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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (28 page)

De pronto vi una figura abandonando el edificio, y por su manera de andar comprendí que era Antonio. Me asomé desde mi terraza y agité un pañuelo para llamar su atención.
Se dirigía a mi edificio, pero se detuvo al ver mi pañuelo. Le indiqué por señas que iba a bajar. Me cubrí los hombros con el pañuelo y, bajé para reunirme con él en el prado de abajo, en medio del viento nocturno.
Lo abracé, contenta de poder estar a solas con él. Siempre nos hallábamos rodeados de gente, ahora que el mundo había vuelto a Alejandría.
- Trabajas hasta muy tarde -le comenté.
Lanzó un suspiro.
- No podré descansar hasta que reconozca lo que tengo que hacer, irme de aquí. -Resultaba un poco difícil oír sus palabras sobre el trasfondo del rumor del mar y del viento-. Pero yo no quiero irme.
- Sí, lo sé.
Recordé que César había tomado su armadura y se había ido a toda prisa sin aguardar tan siquiera a que naciera Cesarión. Sí, eran hombres completamente distintos. «No soy un segundo César», había dicho Antonio. Lo quería subrayar. Y por más admirable que fuera el hecho de que nada pudiera apartar a César de sus obligaciones, más conmovedor resultaba que alguien quisiera quedarse.
- Y yo tampoco quiero que te vayas.
Tomó mi rostro entre sus manos.
- ¿De veras? Me han asaltado las dudas… desde…
- Fue una riña de enamorados -me apresuré a decir-. Y debes saber que soy tu amante y tu más ardiente partidaria. -«Dejémoslo así -pensé-. No es necesario decir nada sobre lo demás, Octavio, Fulvia, los ejércitos, Sexto, ni siquiera sobre el hijo.»- Si fuéramos unos simples ciudadanos, un hombre y una mujer, me gustaría retenerte aquí para siempre, pero al parecer la techumbre del mundo se está derrumbando y tienes que ir a apuntalarla.
Sin darnos cuenta nos habíamos dirigido al mausoleo. Cuando ya estábamos cerca, Antonio soltó un gruñido.
- ¡No vayamos a esta tumba!
- Podemos sentarnos en los peldaños -le tranquilicé-. Ven, nadie te hará daño.
- ¡Me niego a entrar en una tumba! Temo que sea un mal presagio.
- No tenemos por qué entrar. -En realidad, yo no tenía ninguna intención de entrar, dentro estaba muy oscuro-. Nos podemos sentar aquí.
Al sentarme di unas palmadas al peldaño, y me pareció que una extraña frialdad emanaba del interior del edificio.
Nos sentamos uno junto al otro y él tomó mi mano como un tímido colegial, estrujándola una y otra vez como si quisiera ponerme un anillo.
- Tengo que irme -dijo muy despacio, como si finalmente lo hubiera aceptado-. Los acontecimientos del mundo exterior me llaman. Tal como tú sabes muy bien, iré a Tiro y comprobaré directamente qué ha ocurrido con los partos. Y después… no sé, dependerá de lo que descubra. Pero lo que sí haré será regresar contigo. No podría irme si pensara que es una despedida.
Bonitas palabras. Pero ¿de qué manera podría regresar? No había ninguna razón para que regresara a Egipto. No éramos rebeldes ni enemigos y tampoco estábamos cerca de rebeldes ni de enemigos, por consiguiente no podíamos servir de base de operaciones. Y lo más probable era que la próxima vez lo acompañara Fulvia.
- Si hay algún medio para nosotros, lo encontraré -me aseguró-. Nunca pienses que te dejo porque me he cansado de ti, porque tal cosa sería imposible. -Hizo una pausa-. Y tampoco lo hago porque busco a otra.
Pues entonces, ¿por qué no se divorciaba de Fulvia? Quizá porque tenía miedo, pues entonces no habría tenido ninguna excusa para comportarse de otra manera. En realidad ella podía actuar en su nombre y provocar levantamientos, y él hubiera podido limitarse a ser un enigmático testigo. Divorciándose de ella y casándose conmigo se hubieran terminado todas las ambigüedades a los ojos del mundo. Pero a lo mejor la ambigüedad era lo que más le interesaba, pues le concedía libertad de elección. Marco Antonio era un hombre muy poco aficionado a tomar decisiones definitivas.
- Pues entonces vamos a vivir una última noche juntos -dije levantándome.
Era la primera vez desde nuestra pelea que lo volvía a desear. Tomé su mano y regresamos a mis aposentos, cruzando muy despacio el prado. Le perdoné por ser humano, y creo que al hacerlo así, también yo me volví un poco más humana.
La cámara nos estaba esperando, delicadamente perfumada por los humeantes pebeteros que había sobre las mesas. El viento penetraba a través de las ventanas y el murmullo del mar que teníamos a nuestros pies sonaba como una música antigua.
- Sólo hay un recuerdo que deberás llevarte -le dije, tendiéndome en mi lecho y atrayéndole hacia mí. Su cuerpo era compacto y espléndido. Oh, ¿por qué no será ésta la respuesta a toda nuestra angustia y soledad? Es nuestro máximo momento en la tierra. La pena es que sólo sea un momento.
Todo lo que hicimos estuvo teñido con la conciencia de que era una despedida. Lo estreché con fuerza y gocé de todo lo que hicimos, pero lo percibí como un recuerdo mientras estaba ocurriendo, un recuerdo brumoso y teñido de tristeza.
Me alegraba de que se fuera. Mi cuerpo empezaría a cambiar muy pronto, y él se hubiera dado cuenta. Entonces yo hubiera perdido la libertad de decir o no decir, de hacer o no hacer. A lo mejor la ambigüedad me gustaba tanto como a él. César no lo hubiera aprobado, pero César ya no estaba. Me di cuenta con asombro de que en este sentido quizá yo me parecía más a Antonio que a César.
47
Tras tomar la decisión, Antonio actuó con rapidez e inmediatamente empezó a organizar la partida. Zarparía con un pequeño contingente de guardias personales directamente hacia Tiro. Había ordenado por adelantado que empezara a prepararse su flota recién construida, integrada por doscientos barcos, aunque no sabía muy bien para qué. En el palacio había un aire de actividad tal que parecía una brisa de primavera penetrando a través de las ventanas. Los mantos, las lanzas, los mensajes, las velas, todo se agitaba por doquier en medio del fragor de las armas que los hombres estaban recogiendo.
Compareció ante mi presencia para despedirse. Lo acompañaba su guardia, de pie en el centro de la gran sala de las audiencias. Era un acto público, y de repente él me pareció muy romano.
Lo miré. A mi lado se encontraba Cesarión. Sabía que su partida iba a ser muy dura para mi hijo, que se había acostumbrado a tener en él una fuente de diversión y un guía. Rodeé con mi brazo sus delicados hombros, que ya me llegaban hacia la mitad de las costillas. Aquel verano cumpliría siete años.
- Vengo para despedirme -dijo Antonio-. Sería imposible pagar tu hospitalidad, pero no tengo palabras para expresar mi gratitud.
- Que todos los dioses te acompañen y te concedan una buena travesía -contesté, pronunciando la antigua y repetida fórmula, cuando lo que yo hubiera querido decir era: «Te quiero porque tu honor te obliga a marcharte, pero recuerda mis palabras y mis advertencias.»
Inclinó la cabeza y me dijo, obedeciendo a un repentino impulso:
- Ven a ver el puerto conmigo, ven a contemplar mis barcos.
Me tendió la mano, rompiendo el protocolo de la despedida, y yo se la cogí. Juntos cruzamos el inmenso vestíbulo y salimos al pórtico, donde la claridad del mar me azotó los ojos. Los restantes miembros del grupo nos siguieron.
Por un instante volvimos a ser nosotros mismos.
- Eso no es una despedida sino una breve separación -me susurró Antonio al oído.
Su cálido aliento despertaba miles de recuerdos junto con el deseo que los había acompañado.
- El deber es el hijo de los dioses -contesté-. Y ahora le tenemos que rendir homenaje.
Solté su mano para evitar retenerlo, atrayéndolo de nuevo hacia mí.
Las velas de los barcos, blancas como la espuma del mar, se fueron haciendo cada vez más pequeñas hasta desaparecer en el horizonte oriental. Desde mi ventana vi cómo las naves rodeaban el Faro para adentrarse en el mar abierto. Cesarión contemplaba el espectáculo a mi lado.
- Ahora están rodeando el Faro… ahora ya deben de estar a punto de llegar a Canopo… ahora ya se han ido.
Su voz sonaba débil y triste. El juego del espectáculo lo había entretenido durante un rato, pero ahora el último juego de Antonio ya había terminado.
Lanzó un suspiro, se apartó de la ventana y fue a sentarse a la mesa donde le esperaba un inacabado juego de tablero.
- ¿Cuándo volverá? -preguntó.
- No lo sé -respondí. «Nunca», pensé-. Tiene que preparar una guerra y después no sabemos lo que ocurrirá.
Su presencia había llenado el palacio y toda Alejandría, o eso parecía al menos, y ahora el palacio lo llamaba a gritos. Ya existía mucho antes de que él llegara, naturalmente, pero ahora parecía que fuera especialmente suyo, como si él le hubiera dejado grabada su marca. No vivía en mis aposentos, pero ellos y yo sentíamos su ausencia y éramos más pobres sin él.
Vagaba por las desiertas estancias y acariciaba todos los lugares vacíos, guardándolos en mi mente y doblándolos con tanto cuidado como un soldado romano doblaba su tienda cada mañana. Todo había terminado. Antonio se había ido tras haber rechazado mi ofrecimiento de alianza personal y política, se había ido a combatir sus propias batallas en una fase distinta, y ahora sus batallas eran suyas y no mías.
Pero no todo había terminado, claro. Quedaba el legado del encuentro de Tarso, las largas y ardientes noches de invierno en Alejandría.
Carmiana lo sabía o lo adivinaba, ella que también luchaba contra su propia tristeza por la partida de Flavio. Una silenciosa noche en que me acababa de cepillar el cabello y estaba doblando mi túnica, se limitó a decir:
- O sea que a pesar de todo se ha ido.
- No lo sabe.
Era un alivio poder hablar de mi secreto con alguien, expresar por lo menos con palabras aquel hecho tan importante. Ni siquiera le pregunté: «¿Cómo lo sabes?»
- ¿No se lo has dicho? -me preguntó en tono de incredulidad-. ¿Te parece que has obrado bien no diciéndole nada?
- Pensé que sí. Pensé que hubiera sido injusto decírselo.
- ¿Y por qué tiene que ser injusta la verdad? -me preguntó-. ¿De qué querías protegerle?
- No lo sé -contesté-. Pensé más bien que me estaba protegiendo a mí.
Carmiana sacudió la cabeza.
- Pues no, has hecho justo todo lo contrario. Te has hecho daño. Dirán… ¡Oh, no soporto pensar en lo que dirán de ti!
- No me importa -contesté, pero no era del todo cierto. No quería hacer el ridículo o inspirar compasión, sobre todo esto último-. Y al hablar en plural, ¿a quién te refieres? ¿A mis súbditos? ¿A los romanos? ¿A Fulvia?
Bueno, ya había vuelto a mencionar a Fulvia.
- ¡Pues a todos en general, a cualquiera de ellos! Te juzgarán, se reirán, te lapidarán.
- Eso lo hacen en Judea. Los griegos y los egipcios no lapidan a nadie -le recordé-. Además, puede que eso les convenza de que Antonio es más cesarino que Octavio, puesto que ha seguido sus pasos.
Me parecía una situación muy graciosa.
Carmiana soltó una sonora carcajada.
- No creo que hayan sido precisamente los pasos de César lo que haya seguido.
Ahora nos reímos las dos. Al final Carmiana me dijo con la cara muy seria:
- No creo que a Antonio le molestara tener un hijo que fuera hermanastro del de César.
No, siempre y cuando lo supiera aprovechar, pensé, cosa que no era probable que hiciera. Era su mayor honor y también su mayor debilidad.
Unos días después me sentí obligada a decírselo a Olimpo; tal vez pensé que, diciéndoselo a otro hombre, compensaría el hecho de no habérselo dicho a Antonio. Su reacción fue más vehemente de lo que yo esperaba.
- ¿Es que no tienes juicio? -me preguntó, levantando la voz-. ¿Qué…?
Abrí la caja en la que guardaba su inoportuno regalo de cumpleaños y le devolví el frasco en silencio.
- Veo que está intacto -dijo, examinándolo. Parecía tan tremendamente irritado como un progenitor con un hijo travieso. Dejó el frasco en el suelo y cruzó los brazos como si esperara mi confesión-. ¿Y bien? -preguntó, golpeando el suelo con el pie.
- Tú y Mardo siempre me decíais que tenía que dar más herederos al trono, y eso es lo que he intentado hacer.
Le miré sonriendo, pero él no se ablandó.
- Oh, mi querida Reina y amiga -dijo en tono quejumbroso-. ¡Eso es terrible, terrible! La primera vez el mundo miró para el otro lado con todo aquel galimatías que os inventasteis de Isis y Amón. Los dioses saben que César siempre se salía con la suya en todo lo que hacía, pero eso es distinto. Antonio no es César…
Eso mismo había dicho el propio Antonio.
- Olimpo…
Me conmovía verle tan profundamente afectado; era consolador saber que alguien se preocupaba por mí.
- … Antonio no es César y el mundo será duro con él. Además, a diferencia de César, tiene muchos hijos. Tú no le haces ningún regalo especial, algo que jamás le haya hecho nadie. Por cierto, ¿cuántos hijos tiene?
Tuve que contarlos. Tenía por lo menos uno de su primer matrimonio con su prima Antonia y dos con Fulvia.
- Tres que yo sepa -contesté.
- ¿Lo ves? Y en cuanto vuelva a ver a Fulvia le hará otro.
La idea me resultaba dolorosa, porque seguramente era verdad. No se me ocurría ninguna respuesta razonable.
- Siéntate aquí -me dijo Olimpo, sabiendo muy bien que no tenía derecho a darme ninguna orden. Yo era su reina, su amiga y su paciente, por este orden, pero ahora lo de paciente ocupó el primer lugar. Después se sentó delante de mí con su rostro moreno y alargado contraído en una mueca de preocupación-. ¿Quién más lo sabe?
- Sólo Carmiana -contesté-, porque lo ha adivinado. Tú eres la única persona a quien se lo he dicho.
- ¿Antonio no sabe nada? -se apresuró a preguntarme.
- No.
- ¿Y no lo sospecha?
- No.
- Muy bien. Aún es muy pronto, pues de lo contrario lo hubiera sabido. Presta atención. Tienes que librarte de él. Aún tenemos tiempo… gracias sean dadas a los dioses.
- Pero yo…

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