La seducción de Marco Antonio (22 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

Me miró sonriendo. Tenía razón. ¿Qué madre hubiera querido que su hijo se arrojara a las procelosas y turbulentas aguas de la política romana, unas aguas letales en muchos casos? Egipto era mucho más seguro.
- Estás cansado -le dije-. No hubiera tenido que molestarte con cuestiones de tipo político. -Tomé su mano-. Ven, necesitas descansar.
- Me temo que en tu presencia no podré hacerlo.
Parecía extenuado.
- Pero te podrás recuperar -dije.
Lo acompañé a mi dormitorio, que después de César creía sellado para siempre a cualquier otro hombre. Así conseguí librarme del pasado, y Antonio del agotamiento del viaje. Lo estreché en mis brazos, rodé con él por la amplia cama y acabamos con su rostro junto al mío sobre la almohada. Entonces vi en sus ojos oscuros el reflejo de todo lo que yo era, había sido y sería. Él era mi destino y yo el suyo, pero tendríamos que luchar para configurarlo a nuestro gusto porque no tendría que ser necesariamente ni obediente ni benigno.
Me entregué por entero al puro placer y a la pura sensación, y en el momento culminante pensé que aquel que no ha conocido más que eso en la vida no ha hecho un mal negocio. El más bajo de mis súbditos podía saborear un placer tan grande como aquél… y probablemente lo saboreaba. En este sentido, los dioses eran benignos.
Alejandría pertenecía a Antonio. Ambos se habían enamorado el uno del otro desde el primer momento. Los alejandrinos habían aprobado su manera de llegar a la ciudad como un simple ciudadano particular o un huésped en lugar de desembarcar con todas sus galas y autoridad romana, como había hecho César. Y apreciaban su amabilidad, su adopción del estilo de vestir griego -cosa que César jamás hubiera hecho-, su asistencia a las conferencias y a las representaciones teatrales, y su carácter abierto.
La admiración era mutua pues Antonio se sentía cautivado por la ciudad, lo cual me hacía temer que la amara más que a mí y sin reservas. Se desprendió de su personalidad romana, dobló sus togas y despidió a sus guardias. Comía platos egipcios y griegos, se paseaba por los templos, vagaba por las calles y seguía unos horarios totalmente distintos de los romanos. Era como si llevara mucho tiempo echando de menos Alejandría y como si la ciudad respondiera a una necesidad de su naturaleza.
- Guárdate del hombre que adopta con entusiasmo una cultura extranjera -dijo amargamente Olimpo-. Eso puede ser su ruina.
Olimpo evitaba a Antonio. Sólo le veía desde lejos y rechazaba todos mis intentos de presentarlos, alegando como excusa que tenía muchos pacientes que atender y que le faltaba tiempo.
- Tendrías que conocerle -le dije-. Me resulta muy raro que mi médico y uno de mis mejores amigos se mantenga a distancia.
- No necesito conocerle -replicó Olimpo-. Lo podré estudiar mejor si él no me conoce.
- ¿Qué quieres decir?
- Pues que se trata de un espléndido ejemplar físico. No se parece a Hércules. ¿No dice que desciende de Hércules?
- Una respuesta muy evasiva -dije-. ¿Qué me puedes decir de este hombre si tanto sabes de él?
- Comprendo por qué razón lo encuentras atractivo.
- Dime algo que yo no sepa.
- No te fíes de él -me soltó-. No es de fiar.
Me llevé una gran sorpresa pues no esperaba aquella respuesta.
- ¿En qué sentido? ¿Qué quieres decir?
- Parece un buen hombre, lo reconozco -me contestó como si lamentara tener que confesarlo-, pero tiene una naturaleza que…
- Hizo una pausa-. En realidad no le apetece ser el amo del mundo, él lo que quiere es vivir tranquilo. Una naturaleza más fuerte que esté cerca de él siempre lo dominará y gobernará. Ahora eres tú. Cuando esté con Octavio, será Octavio.
Volví a sorprenderme.
- Tú jamás has visto a Octavio. ¿Cómo puedes hablar de su naturaleza si no la conoces?
- Lo sé -contestó Olimpo en tono obstinado.
- Igual te envío a Roma para que puedas estudiarlo directamente -le dije en tono burlón, porque no me gustaban los comentarios que estaba haciendo sobre Antonio.
Sin embargo, lo peor era que ambos percibíamos algo duro, intransigente y temible en Octavio. Hasta aquel momento, yo había pensado que eran simples figuraciones mías, teñidas probablemente por motivos personales.
Llegó el día de mi vigésimo noveno cumpleaños, pero no lo celebré ni le dije nada a Antonio. Temía que organizara unos grandes festejos en mi honor, y la idea no me atraía. El espectáculo de Tarso me había colmado para muchos años. Mardo me regaló un nuevo juego de escritura con sellos de amatista labrada, y Cesarión enseñó a su lagarto a tirar de un carrito en miniatura para mi deleite, pero eso fue todo. Olimpo me envió una gran jarra del mejor laserpicio de Cirenaica, con una nota que decía: «¡Aquí tienes! ¡Un regalo que te va a ser muy útil!» Me avergoncé tanto que lo guardé en una caja y lo escondí. ¿Por qué estaba tan obsesionado con aquel tema? Ya era hora de que se casara y centrara su atención en su propio lecho.
Pero yo sabía que Antonio querría celebrar fastuosamente su propio cumpleaños, por cuyo motivo sugerí que se reservara todo el Gymnasion para él y sus invitados.
- Podríamos celebrar nuestros propios Tolemaieia -dije una noche-. Aún faltan tres años para su celebración, pero ¿qué más da?
Cada cuatro años se celebraban en Alejandría los juegos atléticos y las competiciones más importantes después de los que se organizaban en Olimpia, con carreras de caballos, competiciones al aire libre, ejercicios gimnásticos y tragedias y comedias en el teatro.
- ¿Cómo los vas a llamar, Antonieia? -me replicó, riéndose en tono despectivo. Entonces comprendí que deseaba celebrarlos.
- Los llamaré
Natalicia Nobilissimi Antonii -
le contesté-. La Fiesta del Cumpleaños del Nobilísimo Antonio.
Antonio arqueó las cejas.
- Sabes más latín de lo que parece.
Siempre me encantaba sorprenderle.
- Y tú tendrás que competir en todas las pruebas. Por consiguiente tendrán que ser unos juegos un poco más reducidos que los normales -añadí-. A fin de cuentas, tú no conduces carros ni realizas ejercicios acrobáticos, ¿verdad?
Confiaba en que no. La organización de las carreras resultaba muy cara.
- No -contestó-. Pero debes recordar cuál será mi cumpleaños: el cuadragésimo segundo. No creo que me convenga competir, a no ser que quiera hacerme a mí mismo el regalo de perder.
- ¡No digas disparates! -protesté-. Tendrás que competir con tus propios hombres y oficiales, no con corredores y luchadores que se pasan el día entrenando. De otro modo, sería injusto.
El hecho de tener que entrenarse le serviría de distracción. Yo sabía que era demasiado orgulloso como para salir a la pista sin estar preparado. Ahora trasnochaba mucho y se pasaba media mañana durmiendo, en unas perpetuas vacaciones.
- Serán unos juegos griegos de atletismo -le advertí-. Nada de todas esas muertes a las que los romanos sois tan aficionados.
- Donde fueres, haz lo que vieres -dijo-. Suele ser más civilizado.
- Hablas como un converso -dije-. Si te limitaras a abrazar la armonía griega de una vida equilibrada…
- ¡Bah! -exclamó riéndose-. Dioniso es el exceso, nada más. La serenidad de la embriaguez, la licencia artística, la libertad de los sentidos…
- Pero Hércules tiene que llevar una vida muy sobria para poder cumplir todas sus fatigas y convertirse en dios. Las dos facetas de tu personalidad tendrán que turnarse.
- Ya lo hacen, ya lo hacen -dijo-. ¿Acaso no te has dado cuenta?
En realidad, Antonio sentía un gran interés por el teatro; le gustaban las comedias y se tomaba muy en serio su patrocinio de la agrupación de actores de Dioniso. Le gustaban los disfraces y las interpretaciones teatrales, y en Roma había sido muy amigo de actores y actrices que lo acompañaban por todas partes para gran disgusto de Cicerón. En Alejandría asistía no sólo a representaciones teatrales sino también a conferencias y exhibiciones en el Museion, y yo solía acompañarle en sus salidas nocturnas. Ambos estábamos haciendo cosas impropias de nuestro carácter en nuestro afán de complacernos mutuamente.
El 14 de enero, el día de los
Ludi et Natalicia Nobilissimi Antonii,
los Juegos y las Celebraciones del Cumpleaños del Nobilísimo Antonio, amaneció sereno y con un despejado cielo intensamente azul. Me sorprendió el entusiasmo que aquella diversión había suscitado en todo el mundo. Las mujeres estaban deseosas de que las invitaran a sentarse en la tribuna de piedra para poder contemplar los cuerpos untados de aceite de los hombres, mientras que los hombres, incluso los más veteranos, se mostraban inesperadamente dispuestos a quitarse casi toda la ropa y participar en las competiciones. Un hombre de sesenta y cinco años -oficial de suministros de la guardia de Antonio- pidió permiso para participar. Un campeón de carreras de unos Ptolemaieia de veinte años atrás también pidió permiso. Pero otros contendientes eran amigos míos o de Antonio y en eso consistiría el principal interés de las pruebas. Conocíamos a aquellas personas en otras actividades, y de repente ahora las veríamos quitarse las túnicas e imitar a los famosos atletas. Tal vez siempre habían tenido el secreto deseo de hacerlo.
Puesto que no se trataba de unos juegos oficiales sino de un acontecimiento de carácter privado, pensamos que no sería necesaria la exigencia de la desnudez absoluta.
- ¡A no ser que te guste! -le dije a Antonio.
A fin de cuentas, yo le había visto prácticamente desnudo en las Lupercales, aunque eso había sucedido en otros tiempos, cuando ocupaba una posición mucho menos encumbrada.
- No, me podré contener -contestó-. No quisiera ser el único en presentarse de esta guisa, y no creo que los demás estuvieran dispuestos a hacerlo.
Tenía razón. Los únicos que se sentían a gusto con la desnudez eran los griegos; los romanos, los egipcios y -¡horror!- los bárbaros la evitaban. En cuanto a los judíos, la sola idea les parecía repulsiva, y ni siquiera les gustaba pasar por delante de un gymnasion.
Habría un pentatlón, la prueba del perfecto atleta, una carrera a pie y competiciones de salto, lanzamiento de disco y jabalina, y lucha.
- ¿Ya está preparado Hércules? -pregunté en el momento en que nos disponíamos a dirigirnos al Gymnasion.
Nos acompañaría un numeroso grupo de invitados, que utilizarían todas las literas y todos los carros que había podido encontrar en las caballerizas reales.
- Sí -contestó en tono insólitamente apagado.
- ¿Qué ocurre?
¿Le habría entrado miedo de repente? ¡Qué mal momento!
- Estaba pensando que casi le doblo la edad a Octavio. Por cada año que él ha vivido, yo he vivido dos. Y no sé cuál de ambas cosas es mejor, si mi experiencia o todos los años que a él aún le quedan por delante.
- Éste es un Antonio romano y meditabundo que raras veces tengo ocasión de ver. -Su melancolía empañaría los festejos. Tenía que librarle de ella-. Octavio es tan enfermizo que jamás alcanzará los cuarenta y dos años. No es fuerte como tú; no sólo jamás hubiera podido cruzar los Alpes sino que a duras penas podría trasladarse desde su casa al Foro.
Antonio se rió.
- Exageras un poco, amor mío.
- ¿Acaso no es cierto que siempre se pone enfermo, en los momentos más trascendentales? Se puso enfermo en la batalla de Filipos y tú libraste todos los combates. Se puso tan enfermo en Brundisium durante el viaje de regreso a Roma que nadie pensaba que viviera. La enfermedad le impidió acompañar a César a Hispania. ¡Siempre está enfermo!
- Sí, pero sólo en los momentos más trascendentales, como tú bien has dicho. A lo mejor son sus nervios los que están enfermos, no su cuerpo. -Antonio se rió-. Toma, mi pequeña guerrera. ¿Por qué no llevas mi espada, la que utilicé en Filipos? Póntela esta noche; si te vistes como yo, harás juego con toda esta bobada que te has inventado.
Me la entregó y yo la tomé casi con miedo. Era una espada muy importante, la espada vengadora.
- ¿No la usarás durante los ejercicios?
- No, no la puedo usar en los juegos. Pero quiero que esté presente. Tómala. -Me ajustó el talabarte alrededor de la cintura, aplastándome la túnica-. ¡Vamos! -Parecía de mejor humor-. Toma el yelmo también. -Me lo puso en la cabeza-. ¡Ya está! ¡Ya eres un temible soldado!
- Puedo matar en caso necesario -dije muy despacio.
Convenía que él lo supiera.
- ¿Y ahora quién está de mal humor? Destiérralo de tu mente. -Soltó una carcajada-. Condúceme a donde tú quieras, reina mía.
- Hoy tenemos que ir al Gymnasion -contesté-, lo cual no tiene nada de siniestro.
Sonaron las trompetas anunciando el comienzo de las competiciones. Casi cincuenta hombres se encontraban en la pista, vestidos de muy diversas maneras. Algunos sólo llevaban un taparrabos, otros unos cortos calzones de estilo bárbaro que casi les llegaban hasta la rodilla, otros una especie de falditas y otros vestían túnicas. Todos ellos habían sido untados con aceite en una sala especial destinada a este menester, el
heliothesium, y
en sus cuerpos brillantes resaltaban ahora todos los músculos y tendones.
- Me encanta el aceite de oliva sobre el cuerpo de un hombre -murmuró Carmiana-. Es más excitante que el sudor.
- Pues a mí me gustan las dos cosas -dijo la esposa del segundo tesorero, dejándome de una pieza.
Siempre había pensado que lo que más le gustaba eran los libros mayores.
Mientras miraba a Antonio, me llamó la atención lo bien proporcionado que estaba a pesar de sus poderosos músculos. Era uno de esos hombres que están mejor cuanta menos ropa llevan encima pues las prendas de vestir normales les confieren una apariencia un poco rechoncha. La edad no había dejado en él la menor huella; tenía un físico que se conservaba sin apenas esfuerzo. Y era evidente que su dionisíaco avance por las provincias orientales hubiera sido capaz de acabar con un cuerpo más frágil que el suyo.
En los juegos participarían varios romanos pertenecientes a la guardia pretoriana de Antonio, todos ellos soldados escogidos; el principal conductor de carros de Egipto y varios arqueros; algunos funcionarios griegos del Tesoro; algunos miembros del grupo de artistas dionisíacos; el preceptor que Antonio se había llevado de Siria, un tal Nicolaus de Damasco; mi filósofo preferido del Museion, Filóstrato; y quizá lo más sorprendente de todo, el viejo Atenágoras, un médico que estaba al frente de una sociedad dedicada a la conservación de las momias. Con todo el cuerpo untado de aceite, él mismo parecía una momia, fibrosa y reseca. Pese a ello, trotaba con sorprendente rapidez, riéndose y gritando:

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