Read La seducción de Marco Antonio Online

Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (24 page)

- ¡Las visitaremos por turnos! -dijo Antonio-. ¡Y al final las compararemos! -Se volvió a mirarme y me arrojó un manto-. ¡Toma, cúbrete! Por la noche refrescará, y además sería mejor que nadie supiera que la Reina está aquí entre nosotros.
Yo no tenía por costumbre disfrazarme. Siempre era la Reina y no podía ser nadie más. Pero aquella noche acepté la sugerencia de Antonio para no contrariarlo durante la fiesta de su cumpleaños. A su lado había aprendido a prescindir de mis costumbres habituales y hacer otras cosas. Me puse el manto y me cubrí la cabeza con la capucha.
La primera taberna estaba oscura y llena de humo debido a la mala calidad del aceite de las lámparas. Por si fuera poco, el vino era tan malo como el aceite.
- ¡Es malísimo! -exclamó Antonio, revolviéndolo en el interior de su boca-. Sabe como un mejunje con el que mi madre rociaba la ropa para matar las polillas.
- ¿Acaso te lo has bebido?
- No, pero he aspirado su olor. -Levantó la mano-. ¡Oye, a ver si nos sirves algo un poco mejor!
El tabernero se acercó presuroso, con el rostro iluminado por una ancha sonrisa que le tensaba las mejillas.
- Mi señor -dijo-, ¿deseas el mejor que tenemos? -Estudió detenidamente a Antonio, tratando de adivinar si podría permitirse aquel lujo.
Antonio sacó una moneda de oro y la hizo rodar sobre la mesa.
El hombre la atrapó ávidamente.
- ¡Sí, sí!
Les hizo señas a sus criados y éstos se acercaron con una jarra de vino, sólo ligeramente mejor que el primero.
- Eso ya es otra cosa -comentó Antonio mientras el hombre inclinaba la cabeza sonriendo-. Es casi tan bueno como el que se sirve en las raciones del ejército.
Apuró el resto y les hizo señas a los componentes de su grupo.
- ¡Vámonos a otro sitio!
Me rodeó con su brazo y me llevó casi en volandas hasta la puerta.
El aire nocturno resultaba muy agradable después del olor a rancio que se respiraba en la taberna. Pero aquel aire tampoco era muy puro pues estaba lleno del perfume de las rameras que salían de sus casas para iniciar su recorrido por las calles. Sus finas y transparentes túnicas de seda barata con los hilos de la urdimbre separados para permitir el paso de la luz dejaban ver sus cuerpos casi con más claridad que si hubieran ido desnudas. La luz de las antorchas del muelle confería un curioso brillo a sus túnicas y pintaba sus labios de un rojo aún más intenso que el que llevaban. De algunas casas se escapaba una música que pretendía ser desenfrenada pero que tan sólo resultaba aburrida. Unos hombres permanecían agachados en el suelo con unos cestos que contenían unas serpientes que ellos podían encantar y hacer salir a cambio de un par de monedas.
- ¡Te digo la buenaventura! -Una mano que parecía una garra tiró de mi manto, y al volverme vi un arrugado rostro y unos brillantes ojos de mono. Pero no era un rostro viejo sino muy joven, quizá de sólo nueve o diez años-. ¡Te puedo predecir el futuro!
Apuré el paso, tomando la mano de Antonio mientras la fría y pesada espada me golpeaba el costado.
- ¡Te lo puedo decir todo!
«Y yo también, hijo mío -pensé-. Te puedo decir tu fortuna, tu pobreza y tu desesperación.» Mi corazón sufría por aquellas gentes. No me resultaban tentadoras ni atrayentes sino dignas de compasión.
- Dale una moneda -le pedí a Antonio, obligándole a detenerse.
Le dio una moneda de oro con indiferencia. Para él no era nada.
- ¡La buenaventura! ¡La buenaventura! -gritó el niño corriendo detrás de nosotros para ganarse la paga.
- Prefiero no saberla -le aseguré.
Bajamos a toda prisa al paseo que bordeaba la playa, dejando absorto al niño en la contemplación de la moneda.
El segundo local que visitamos estaba lleno de clientes que seguramente llevaban bebiendo desde la puesta del sol. Hacía calor y me hubiera gustado quitarme el manto, pero comprendí que en cierto modo me protegía de los empujones y el roce de los cuerpos.
Una danzarina semidesnuda estaba divirtiendo a un grupo de clientes, agitándose, estremeciéndose y dando vueltas al son de un caramillo hecho de caña cuyo sonido semejaba los balidos de un macho cabrío en celo. Los miembros de nuestro grupo, con las copas en la mano, se abrieron paso hacia el círculo central. Estudié los arrebolados rostros de los presentes y me di cuenta de que a los miembros de nuestro grupo se les estaba empezando a poner su misma cara, una cara en la que se mezclaban por igual el deseo y el afán de desenfreno.
También a mí empezó a hacerme efecto el vino, y noté que la reserva y la frialdad empezaban a disolverse. Poco a poco la taberna ya no me pareció tan sucia ni ordinaria sino seductoramente perversa. Incluso sentí que mis brazos seguían los movimientos de la danzarina bajo la capa. De repente experimenté el deseo de moverme, dar vueltas, danzar y hacer el amor.
- ¡Más, más! -gritaron los clientes, batiendo palmas.
La muchacha, con el cuerpo completamente sudado, accedió a la petición. La mezcla del sudor con el perfume resultaba tan embriagadora como los vapores del vino barato.
- ¡Vamos a comer algo! -les gritó súbitamente Antonio a sus compañeros. Todos se dirigieron en masa hacia la puerta, a pesar de los denodados intentos del tabernero por convencerles de que él también servía comida-. ¡No, tenemos que probarlos todos! -dijo Antonio-. ¡Todos los sitios!
Elegimos una casa de comidas al azar porque nadie conocía ningún establecimiento en concreto. Antonio se guió por su nariz, husmeando en el aire algo que se estaba asando. Resultaron ser los restos de un rabo de buey, y nuestro grupo pidió que lo sacaran del espetón y nos lo sirvieran. Estaba exquisito.
- Creo… creo que deberíamos constituir una sociedad -dijo Antonio de repente, con la boca llena de deliciosos trozos de carne-. Una sociedad en la que nos prepararían comidas, buey asado todos los días si quisiéramos. Haríamos excursiones, disfrutaríamos de todos los placeres e intentaríamos superarnos cada día. ¿Quién se apunta?
- ¡Todos! -gritaron los invitados a la fiesta de cumpleaños.
- ¿Y cómo se llamaría esta… esta sociedad? -pregunté.
- Pues la
Amimetobioi,
la Sociedad de los Vivientes Incomparables -contestó de inmediato.
Supuse que ya lo debía de tener preparado pues el nombre le había salido de inmediato.
- Ya -acepté.
- ¡Quiero convertirme en una leyenda de los placeres y la extravagancia! -dijo, besándome en la mejilla-. Exactamente igual que tú con la perla.
- Yo creía que querías completar la tarea de César y conquistar la Partia -dije-. No creo que eso esté muy de acuerdo con los placeres y la extravagancia.
- Bueno, Alejandro también se entregaba a las borracheras de vez en cuando y conquistó el mundo entero. Ambas cosas no son incompatibles.
- Tal vez no lo fueran para Alejandro, aunque de todos modos no vivió mucho tiempo.
- ¡Pero vivió espléndidamente!
Levantó la copa y la apuró de un solo trago.
- No grites tanto -le pedí.
Me estaban doliendo los oídos.
Depositó otra copa en mi mano y empecé a beber muy despacio. No quería emborracharme más de lo que ya estaba.
Al salir nuevamente a la calle, atiborrados de vino y comida, nos cruzamos con otros invitados de nuestra fiesta. Los grupos se juntaban y volvían a separarse, buscando más diversión en otros lugares. Vi a Carmiana y al romano de elevada estatura en el otro grupo, pero ellos no se fijaron en mí. También estaba allí Nicolaus y el veterano oficial de suministros, celebrando su victoria. Se alejaron y nosotros volvimos a las calles de la zona portuaria. Allí todo estaba más tranquilo, aunque en cierto modo era más depravado pues el vicio ni siquiera intentaba disfrazarse de falsa alegría sino que iba directamente a lo suyo sin el más mínimo asomo de imaginación. Las mujeres se asomaban a las ventanas, nos seguían con sus ojos oscuros y nos hacían señas agitando los brazos mientras bajábamos por las calles.
Se nos acercó una anciana.
- Elixires de amor -dijo en voz baja, exhibiendo su mercancía-. Elixires de amor.
Depositó en la mano de Antonio un frasco con un líquido de color verde.
Él lo sostuvo en alto y lo examinó.
- Es muy poderoso, mi señor -dijo la vieja, alargando la mano para pedir dinero.
Él le dio unas monedas y tomó impulsivamente un sorbo del brebaje.
- ¡No lo hagas! -le pedí-. Podría ser venenoso…
- No, nada de eso -me contestó, secándose la boca-. Toma un poco. -Me lo ofreció-. Tienes que acompañarme en la bebida.
Todas las fibras de mi ser me advertían de que no lo hiciera, pero algo me inducía a ceder a la tentación. Tomé un sorbo y noté que era pegajoso y dulzón, con un gusto residual a uvas pasas.
- Ven, vamos a visitar el sagrario del templo.
Avanzamos por el pedregoso suelo y subimos las gradas del templo de Serapis. La luz era tan escasa en medio del bosque de columnas que yo apenas podía ver el lugar donde mi antepasada Berenice había hecho la famosa ofrenda de su cabello, una ofrenda que los dioses habían llevado al cielo, donde se había convertido en una constelación.
Poco a poco se fue apoderando de mí una extraña sensación de apremio a la vez que de letargo. Rodeé con mi brazo la cintura de Antonio, percibí su carne a través de la túnica y me sentí las piernas muy pesadas. Quería tenderme y notaba que las inhibiciones, el sentido del tiempo, del decoro y del orden estaban desapareciendo. La cabeza me daba vueltas. Bajamos a trompicones las gradas del templo. Antonio estaba tan alterado como yo.
Nos llamó la atención una puerta, donde esperaba una mujer. Entramos. Se efectuó un pago.
Nos encontrábamos en una espaciosa estancia de alto techo con dos ventanitas y una cama con unas tiras de cuero que hacían las veces de colchón. Me levantaron el manto y éste cayó pesadamente a mis pies. Me quitaron la espada. Me abracé a Antonio, presa de un extraño arrobamiento. Sabía que estaba drogada, pero me daba igual. Flotaba. Él había tomado más cantidad que yo y estaba más alterado.
Sus movimientos eran lentos y se quedaban como en suspenso o quizás ocurría simplemente que yo los percibía de aquella manera.
Lo abracé, y el mundo empezó a dar vueltas. Me parecía que sólo existía aquel hombre, aquel lugar y aquel momento. El mundo dejó de dar vueltas y quedó reducido a aquella estancia. Ya no tenía ni pasado ni futuro, sólo aquel presente.
Me estaba besando, me obligaba a volverme hacia él una y otra vez, notaba su aliento -casi la única realidad que percibía- muy cálido en mis hombros, mi cuello y mis pechos. ¿Me estaba diciendo algo? No podía oírle. Parecía que tuviera los oídos tapados. Todos mis sentidos habían desaparecido menos el del tacto. Percibía todas las sensaciones en mi piel, pero no oía, no olía, no saboreaba ni veía nada. Todas las partículas de mi carne estaban vivas, por dentro y por fuera.
Sé que me hizo el amor y que yo se lo hice a él durante muchas horas de aquella larga y extraña noche, pero los efectos de la droga nos hicieron sentir que todo se resumía en una extraordinaria unión de nuestras personas, sublime y prolongada. No puedo tomar ningún ejemplo por separado, sólo puedo captar fugazmente en sueños el recuerdo del todo.
Nunca sabré cómo abandonamos aquella estancia y cómo regresamos a Alejandría, pero lo hicimos. Y a la mañana siguiente -o quizá fue a la otra- me desperté en la cama de mi dormitorio mientras la clara luz del puerto danzaba en las paredes y Carmiana se inclinaba ansiosamente sobre mí.
44
- ¡Al fin! -exclamó al verme abrir los ojos. La luz me deslumbraba-. Ya está. -Me colocó sobre los párpados un apósito de jugo de pepino. Su fresco y astringente olor fue como un milagro después de los artificiales y densos olores de Canopo-. ¿Qué bebiste? ¿Un brebaje para dormir?
Aquel líquido verde y espeso… Recordaba su brillo de esmeralda y su sabor dulzón.
- Me hizo este efecto -dije. De hecho, aquél había sido el menor de sus efectos. Me hubiera ruborizado de vergüenza por mi comportamiento en la habitación alquilada si hubiera podido recordar los detalles. Lancé un suspiro-. Cometí el error de beber algo que me ofrecieron por la calle.
Antonio había tomado más que yo.
- ¿Y Antonio? ¿Dónde está?
- Nadie le ha visto -contestó Carmiana, apoyando sus manos sobre las mías-. Pero se encuentra de nuevo en su cuartel general, no temas. Sus guardias le vieron entrar.
Confiaba en que no se encontrara muy mal. Levanté un extremo del apósito para mirar a Carmiana.
- Te vi… con… con…
- Flavio -dijo Carmiana, terminando la frase.
- ¿Era tan… simpático como tú imaginabas?
La había visto muy contenta al cruzarme con ella por la calle.
- Sí -me contestó en un susurro.
Me pregunté qué habría ocurrido y si todo aquello llevaría a alguna parte. No era exactamente el Apolo que ella decía estar buscando, pero podría ser un buen sustituto terrenal.
A los pocos minutos me levanté. Saqué los pies por la parte lateral de la cama y los puse en el frío suelo de mármol. A pesar de todo lo ocurrido, me sentía extrañamente descansada.
Fuera, el mar golpeaba el rompeolas y azotaba la base del Faro. Estábamos a mediados de enero y los mares permanecían cerrados a la navegación. Muy pocas cosas podían entrar en el puerto, y casi nada podía salir de la ciudad como no fuera por tierra. Las caravanas seguían llegando de Oriente con sus mercancías de lujo, pero las cartas, los cereales, el aceite y el vino estaban inmovilizados. Era el período del año que Epafrodito y sus ayudantes dedicaban a los inventarios y los resúmenes en preparación para el siguiente.
Mandé llamar a Cesarión, que acudió a verme en cuanto terminó sus lecciones de aquella mañana.
Tenía un anciano preceptor del Museion, Apolonio, el mismo que yo había tenido. Era muy aburrido pero eficaz, y yo pensaba que sería un buen comienzo para los estudios de Cesarión. Jamás levantaba la voz, y a veces esto provocaba el sueño.

Other books

The Last Opium Den by Nick Tosches
The Fire Lord's Lover - 1 by Kathryne Kennedy
Daniel Klein by Blue Suede Clues: A Murder Mystery Featuring Elvis Presley
Riptide by H. M. Ward
Master Zum by Natalie Dae