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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (31 page)

Me detuve al salir y señalé el puerto que se extendía ante nosotros, llena de orgullo, como me ocurría siempre que contemplaba mi joya, mi posesión: Alejandría.
- ¡Qué espectáculo! -exclamó Herodes.
El sol trazaba un luminoso camino sobre el mar y las aguas más tranquilas del puerto, tiñendo de rojo las velas de las numerosas embarcaciones que se mecían sobre ellas.
- Es el puerto más grande del mundo -dijo Herodes-. Qué no daría yo por un puerto como éste en Judea. Lo único que tenemos es nuestro pobre puertecito de Joppa. No obstante -se apresuró a añadir-, mejor eso que nada. Por lo menos es una salida al mar.
- Allí todos los palmos de tierra están muy disputados -comenté, hablando más conmigo que con él-. ¿Cuántas vidas se han perdido luchando por Jerusalén? Y sin embargo no tiene nada de especial ni por su arquitectura, m por su situación, ni por sus obras de arte.
- ¡Pero yo haré que lo tenga! -dijo con fiereza-. Siempre y cuando se me ofrezca la ocasión, la ocasión que sólo me puede brindar Antonio.
Sólo Antonio. Estábamos esperando noticias. Herodes y yo, por distintos motivos.
- Primero tienes que trasladarte a Italia. Yo te proporcionaré un barco. Pero él no está en Roma sino en Brundisium. Mis noticias no son muy recientes, pero lo último que he sabido es que él y Octavio están enfrentados. Lo más probable es que a estas horas ya haya estallado una guerra.
Herodes soltó un gruñido.
- Huyo de la guerra en Judea y me la encuentro en Italia.
- Aquí no estamos en guerra -le recordé-. Quizá sería más prudente que te quedaras en Egipto. Ponte al mando de mis tropas, y cuando Antonio vuelva a Oriente…
- No, tengo que irme ahora mismo. ¡No quiero que lleguen a un acuerdo sin mí!
Sabía muy bien que su presencia sería muy convincente.
Gracias a Epafrodito, mi banquete de bienvenida fue todo un éxito. Descartamos todas las cosas que aborrecen los practicantes de la religión judía y pusimos la mesa con una vajilla multicolor de la ciudad de Roso, en Cilicia, no contaminada con alimentos prohibidos.
Herodes se había cambiado de ropa -para ser casi un refugiado, llevaba un vestuario muy vario- y ahora vestía de regia púrpura y se adornaba la cabeza con una diadema. Era un príncipe y quería que se notara. El y sus leales compañeros ocuparon los distintos lugares que se les habían asignado según su rango y tuvieron un comportamiento admirable. Su compañía fue extremadamente amena, pues eran personas versadas en arte y poesía, gastronomía y entretenimientos. No se habló de política por tratarse de un tema muy delicado. Pero Epafrodito intentó acorralarle sin piedad.
- O sea que Judea está todavía en poder de los partos -dijo, sacudiendo la cabeza-. Confiemos en que pronto sea liberada. ¡Y, cuando eso ocurra, deberás purificar y restaurar el Templo!
Herodes le miró con sus líquidos ojos.
- Tengo previsto hacer algo más que eso -dijo en un susurro-. Ya es hora de que el templo de Jerusalén sea reconstruido de acuerdo con su importancia.
- ¿Su importancia? -preguntó Mardo, frunciendo el ceño-. Perdóname, pero no te entiendo.
- El Templo es sagrado -dijo Herodes.
- Todos los templos lo son -replicó Mardo con una indulgente sonrisa-. Nuestro templo de Serapis, por ejemplo…
- El dios Serapis no dio instrucciones precisas para la construcción del templo que tiene aquí -dijo Herodes, cuya máscara de gentileza estaba empezando a resquebrajarse-. El nuestro sí las dio.
Mardo se echó a reír.
- Los dioses son muy suyos.
- Nosotros creemos que hay un solo Dios -dijo Herodes-. Y él nos dio instrucciones.
- Pero el nuestro… -empezó a decir un egipcio, pero yo le hice callar con la mirada.
- Pasado mañana es sábado -intervino Epafrodito-. Dado que eres tan devoto, sin duda querrás acompañarme a nuestra sinagoga, la más grande del mundo.
Herodes asintió con la cabeza, sonriendo.
- ¿Qué es una sinagoga? -preguntó alguien desde el otro extremo de la mesa.
Herodes se quedó veinte días en Alejandría, esquivando todos los intentos de Epafrodito de conseguir que se definiera en uno u otro sentido y dijera si era un verdadero judío o no. Intuí que padecía el conflicto de la persona que ha nacido o ha sido llamada a mantener una determinada lealtad y descubre que ésta coarta sus ambiciones. No hay nada más desgarrador.
Pocos son los que buscan la gloria del martirio: Catón por la República, Espartaco por los esclavos, los profetas israelitas por su Dios. Todos los demás ansían desarrollar sus facultades y cumplir sus destinos y no los sacrifican fácilmente en un altar, degollándolos como si fueran plácidos bueyes blancos. En eso, Herodes era plenamente humano.
Al final zarpó en un barco que yo le proporcioné, poniendo rumbo oeste bajo el sol poniente en busca de Italia. No podía adivinar qué encontraría allí. Y yo seguía esperando con ansia un resultado que me afectaría tanto como a Herodes.
- ¡No quisiera ser cruel, pero estás enorme! -me dijo Olimpo cuando fue a verme un mes después de la partida de Herodes.
Su rostro, normalmente tan comedido, era la viva imagen del desconcierto y la perplejidad.
- Mi querido Olimpo -le contesté-. ¡Tú siempre tan diplomático y considerado!
Sus palabras me habían herido. Bien sabía yo que estaba enorme. Las túnicas e incluso la vestidura de brocado se me habían quedado chicas.
- ¿Estás completamente segura de… la fecha? -me preguntó con cautela.
- Yo sé una fecha, antes de la cual no puede ser -contesté-. Y ésa es la que he elegido.
Sacudió la cabeza.
- Por favor, ¿me permites?
Alargó la mano hacia mi vientre.
- Faltaría más -contesté-. Y ya que estamos, puedes tocar directamente. Hoy quiero que seas mi médico y no mi compañero.
Palpó con ambas manos sobre mi piel desnuda tras haber desabrochado con discreción una pieza delantera que se había añadido recientemente a mi túnica. Mientras lo hacía, frunció el ceño hasta que poco a poco lo comprendió.
- Ah -dijo finalmente, apartando las manos.
- Bueno, ¿qué ocurre? -le pregunté.
- Desde un estricto punto de vista médico es un alivio -contestó-. Pero…
- ¡Dímelo ya! -le ladré.
- Creo que aquí dentro hay dos -contestó.
- ¿Cómo?
- Gemelos -dijo-. Ya sabes, como Apolo y Artemisa.
- ¡Sé muy bien quiénes son Apolo y Artemisa, tonto!
Me miró sonriendo.
- Sí, claro. ¿Pero estás preparada para ser Latona?
- ¿Ir errante por el mundo, perseguida y abandonada?
- No tendrás que ir errante y nadie te perseguirá, pero abandonada… A este respecto, prefiero reservarme la opinión.
- ¡A veces te odio! -le dije.
- Sí, cuando te digo cosas que no quieres oír -replicó alegremente-. Yo de ti empezaría a buscar dos nombres. -Se levantó y me miró con semblante risueño-. ¡Ah, vaya hombre este Marco Antonio!
- ¡Vete! -le grité, arrojándole un tarro de ungüento.
Lo esquivó y se fue entre risas.
Cuando se hubo ido, apoyé cuidadosamente las manos en mi abultado vientre. Me pareció que allí dentro había mucho movimiento, un movimiento de cuatro manos y cuatro pies.
Dos nombres. Ése sería el menor de mis problemas.
49
- Marco Antonio está casado -dijo el marinero que Mardo acababa de empujar al interior del palacio.
El hombre me miró sonriendo, con el gorro en la mano.
- Sí, ya sé que está casado -dije pacientemente-. ¿Y qué? ¿A qué viene esta noticia? Yo quiero auténticas noticias de la guerra.
El hombre me miró sin dejar de sonreír.
- Lo que yo quería decir… perdóname. Majestad… es que se ha vuelto a casar. Y no hay ninguna guerra.
- Pero ¿qué estás diciendo?
¿Por qué no hablaba claro? Mardo permanecía apoyado contra la pared, contemplando la escena con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
- Quería decir que el triunviro se quedó viudo. Fulvia ha muerto y…
¿Que Fulvia había muerto? ¿Antonio se había librado de ella?
- … se ha vuelto a casar con Octavia. En Roma.
- ¿Cómo?
- La hermana del triunviro Octavio. Se han casado. Todo el mundo está contento y se ha evitado la guerra. Virgilio ha escrito un poema para celebrarlo y saludar la llegada de una nueva Edad de Oro de paz. ¿Quieres que te lo recite?
El hombre empezó a rebuscar una copia en su bolsa.
- ¿Que se ha casado con Octavia? ¿Era libre de casarse con quien quisiera y la ha elegido a ella?
- Sí, Majestad.
El marinero interrumpió la búsqueda del poema.
- ¿Y cuándo murió Fulvia? -pregunté estúpidamente.
Me parecía importante conocer aquel detalle.
- Después de que él la dejara en Grecia.
- Comprendo. -La estancia empezó a dar vueltas a mi alrededor y se convirtió en otra cosa distinta, pero yo permanecí de pie mirando fijamente al marinero. Después pregunté por decir algo, pues sabía que más tarde no me acordaría y que tendría que volver a preguntarlo-: ¿Por qué no hay guerra?
- Pues porque los veteranos no lo han permitido. Los dos ejércitos habían combatido juntos en Filipos apenas dieciocho meses atrás y no deseaban convertirse en enemigos. Están cansados de la guerra, todo el mundo está cansado de la guerra. Por eso escribió Virgilio el poema sobre la Edad de Oro. ¡Toda Roma lo está celebrando con júbilo! Tuvimos tantas dificultades en transportar la carga en medio de la multitud que estuvimos a punto de no poder zarpar. ¡El acuerdo se selló con la boda, y ahora Antonio y Octavio son hermanos!
- ¿Cuándo zarpasteis de Ostia?
- Hace menos de quince días. Tuvimos vientos muy favorables. Parece que la naturaleza también celebra el acuerdo.
Sin duda, pensé. Toda la naturaleza, todas las esferas celestes debían de estar celebrando aquella unión.
- Mira -dije, asintiendo con la cabeza en dirección a Mardo-, él te dará algo para que tú también puedas celebrarlo. Ah, y deja el poema aquí. Nos gustará leerlo con calma.
El hombre consiguió encontrarlo, arrugado y manchado, y se lo entregó a Mardo, quien lo volvió a acompañar fuera.
¿Adónde podría ir para estar sola? Mirara donde mirase, siempre había alguien que me amaba y que sabía demasiado. Y como Reina que era no podía perderme entre las multitudes anónimas. Estaba atrapada en un lugar donde mi dolor y mi humillación tendrían que ser contemplados por los demás.
Cuando Mardo volvió a entrar en la estancia me encontró todavía de pie, mirando hacia el puerto como si no lo viera. No había lugar donde ocultarme de la inquisitiva mirada de sus ojos y de su tácita pesadumbre y compasión.
- Lo siento -me dijo en un susurro-. Cuando me enteré de la llegada de un barco de Roma, pensé que desearías ser informada sobre la marcha de la guerra. No sabía nada de lo otro.
- Oh, Mardo. -Cerré los ojos y apoyé la cabeza en su hombro-. ¿Por qué me duele tanto? -pregunté, estúpidamente desconcertada.
Pensaba que ya había superado la capacidad de sentirme profundamente herida hasta lo más hondo de mi ser.
Pensé que la pira funeraria del Foro ya había quemado todas estas cosas, dejándome protegida para siempre de semejantes azotes del destino.
Mardo tuvo la prudencia de no contestar y de limitarse a abrazarme en silencio.
Despidió a toda la servidumbre para yo pudiera permanecer sola en mis aposentos. Allí permanecí tendida largo rato, con la mirada perdida en el vacío y los pensamientos misericordiosamente paralizados. Oía el rumor de las olas golpeando rítmicamente el rompeolas. Hacia delante y hacia atrás.
Poco a poco los pensamientos fueron regresando y adquiriendo fuerza para dar alcance a mis turbulentas emociones.
No había guerra. Habían depuesto las armas, se habían reconciliado, y Octavio había ofrecido a su hermana como vínculo de paz.
«Le gusta consolidar los tratados con vínculos personales. Pidió casarse con un miembro de mi familia cuando nos convertimos en triunviros juntos.» Y Octavio, que acababa de casarse, ya no estaba disponible. Por consiguiente había tenido que ser Antonio.
«Aquí tienes a mi hermana como prenda de mi buena fe», habría dicho seguramente.
¿Por qué no dijiste que no, Antonio? ¿Qué importaba lo que dijera Octavio con tal de que tú tuvieras a mano la palabra «no»?
«Era libre, no estaba casado y decidió casarse con Octavia.»
¿Qué aspecto tenía ella? Traté de recordarlo, evocando las pocas veces que la había visto en Roma. Era algo mayor que Octavio, pero no mucho. Creía recordar que ya estaba casada. ¿Qué habría sido de su esposo? Aunque eso en Roma no tenía demasiada importancia. Probablemente Octavia se habría divorciado de él para complacer a Octavio, como hubiera podido hacer Antonio con Fulvia para complacer a Octavio… en lugar de complacerme a mí. ¡Qué oportuna había sido su muerte! Los recuerdos que conservaba de Octavia eran borrosos. Probablemente no tenía un rostro tan agraciado como el de su hermano, porque en tal caso yo la recordaría. ¿De qué hablaba, cómo se comportaba en las cenas? Yo estaba tan ocupada con César y con otras poderosas presencias como Bruto e incluso Calpurnia, que apenas le había prestado atención. Pero, por otra parte, si hubiera sido fea o desagradable, también la recordaría. Llegué a la conclusión de que debía de ser una cosa intermedia, ni monstruosa ni excepcional. Y ahora sería la esposa de Antonio… ¡Mejor dicho, ya lo era!
Mardo había dejado el poema sobre la mesa. Quise leerlo. Estaba claro que las copias circulaban por Roma y que aquel marinero se había traído una. ¡Sí, el acontecimiento se tenía que celebrar públicamente!
Ahora ha llegado la última edad de la profecía cumana;
la gran sucesión de los siglos ha vuelto a nacer.
Ahora regresa la Virgen; regresa el gobierno de Saturno;
una nueva progenie desciende ahora de la altura de los cielos.
¡Oh!, casta Lucina, colma, de bendiciones al niño cuya venida,
acabara finalmente con la raza de hierro y dará lugar
a otra de oro en todo el mundo: ahora gobierna tu Apolo.

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