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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (47 page)

Pero permanecíamos en silencio, como si todo aquello fuera demasiado solemne como para profanarlo con palabras. Lo que yo estaba presenciando era justo lo contrario de la gozosa salida de un guerrero… era la retirada, el recuento de las bajas, las heridas que uno se lame después de la batalla.
Lo uno era el canto de la sangre, la emoción de la anticipación, la orgullosa organización; lo otro eran las desordenadas consecuencias de la derrota.
- ¿Todos los comandantes han regresado incólumes? -pregunté al final.
- Sí, excepto Flavio Galo -contestó Antonio-. Al quinto día de nuestra retirada persiguió a los partos que nos hostigaban y se alejó demasiado de nuestra columna. Le envié órdenes de que volviera, pero se negó a obedecerlas. Fue una maniobra para atraerlo; perdimos tres mil hombres por culpa de su obstinación. Ticio arrancó las águilas de sus abanderados para obligarle a dar media vuelta, pero todo fue inútil. Cuando Galo se dio cuenta de que estaba rodeado, ya era demasiado tarde. Los demás comandantes -como Canidio, que hubiera tenido que guardarse muy bien de hacerlo- le enviaron una y otra vez pequeños contingentes de auxilio, pero éstos también quedaron aislados. Tuve que abandonar la vanguardia del ejército y conducir a toda la Legión Tercera para poder enfrentarme directamente con el enemigo y rechazarlo. -Mientras hablaba, le subieron los colores a su enjuto rostro-. Galo fue alcanzado por cuatro flechas y murió; aparte los tres mil muertos, tuvimos que lamentar quinientos heridos. -Sacudió la cabeza-. Los tuvimos que transportar en mulos, lo cual nos obligó a abandonar buena parte de nuestros pertrechos de campaña, las tiendas y los utensilios para cocinar. A partir de aquel momento… ¡Oh, aquellos veintisiete días!
- Si Artabaces no te hubiera abandonado, su caballería te hubiera podido proteger durante los veintisiete días de la retirada -dije amargamente-. ¡Él es el culpable de estas bajas y de los diez mil que murieron con los carros del equipaje!
- Sí -convino Antonio-. Y…
- ¡Tiene que pagar el precio de su perfidia! -le dije-. ¡Lo tienes que castigar! Supongo que se haría el inocente.
- Pues sí -contestó Antonio, esbozando una sonrisa que no fue más que una sombra de su jovial sonrisa de antaño-. Y yo fingí creerle. Al fin y al cabo, cuando llegamos a Armenia no hubiéramos podido enfrentarnos ni siquiera a un ejército de gansos y gatos callejeros. Pero tampoco podía quedarme demasiado en su reino, así que decidí acelerar nuestro regreso a territorio romano, a pesar de la gruesa capa de nieve que cubría las montañas.
- Tienes que regresar y vengarte de él -repetí.
- Cada cosa a su tiempo -contestó.
Cuando alguien da esta respuesta, es señal de que no piensa hacer nada. Recuerdo que una vez le dije a mi anciano preceptor: «Tenemos que esperar a ver qué ocurre.» Y entonces él me contestó: «Princesa, las cosas no ocurren; nosotros tenemos que hacer que ocurran.»
No dije más. Antonio tenía que superar su dolor antes de poder seguir adelante.
- ¿Te has enterado de la victoria de Octavio, o más exactamente de la de Agripa? -le pregunté.
Asintió con la cabeza.
- Sí. Ahora han acabado con el último republicano, o mejor dicho, con el último hijo de la República. Sexto sólo se representaba a sí mismo.
- ¿Y tú qué representas? ¿Qué representa Octavio? -Eran preguntas que se tenían que hacer-. Ahora ya no tenéis ningún proyecto en común. Los asesinos han muerto y Sexto ha sido eliminado. ¿Cuál es tu misión ahora?
Tendría que tomar una decisión, pues de lo contrario no podría reunir a nadie bajo su estandarte.
- No lo sé -contestó.
Estaba claro que en aquel momento tampoco le importaba.
- Octavio encontrará alguna -dije-. Se inventará de nuevo a sí mismo para seguir reuniendo partidarios.
Pero Antonio no sentía el menor interés por Octavio.
- O a lo mejor se morirá -dijo mirándome con expresión risueña-. Su salud sigue siendo muy delicada. Los accesos de tos lo llevarán finalmente a gozar de la divina compañía de César.
Llamaron a la puerta y Eros asomó la cabeza.
- Veo que llego demasiado tarde -dijo.
- No, llegas justo a tiempo. Tráenos algo para desayunar; después visitaremos a los hombres y repartiremos la ropa. -Antonio se volvió a mirarme-. ¿Cuándo llegarán los cereales?
- Los navíos de transporte navegaban detrás de nuestro trirreme, pero nosotros los dejamos rezagados. Calculo que llegarán dentro de tres o cuatro días.
- Avisa a los molineros -le dijo Antonio a Eros-. ¡Pan! ¡Necesitamos pan, una montaña de hogazas!
Hileras y más hileras de hombres enfermos yacían en el suelo o sobre raídas mantas en los campos de la parte de atrás de la aldea, marchitándose como plantas después de una larga sequía. Algunos de ellos tenían una piel tan grisácea y arrugada que nadie hubiera podido adivinar que eran hombres en la flor de la edad. Recordé una vez más mi sueño de los negros y resecos cadáveres.
Cuando nos acercamos -Antonio con su capa púrpura para que pudieran verle desde lejos-, los hombres le llamaron con voces lastimeras. Vi que intentaban incorporarse. Se habían construido unos cobertizos para proteger a los más graves de las inclemencias del tiempo, pero los demás tenían que permanecer al aire libre.
- Imperator -le susurraban o gritaban-. ¡Imperator!
Antonio se detuvo junto a un hombre con un ojo tapado por el vendaje que le cubría la cabeza, y se agachó para hablar con él.
- ¿Dónde te hiciste la herida? -le preguntó.
- Con Galo -contestó el soldado-. Estaba a su lado cuando recibimos la lluvia de flechas.
- ¡Pobre y desventurado Galo! -dijo Antonio.
- A él lo alcanzaron cuatro veces y a mí sólo una. -El soldado seguía empeñado en defender a su comandante caído-. Lo suyo fue peor.
- Sí, y más tarde murió -dijo Antonio-. Pero dime, ¿de dónde eres? ¿Cuánto tiempo hace que sirves en el ejército?
El hombre consiguió incorporarse con un enorme esfuerzo.
- Soy de la Campania, no lejos de Roma.
- Ah, los mejores soldados son los de la patria -dijo Antonio-. Su pérdida es la que más nos duele.
El hombre le miró complacido y añadió, contestando a su pregunta:
- Llevo diez años en el ejército, dos al mando del mismísimo César. Me faltan otros diez para retirarme. Imperator, quiero mi trozo de tierra en Italia. El lugar tradicional, no las nuevas colonias de África o Grecia. No, Italia es mi hogar. ¡No he servido tanto tiempo para que después me envíen al exilio en mi vejez!
- Habrá un lugar para ti donde tú quieras -le aseguró Antonio.
Yo sabía sin embargo que no sería fácil. La gente estaba harta de que la despojaran de sus tierras para cedérsela a los veteranos del ejército. «Que los envíen al extranjero», pensaba todo el mundo.
Cuando Antonio se arrodilló junto a otro hombre que tenía una pierna hinchada y desgarrada apoyada sobre una roca, el hombre lo agarró del brazo y casi estuvo a punto de arrastrarlo junto a él sobre la manta.
- ¡Noble Antonio! -le dijo-. ¡Yo estaba allí! ¡Yo estaba allí!
Antonio trató de apartar su mano.
- ¿Dónde fue eso, amigo mío?
- ¡Cuando tú arengaste al ejército durante la retirada! ¡Cómo nos emocionaste a todos! ¡Y cuando te dirigiste a los dioses! ¡Sí, señora, eso es lo que hizo! -añadió, dirigiéndose a mí-. Levantó los brazos al cielo y pidió a los dioses, puesto que habían decidido trocar sus antiguas victorias por la amarga adversidad, que ésta cayera sobre él y no alcanzara a sus hombres.
- Pero a ti te alcanzó, amigo mío -dijo Antonio-. Qué no daría yo por estar en tu lugar.
«No. No. Que él lo niegue», pensé.
- No, imperator -dijo el soldado-. Así está mejor.
- La Reina os ha traído ropa y mantas -añadió Antonio, entregándole una manta-. Pronto recibiremos comida.
Recorrimos varias veces las hileras de heridos arriba y abajo y Antonio habló personalmente con muchos soldados, escuchó pacientemente y prestó atención a cada uno de ellos. Todos se encontraban en un estado tan lamentable que yo me pregunté cuántos podrían sobrevivir. Muchos habían sufrido heridas de flecha -algunos todavía las tenían clavadas- y otros presentaban cortes, extremidades rotas, heridas en los ojos y destrozos en las manos. Pero más que las flechas partas, casi todos estaban sufriendo los efectos del frío, la escasez de alimentos y la disentería.
- Y aquí están los supervivientes de la raíz venenosa -me explicó Antonio-, si es que se les puede llamar supervivientes…
Me acompañó a uno de los cobertizos donde yacían varias formas en el suelo.
Unos ojos desenfocados nos miraron con ligero interés cuando nos acercamos.
- ¿La raíz venenosa? -pregunté-. ¿Qué quieres decir?
Antonio rebuscó en su bolsa y sacó un retorcido y reseco trozo de planta.
- Quiero decir eso -me contestó-. ¡Esta planta tan perjudicial! -Le dio la vuelta para que yo pudiera ver sus fibrosas raíces-. Te dije que habíamos estado a punto de morir de hambre y que tuvimos que buscar hierbas, comer cortezas y arrancar raíces. La mitad de las veces ni sabíamos lo que comíamos, y esta planta resultó venenosa. Pero con un veneno muy especial: antes de matar a los hombres les hacía perder el juicio y entonces a los pobrecillos les daba por levantar rocas y moverlas de acá para allá. -Al ver la expresión de mi rostro, soltó una amarga carcajada-. ¡Hubieras tenido que ver el espectáculo! ¡El campamento lleno de hombres acarreando rocas! De repente empezaban a vomitar y se morían. Sólo éstos sobrevivieron. Mejor dicho, sobrevivieron sus cuerpos, porque sus mentes perecieron.
Varios hombres escarbaban la tierra con sus dedos como si todavía estuvieran buscando rocas, y de la boca se les escapaban hilillos de saliva.
- ¿Y no hubo ningún remedio?
- Sólo el vino -contestó Antonio-. Si bebían grandes tragos de vino se curaban. ¡Oh, afortunado remedio! Pero apenas teníamos vino. Habíamos tenido que abandonar las provisiones para poder trasladar a los heridos a lomos de los mulos. Y los hombres murieron por falta de vino.
- Mi médico estudia los venenos -le dije-. Me gustaría que examinara esta raíz, A lo mejor él sabe lo que es y conoce algún otro remedio, aparte del vino.
Antonio se había agachado para intentar calmar a un enfermo que estaba muy alterado, pero no hubo manera.
Aquella noche cenamos con los demás comandantes. A diferencia de Antonio, éstos parecían tan animados como de costumbre. Planco, que hablaba con la boca llena y parecía un camello, se mostraba muy satisfecho de haber sido nombrado gobernador de Siria y muy pronto emprendería viaje a Antioquía para tomar posesión de su cargo.
Delio, con la cara picada de viruelas más devastada que nunca, me preguntó cortésmente si había leído su crónica sobre la guerra, que él acababa de entregarle a Antonio.
- Es larguísima -dijo Antonio, extendiendo los brazos-. Prometo leerla yo primero. Espero que hayas dicho toda la verdad sobre la valentía de los hombres y las bajas sufridas.
- Lo he intentado, imperator -contestó Delio con aquella sonrisa suya que a mí siempre me había parecido un tanto engreída.
El joven Ticio, con su alargado rostro moreno levemente más enjuto que antes, se inclinó hacia delante.
- Sexto ha enviado nuevos ofrecimientos. -dijo-. Hay que tomar una decisión.
Sexto.
- ¿Dónde está Sexto y qué decisiones hay que tomar? -pregunté.
- Sexto ha reunido tres legiones desde que llegó a nuestras orillas y ha caído tan bajo que ahora se ofrece con ellas como mercenarios al mejor postor. Incluso ha mantenido tratos con los partos -contestó Ticio.
- En tal caso ya no puede llamarse romano -dijo Antonio.
Pero lo dijo más con tristeza que con rabia, como si pensara: «Ya no hay confianza ni fidelidad en ningún lugar. ¡Cómo es posible que el hijo de Pompeyo se alíe con los partos!» Sacudió lentamente la cabeza.
Antonio estaba siendo víctima de la perfidia que lo rodeaba. Con su anticuada lealtad, no podía por menos que sorprenderse cada vez que descubría una muestra de infidelidad en los demás. El asesinato de César no había sido un acontecimiento aislado sino el reflejo de una pérdida de honradez incesantemente repetida en traiciones menores: los engaños de Octavio, el intento de golpe de estado de Lépido, las deserciones de Labieno y ahora la cínica prostitución de Sexto.
- ¿O sea que vamos a rechazar su ofrecimiento? -preguntó Ticio.
Antonio se extrañó de que se lo preguntara.
- Sí. Todo ha terminado para Sexto. -Hizo una pausa tan larga que yo pensé que ya no tenía nada más que añadir-. Y no podemos consentir que regrese junto a los partos.
Ticio asintió, con la cara muy seria.
- No, no debemos consentirlo.
Enobarbo agitó la mano, mostrando la moneda que sostenía entre el índice y el pulgar.
- ¡Eso ya ha caído en mis manos! -dijo en tono furioso-. El tesoro capturado de nuestros carros… los partos están borrando tu efigie, imperator, y sustituyéndola por la suya.
Le pasó la moneda a Antonio, y éste la examinó cuidadosamente. No sólo el perfil de su rostro había sido aplanado y cubierto con el del rey parto sino que el mío -que aparecía en el reverso de la moneda en homenaje a nuestra boda- había sido borrado y sustituido por la imagen de un caballo parto con un carcaj colgado de la silla.
- ¡Eso no se puede pasar por alto! -dijo Enobarbo.
- No, y no lo pasaremos por alto -replicó Antonio.
Pero su voz carecía de convicción.
En cuanto a mí, me sentí profanada al ver mi busto borrado. Pero a veces hay que dejar pasar los insultos cuando conviene. Por eso los políticos se parecen tan poco a los héroes. Un gobernante no puede permitirse el lujo de ser un héroe cuando las necesidades del país exigen un político.
Eros se había esforzado mucho en hacer más cómoda la casa de Antonio en nuestra ausencia. Había colocado alfombras, más almenaras e incluso un cuervo enjaulado que, según él, hablaba por los codos.

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