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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (27 page)

- Oh, no, ya basta -protestó-. Ya he visto suficiente por hoy.
Pero yo me aparté del triclinio y regresé con una caja adornada con incrustaciones de piedras preciosas y una cerradura de bronce. Hice girar la llave en la cerradura, abrí la tapa y le mostré el montón de joyas que contenía: perlas, esmeraldas y collares.
- Mete la mano aquí dentro -le pedí, cogiendo su mano e introduciéndola en la caja. Las piedras resbalaban entre sus dedos, y algunas cayeron al suelo cuando retiró la mano. No me agaché a recogerlas-. Tengo muchas más como éstas -dije-. Y grandes almacenes con maderas preciosas, marfil, plata y oro. Todo acabará conmigo en la tumba.
- ¿A no ser? -preguntó-. Porque no me enseñarías todo esto si ya tuvieras decidido, definitivamente y de una vez por todas, esconderlo.
- A no ser que yo pueda utilizar todos estos recursos para otro propósito mejor -contesté.
- ¿Como qué?
- Deja que compre el mundo para los dos.
Soltó una carcajada.
- Pero si yo no quiero el mundo. Y aunque lo quisiera, tú no podrías comprarlo.
- Puedo comprar ejércitos, y los ejércitos pueden comprar el mundo… -Dejé la frase en el aire para que pensara en ello-. Imagínate, se acabarían todas las obligaciones y todas las discusiones con Octavio sobre esta o aquella legión o sobre quién se quedará con el barco tal o el barco cual. Todo podría ser tuyo.
- ¿Y cuál sería tu precio? Estoy seguro de que todo eso no lo ofrecerías gratuitamente.
Estaba empezando a hablar como un mercader, aunque no parecía demasiado ávido de tomar lo que yo le estaba ofreciendo.
- Me gustaría ocupar el lugar de Octavio -respondí finalmente.
Antonio se partió de risa.
- ¿Y ponerte sus sombreros para protegerse del sol y sus camisas de franela para abrigarse el pecho? El sol de verano es demasiado fuerte para él, y el frío invernal demasiado cruel, por eso se tiene que proteger antes de salir de casa. ¡Menuda pinta tiene!
- ¿Y este hombre te parece adecuado para gobernar todo el mundo? ¿Un hombrecillo que no puede enfrentarse ni con el sol ni con el viento? -Recordé la gruesa suela que llevaba en las sandalias para parecer más alto-. ¡Se cree el heredero de César, pero no lo es! Pero si tú lo permites, cada vez crecerá más, como ocurre con las setas en la oscuridad. Y cuando te despiertes te encontrarás derribado al suelo y arrancado de raíz mientras él florece. -Hice una pausa. Antonio me estaba escuchando atentamente-. Arráncalo ahora que todavía puedes, porque ten por seguro que él piensa hacer lo mismo contigo. -¿Estaba consiguiendo convencerle? Tenía que seguir adelante-. El mundo ya se encuentra bajo el yugo de Roma. Procura que la transición sea tranquila. Establece una alianza conmigo como esposa tuya. Yo puedo administrar Oriente mientras tú te encargas de Occidente. Alejandría ocupa una situación privilegiada para gobernar todo el Mediterráneo. Y disponemos de recursos, como ahora se dice.
- ¿O sea que el propósito de toda la exhibición era éste? -preguntó-. Ya sabía yo que no era una simple visita a los lugares de mayor interés. -Su voz tenía un tono siniestro-. Creo que lo planeaste todo desde el principio… A lo mejor tu visita a Tarso y mi traslado aquí también fueron una exhibición.
La cosa no estaba saliendo como yo quería.
- ¡No, eso no es cierto! Confieso que estaba orgullosa de Egipto, que quería enseñarte mi país y permanecer contigo un poco más. Pero no tenía previsto lo que ocurriría cuando tú estuvieras aquí.
- Me atrajiste aquí, después de volverme loco con tus trucos, tus atuendos, tus perfumes, las lámparas y todo aquello. Te encantó burlarte de mí -me dijo en tono cortante-. Eso te hacía sentirte poderosa. Hubieras reaccionado exactamente de la misma manera si en lugar de ser yo hubiera sido Octavio. A ti lo que te gusta es seducir a los hombres, sin que te importen los medios.
¿Cómo se atrevía a insinuar que yo sería capaz de aceptar a cualquiera? ¡Octavio!
- En Tarso dijiste que no fue sólo por la cena en el barco, que era algo que se remontaba a mucho tiempo atrás -repliqué.
- Sí, porque tú siempre has procurado seducir a los hombres.
No pude por menos que echarme a reír.
- Pues el deseo surgió de tu interior. Cuando estaba en Roma pertenecía enteramente a César, y cuando tú viniste por primera vez a Alejandría yo sólo tenía catorce años y me preocupaba la supervivencia por encima de cualquier otra cosa. No andaba a la caza de hombres.
- ¡Quizá no puedes evitarlo, pero ése es el efecto que produces!
Ahora lo comprendía. Estaba celoso y quería que yo lo tranquilizara. ¡Qué frágiles eran los hombres! Sólo César estaba libre de aquella debilidad.
Alargué la mano para acariciarle el rostro, pero la apartó de un manotazo y permaneció sentado en el triclinio con la cara muy seria.
- Ahora pretendes que incumpla mi palabra. Juré respetar el Triunvirato -dijo-. Un hombre vale lo que su palabra.
- No, te he ofrecido mi vida y todo Egipto. ¿Lo desprecias? Yo soy Egipto, todas sus riquezas son mías, todas las palmeras y los escarceos del Nilo. Lo que hoy has visto es el último tesoro no saqueado de Oriente. Y yo te lo ofrezco a ti; jamás se ha ofrecido a nadie en la historia. Muchos generales han venido y han intentado apoderarse de él. Yo te lo ofrezco a ti gratuitamente, y, tú me insultas y gritas: «¡Oh, Octavio!» «¡Oh, el Triunvirato!» Pues bien, en una cosa sí tienes razón: si yo le hiciera alguna vez semejante ofrecimiento a Octavio, seguro que no sería tan necio como para volverme la espalda. Tu precioso Triunvirato desaparecería en un abrir y cerrar de ojos si por él fuera. -Hice una pausa para recuperar el resuello-. Así que eres un necio, y no por haber venido aquí sino por rechazar mi ofrecimiento.
- ¿O sea que soy un necio? ¿Eso es lo que piensas de mí? Bueno, pues me queda el suficiente sentido común como para no caer en la trampa que me has tendido, una trampa que es contraria al más mínimo sentido del honor. No, no quiero ser tu aliado, no quebrantaré mi palabra.
En aquel momento no supe qué hacer, porque aún no le había hecho una revelación: sabía con toda certeza que estaba embarazada. Si se lo dijera, tal vez reconsiderara su decisión.
Pero al contemplar sus inquietos ojos rebosantes de desprecio, comprendí que no se lo podría decir. Había rechazado mi ofrecimiento, había insultado mi honor y me había lanzado unas duras acusaciones. ¿Y ahora tenía que decirle: «Ah, por cierto…»? ¡No, nunca!
Fue la peor decisión que jamás hubiera tomado pues nos hizo mucho daño a los dos. Pero para las mujeres, un momentáneo orgullo también puede ser la mayor tentación. Por eso apreté los labios y me aparté de él. Cogí el joyero y, procurando contener mi indignación, abandoné la estancia con los hombros muy echados hacia atrás.
Como es natural, más tarde Antonio se presentó en mis aposentos, arrepentido. Llamó a la puerta y me suplicó que le permitiera entrar. Me abrazó, apoyó la cabeza en mi regazo y casi estuvo a punto de echarse a llorar, diciéndome que no había querido ofenderme. Pero un poco sí debió de quererlo pues de lo contrario las palabras no le habrían brotado tan espontáneamente de la boca. Era un revoltijo de celos y confusión, y tenía un extraño sentido del honor. No tenía el menor reparo en traicionar a su mujer, pero se echaba hacia atrás horrorizado ante la idea de traicionar a Octavio.
- ¡Perdóname, perdóname, te lo suplico! -gritó, abrazándome y hundiendo el rostro contra mis muslos y mi vientre-. Es que… es que…
Le acaricié el cabello, sintiéndome extrañamente distante. Me había hecho mucho daño con sus acusaciones. Me dolía que pudiera pensar tales cosas de mí, aunque fuera en lo más hondo de su mente.
- Tranquilo, tranquilo -oí que le decía mecánicamente-. No te preocupes.
- ¡Sí me preocupo! -Su voz sonaba atormentada-. No sé qué me ha pasado, no quería decir eso. ¡Tú sabes que te quiero!
- Sí, claro -dije con voz todavía distante, pero quería tranquilizarlo-. ¡No pienses más en eso!
- ¡Debes creerme!
- Pues claro que te creo.
Todo aquello me parecía horrible. Estaba deseando que se fuera.
Se puso en pie y me besó, pero me di cuenta de que ni siquiera me apetecía que me tocara. Sin embargo, tampoco lo rechacé. Eso hubiera agravado la situación y confirmado ulteriormente sus sospechas.
- Demuéstrame que es verdad -me estaba diciendo.
Sabía lo que quería. No habría escapatoria, tendría que aguantarlo.
- Sí, claro -dije, tomando su mano y acompañándolo a mi lecho, su lugar preferido.
Fue un amante desquiciado por su tormento, su remordimiento y sus celos. Por regla general, la experiencia solía ser extremadamente satisfactoria, pero yo me mantuve al margen, por así decirlo. No quise gozar con nada porque mi dolor era demasiado profundo como para que pudiera borrarse con unos cuantos besos y caricias.
Cuando al final se fue, me di la vuelta en la cama y, mientras contemplaba su espalda alejándose hacia la puerta, pensé: «Esta noche has despreciado el mundo.»
46
Aparentemente, las cosas siguieron como siempre. La visita a mi dormitorio pareció tranquilizar a Antonio, que volvió a ser el mismo, riéndose, bebiendo y jugando con los Incomparables. Suponía que yo también estaba tranquila y me sentía feliz. Las cosas que nos dijimos aquella noche jamás se volvieron a mencionar.
Seguíamos recibiendo informes del mundo exterior y él no tenía más remedio que darse por enterado. Bien entrada la noche, cuando regresaba de sus jornadas de placer y diversión, los leía solo en el silencio de su habitación. Yo veía las luces encendidas y comprendía que estaba preocupado por las noticias. A veces acudía a mí y pasaba el resto de la noche conmigo, pero nunca me mencionaba el contenido de las cartas que recibía. Yo tenía sin embargo mis propias fuentes de información y sabía muy bien que el mundo romano andaba muy revuelto. Perusa había caído, y Octavio había castigado sin piedad a los que se habían rebelado contra «la autoridad del Triunvirato». Centenares de personas habían sido ejecutadas, y la antigua ciudad de Perusa había quedado reducida a cenizas. Lucio había sido capturado, pero Fulvia había logrado escapar junto con el general de Antonio Munacio Planco. Nadie sabía adonde pensaban ir.
Entretanto, Antonio seguía practicando con las armas -una buena señal- y enviando cartas.
Aunque estaba firmemente decidida a no hablar de la noche en que tan amargamente nos habíamos peleado, las palabras no se borraban de mi mente. Seguía dándoles vueltas pero no decía nada.
Una tarde yo estaba casualmente presente cuando se recibió una carta para él. Antonio la abrió, pues hubiera sido demasiado embarazoso negarse a leerla delante de mí. La cortesía exigía que me la dejara leer. Estaba claro que no hubiera deseado hacerlo, pero no tuvo más remedio.
Era una propuesta de Sexto Pompeyo, ofreciendo aliarse con él contra Octavio.
«Ofrezco protección a todos los que huyan del tirano -decía-. Tu nobilísima madre Julia, Tiberio Nerón, su mujer Livia y su hijito Tiberio han tenido que buscar mi protección, junto con muchos de los más antiguos nombres de Roma. No desean hincar la rodilla delante de este muchacho, este muchacho que se cree un gobernante y que se hace llamar hijo de César. En tu ausencia ha cometido muchas ilegalidades. Alíate conmigo, une tu suerte a la mía y juntos libraremos a Roma de esta amenaza.»
Me guardé mucho de mostrarme de acuerdo y me limité a devolverle la carta a Antonio.
- Veo que todo el mundo se quiere aliar contigo -le dije jovialmente.
- No es el único que se ha puesto en contacto conmigo -me confesó-. Lépido también lo ha hecho.
- ¿Un noble triunviro como él tanteando a uno de sus compañeros? -Me temo que no pude evitar un ligero tono burlón-. ¿Cómo se le habrá ocurrido?
Antonio se encogió de hombros.
- Nunca ha sido de fiar. Un día dice una cosa y otro dice otra. -Se levantó-. Ven, luce un sol espléndido. Creo que el invierno ya ha terminado. Vamos a gozar de este día.
¡Oh, Antonio! Estaba sometido a una enorme tensión y parecía incapaz de emprender la más mínima acción, aparte los ejercicios y las diversiones. Era como si esperara que los conflictos se resolvieran por sí solos en su ausencia, para de este modo no tener que tomar él ninguna decisión. Era como si estuviera diciendo: «Despeñadme cuando todo haya terminado.» Su comportamiento estaba tan alejado de lo que César hubiera hecho que yo me sentía casi al borde de la desesperación.
Mientras esperaba su visita aquella noche -pues ya no me atrevía a acostarme temprano por si a él se le ocurría visitarme repentinamente- vi las luces encendidas de su habitación en el cercano edificio. ¿Estaría repasando sus documentos, examinando mapas?, ¿escribiendo cartas?, ¿tomando alguna decisión? ¡Oh, Isis, haz que emprenda alguna acción!
Salí a la terraza, donde ardían dos antorchas cuyas llamas se agitaban bajo el azote de la brisa marina. Eso es lo que ocurre cuando se ama a un hombre normal con todos los defectos y las debilidades de los hombres mortales, pensé. Es posible que lo más duro que tuviera que aprender después de la muerte de César fuera amar a un hombre con defectos. El anormal era César, que me había dejado incapacitada para querer a cualquier otro hombre.
Yo también tenía mis defectos, debilidades y caprichos, pero siempre esperaba que mi compañero no los tuviera. César me había legado una enorme carga de expectativas, algo más que el medallón de su familia que me había pedido que llevara durante toda la vida. Su imagen era la del hombre decidido y fuerte que jamás comete errores. Eso hacía que cualquier sucesor lo tuviera muy difícil, e incluso hacía imposible que hubiera un sucesor.
Mi corazón voló hacia el hombre sentado bajo las luces que se veían en la ventana de Antonio. Cierto que era un hombre con muchos defectos, pero por lo menos no les echaba en cara sus defectos a los demás. Nunca tuve la sensación de haberle decepcionado o de no haber estado a la altura de algo, ¿y eso no era ya un gran regalo de por sí? César me había hecho sentir muchas veces mis fallos y mi incapacidad de estar a su altura. Las luces se estaban apagando. Debía de estar preparándose para acostarse. Era tarde. Ahora yo podría dormir.

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