo y trastornado médico Olimpo
Recibí la carta no mucho después de haber sido escrita; la suerte me la envió a la mayor brevedad. Alejandría estaba casi paralizada por los efectos del estupor y la debilidad de las altas temperaturas estivales, pero la carta me sacudió como una ráfaga de viento invernal contra el cuerpo de un hombre desnudo. Empecé a pasear por la estancia en la que apenas unos momentos antes había estado lánguidamente recostada sobre unos almohadones, demasiado debilitada como para moverme. ¡Octavio! ¡Octavio se había abatido sobre mi hijo como un ave de presa! Debía de estar acechando, o acaso tenía espías en todas las casas y en todos los rincones. Pero aunque así hubiera sido, ¿cómo se habían enterado de dónde estaban Olimpo y Cesarión? Roma tenía casi un millón de habitantes, casi todos ellos pobres y apretujados en lugares como la Suburra. ¿Cómo era posible que dos personas como ellos llamaran la atención de Octavio?
Y su manera de presentarse y desaparecer… era casi sobrenatural. ¿Cómo había podido su barco navegar tan rápido por mares sin viento y cómo había podido él entrar en Roma en secreto?
Un hombre como él no hubiera tenido la menor dificultad en ordenar un asesinato furtivo. ¿Correría peligro la vida de Cesarión? Volví a leer la carta y la siniestra frase «Tengo que regresar a Iliria y no quiero que os quedéis aquí». Si Olimpo y Cesarión no cumplieran inmediatamente la orden, ¿enviaría a sus sicarios para que acabaran con ellos?
- ¡Antonio!
Corrí a sus aposentos con la carta en la mano. Esperaba encontrarle sentado junto a su mesa de trabajo, estudiando documentos. Pero la mesa cubierta de rollos, libros mayores e informes estaba abandonada. Le encontré en una de las estancias contiguas, dormitando sobre unos almohadones. Un pie le colgaba hacia un lado y el otro lo tenía apoyado sobre un cojín. Lo estaba abanicando un aburrido criado cuya respiración parecía seguir el compás de los movimientos del cálido aire.
- ¡Despierta! -le dije, sacudiéndolo por los hombros. Estaba deseando contarle la horrible noticia-. ¡Vete! -le dije al criado, dejó con un suspiro de alivio el abanico de largo mango y se retiró.
- Ah…
Antonio abrió lentamente los ojos y trató de orientarse. Se encontraba en aquella fase de sueño profundo que a veces se apodera de nosotros durante el día.
«Date prisa, date prisa -pensé-, ¡te necesito!»
Necesitaba que leyera la carta para que me convenciera, con su serenidad acostumbrada, de que aquello no era lo que parecía o no era tan grave o… a menudo me atacaba los nervios su tranquilidad en situaciones que yo consideraba vitales o evidentes, pero ahora aquel rasgo de su carácter me sería muy necesario.
- ¿Qué es? -preguntó finalmente.
Hablaba con voz pastosa y tenía la mirada perdida. Le froté los ojos.
- He… se ha recibido una carta. ¡Una carta terrible!
Se la deposité en las manos antes de que tuviera tiempo de incorporarse. Me miró perplejo.
- ¡Bueno, léela de una vez! -le dije a gritos.
Se incorporó y apoyó los pies en el suelo. Medio atontado todavía, sostuvo la carta ante sus ojos y la leyó. Estudié atentamente su rostro, que permanecía impasible.
Sus ojos regresaron al principio para releer la carta. Ya estaba completamente despierto. Vi en su rostro una expresión resignada, algo a medio camino entre la repugnancia y un deseo de prepararse para lo peor.

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