La seducción de Marco Antonio (14 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

Delio compareció por fin ante mi presencia y me miró directamente a la cara con los ojos al mismo nivel que los míos a pesar de que yo estaba sentada en un encumbrado trono y él no. Tenía unos ojos muy oscuros y una tez picada de viruelas que endurecía los rasgos de su rostro. Aunque él se encontraba de pie con las piernas separadas delante de mí y yo estaba sentada en mi trono, parecía que la audiencia me la estuviera concediendo él a mí y no al revés.
- Saludos, Altísima Reina de Egipto, de parte de mi señor Antonio -me dijo lacónicamente-. Vengo en su nombre para ordenarte que comparezcas ante su presencia y respondas de ciertas acusaciones.
Seguramente no lo había entendido bien.
- ¿Me lo quieres repetir? -le dije sin levantar la voz.
- He dicho que mi señor Antonio te pide que comparezcas ante él y te defiendas de ciertas acusaciones, unas acusaciones que se especifican en esta carta.
Me entregó un rollo y retrocedió, casi con una sonrisa en los labios.
- «Me pide» -dije, repitiendo la frase-. Por un instante me había parecido oírte decir que «me ordenaba».
- Mi señor Antonio se alegraría mucho de que comparecieras personalmente ante él para explicarle ciertas cosas.
- Ahora «se alegraría mucho» y yo sólo le tengo que «explicar» ciertas cosas, no defenderme de unas acusaciones -dije en un leve susurro-. Las cosas van mejorando por momentos. -Cogí el rollo. Lo leería después, no delante de aquel hombre tan arrogante y hostil-. ¿Y adonde tengo que ir?
- A Tarso, adonde se trasladará muy pronto -contestó Delio.
- Puedes decirle a tu señor Antonio que la reina de Egipto no responde a las groseras peticiones, no obedece a un magistrado romano ni tiene por qué defenderse de nada. Me decepciona que mi aliado y antiguo amigo considere oportuno dirigirse a mí en semejantes términos. A no ser que tú hayas interpretado erróneamente sus palabras -añadí, dándole la oportunidad de exculpar a Antonio.
- ¿Así que ésa es tu respuesta? -replicó, pasando por alto mis comentarios-. ¿No piensas ir?
- No -contesté-. Que venga él aquí si quiere hablar conmigo. Ya conoce el camino pues estuvo aquí hace catorce años. No lo habrá olvidado.
Más tarde, sola en mis aposentos, leí el rollo y descubrí que las acusaciones eran absolutamente ridículas: ¡Que yo había ayudado a Casio y a Bruto! ¡Que les había enviado las cuatro legiones romanas! Antonio tenía que saber, necesariamente, que se las había enviado a Dolabela y que Casio se había apoderado de ellas. Y que el que les había entregado la flota estacionada en Chipre había sido el traidor Serapio. En cambio yo me había gastado una fortuna intentando llevar mi flota a Brundisium para los triunviros. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Me sentía profundamente ofendida.
Más tarde no pude por menos que preguntarme si otros no le habrían hecho aquellas insinuaciones a Antonio. Tal vez Glafira u Octavio. Sobre todo Octavio, que estaría encantado de poder desacreditar a la madre de Cesarión y cortar con ello los vínculos que unían a éste con Roma.
Arquelao llevaba varios días esperando. En cuanto se fue Delio, me preparé para recibirle. Antes de acudir a la sala de las audiencias para darle la bienvenida oficial (Mardo ya lo había hecho en mi lugar, pero ahora se tenía que repetir la ceremonia), dejé que Iras me aplicara afeites en la cara y me peinara el cabello. Entretanto, Carmiana elegiría el atuendo.
¿Por qué lo hice? ¿Quería amedrentarlo con mi aspecto llamativo y mis regios ropajes? A pesar de que era la mujer más rica y poderosa del mundo -¡qué dulce suena aquí esta frase!-, sabía muy bien cómo conseguir que la gente se sintiera a gusto en mi presencia, mostrándome humanamente accesible. Y también sabía mantener las distancias cuando me interesaba. Todo dependía de la actitud: la manera de ladear la cabeza, el tono de voz, la mirada de los ojos.
Me senté en un banco en el que la luz del norte me iluminaba el rostro y dije:
- Bueno, Iras, ya puedes empezar a obrar tu magia.
Cerré los ojos y esperé.
Sus hábiles dedos acariciaron la piel de mis mejillas y trazaron el contorno de mi mandíbula.
- El tratamiento ha dado resultado -me dijo-. Ya han desaparecido los efectos perjudiciales de toda aquella sal.
Qué lástima, pensé. Hubieran tenido que durar un poco más, por lo menos hasta que aquel pretendiente regresara a casa.
Me aplicó una cremosa loción por toda la cara y la extendió con movimientos circulares.
Su perfume era delicioso.
- Aceite y juncia, mi señora -me dijo-. Ahora lo mezclaré con los jugos de sicómoro y pepino.
Me aplicó unas compresas de lino empapadas en los jugos y me frotó la cara con ellas. Noté un hormigueo.
- Eso hará que la piel parezca tan tersa como el mármol pulido -me explicó-. Aunque apenas necesita mejorar. Ahora te refrescaré los ojos con apio y cáñamo triturados. Mantenlos cerrados. -Me aplicó dos frías compresas en los ojos al tiempo que decía-: Descansa y piensa en el vigorizante aire de una montaña.
El peso de las compresas sobre los párpados alteró mis pensamientos y me sentí transportada a un lugar que jamás había visto, una boscosa ladera de una colma con altos cipreses y ovejas que pastaban en medio de una suave brisa.
- Bueno -dijo Iras, retirando las compresas y acompañándome de nuevo a la estancia. ¿Dónde había estado?-. Qué prefieres hoy para pintarte los ojos, ¿alcohol negro o malaquita verde?
- Malaquita -contesté-. El alcohol es para diario y eso no es un acontecimiento cotidiano; voy a recibir a un aspirante a mi mano.
Si sólo hubiera sido para sostener mi mano en la suya, no me hubiera puesto tan a la defensiva. Sacó una varilla y trazó unas finas líneas sobre los párpados, rebasando los ángulos de los ojos.
- Ya los puedes abrir -dijo, sosteniendo un espejo-. Observa cómo el verde acentúa el verde natural de tus ojos.
Sí, era cierto. A César le encantaba el color de mis ojos. Decía que era como el de las aguas del Nilo. Pero desde entonces, no me había vuelto a poner aquel color y había preferido pintármelos con alcohol negro para que parecieran más oscuros. Asentí con la cabeza, sorprendiéndome de lo luminosos que ahora parecían.
Introdujo el dedo en un tarrito de grasa de carnero mezclada con ocre rojo y me lo pasó por los labios para pintármelos.
- ¡Eso es! -dijo, lanzando un suspiro-. Si no te pintas los labios, no se ve bien la forma.
Estaba empezando a parecer no una desconocida sino una versión muy mejorada de mí misma.
- El cabello te brilla como la seda gracias al jugo y al aceite de enebro con que anoche lo enjuagamos. Ahora lo único que tengo que hacer es peinarlo y trenzarlo con adornos de oro.
- Estupendo -dijo Carmiana a mi espalda-. He elegido la túnica verde con bordados de oro.
Me volví para ver la túnica que me estaba mostrando. Era de estilo fenicio, con los hombros recogidos y un drapeado por detrás.
- Me parece que me estáis preparando para ser recibida por los dioses en el monte Olimpo -dije-. Sufriré una decepción cuando entre en la sala de las audiencias.
- Tal vez tú la sufras, pero no él -dijo Carmiana-. Ha venido desde muy lejos sólo para eso.
Lancé un suspiro. Pobre hombre, pobre chico o lo que fuera. Mardo me había facilitado una información muy vaga a este respecto.
- Sí, sí -dije, procurando no moverme mientras Carmiana me pasaba la túnica por la cabeza.
Otra servidora me trajo unas sandalias trenzadas con hilos de oro y me calzó los pies recién perfumados con aromático aceite. Mientras Iras me peinaba, Carmiana eligió de un joyero un collar de esmeraldas y unos pendientes de oro y perlas. Después me mostró una pulsera en forma de cobra.
- Es un regalo, señora -me dijo-. Lo ha traído Arquelao y desea que te lo pongas.
- Comprendo.
La examiné. Era una pieza preciosa; cada escama estaba perfectamente reproducida y los ojos eran dos rubíes. Me sentí conmovida a mi pesar. ¿Como se habría enterado de mi afición a las serpientes? Me la puse.
Hice solemnemente mi entrada en la sala, pasando entre dos filas de personas sin mirarlas y empecé a subir los peldaños del estrado de mi trono.
Sólo entonces me volví a saludarlas y les di la bienvenida, haciendo señas al príncipe Arquelao de Comana para que se acercara.
Un joven de elevada estatura surgió inmediatamente de entre el grupo de cortesanos, emisarios y escribas. Contemplé con asombro su prestancia. Su porte me pareció principesco, ni demasiado servil ni excesivamente activo.
- Bienvenido, príncipe Arquelao -le dije-. Nos complace recibirte en Alejandría.
Me miró sonriendo.
- Y yo me siento muy honrado de estar aquí, altísima reina Cleopatra de Egipto.
Hubiera deseado que sus palabras me resultaran desagradables, pero eran seductoras. Alargué el brazo.
- Gracias por tu regalo. Es bellísimo.
- Los artesanos de Comana son muy hábiles -me dijo-. Fue un placer hacerles este encargo.
Tras intercambiarnos unas cuantas frases de cortesía, le invité a reunirse conmigo en el pabellón del recinto del palacio para comer juntos al aire libre. Mandé retirarse a todos los criados y servidores. Juntos descendimos las anchas gradas del palacio y cruzamos el verde prado hasta llegar a un blanco pabellón donde ya nos estaba esperando una mesa con unos triclinios.
El príncipe me llevaba más de una cabeza de estatura y caminaba con grandes y elegantes zancadas.
Nos recostamos en los triclinios según la costumbre. Se apoyó en un codo y me miró. De repente estallamos en una carcajada como si fuéramos conspiradores. Acababa de destruir el efecto de mi estudiada apariencia.
- Perdóname -dije al final-, no me estoy riendo de ti.
- Ya lo sé. -Comprendí que era verdad-. Yo tampoco me río de ti. Creo que me río de alivio. Estuve a punto de no venir, y cien veces me pregunté durante el viaje por qué venía. Me sentía un necio.
- Has sido muy valiente y te lo agradezco -dije.
Lo estudié cuidadosamente. Debía de tener aproximadamente mi edad, con un cabello liso y oscuro y una boca como la de Apolo. Me pregunté si su madre sería tan atractiva como él para haber despertado el interés de Antonio.
- Sólo para verte ha merecido la pena hacer el viaje -dijo.
- Por favor, no recurras al tópico.
Me miró con una sonrisa.
- Lo malo del tópico es que de vez en cuando es verdad y entonces nadie te cree.
- Háblame de tu remo -le dije, evitando cuidadosamente las cuestiones de carácter personal-. Jamás he viajado a ningún lugar más que a Roma.
Estaba empezando a sentir curiosidad por el resto del mundo.
Me explicó que era una región de Capadocia, pero no tan montañosa como ésta, y que había conseguido conservar su independencia, aunque de puro milagro.
- El águila romana nos está empezando a dar picotazos, pero hasta ahora no nos ha llevado a su nido.
- Sí, sé muy bien lo que es todo eso.
Me miró sorprendido.
- Tú no tendrías que estar preocupada -me dijo-. Egipto es un bocado muy grande y cuesta mucho de digerir.
- Creo que Roma tiene buen estómago.
Le vi reflexionar y adiviné que estaba sopesando la posibilidad de comentarme mi relación con César. Al final, decidió no hacerlo.
- De momento, Comana está a salvo -dijo.
Ahora fui yo la que sopesé la posibilidad de comentarle: «Gracias a los encantos de tu madre», pero preferí preguntarle:
- ¿Qué piensas de tu nuevo señor?
Apareció un criado con la bandeja del primer plato: lechuga, rollos de pepinos rellenos de lubina y huevos de codorniz aderezados con especias. Arquelao tardó un buen rato en elegir.
Alanceó un huevo de codorniz antes de contestar.
- Nos alegramos de que sea Marco Antonio en lugar de Octavio. Después de la batalla de Filipos, los vencidos se pusieron en fila para rendirse primero ante Antonio. Nadie quería caer en manos de Octavio; sabían que sería implacable. Antes de ser ejecutados, algunos prisioneros le suplicaron a Octavio que les garantizara una honrosa sepultura. El se limitó a contestarles con una sonrisa de desprecio: «Eso lo tendréis que negociar con los cuervos carroñeros.»
Se le había quitado el apetito al recordarlo, y ahora estaba masticando con desgana el huevo de codorniz. Sí, me lo imaginaba. Y me imaginaba también su impecable sonrisa al decirlo.
- No teníais más remedio que ir a parar a manos de Antonio -dije-. El territorio lleva aparejada la tarea de invadir la Partia, y eso sólo lo puede hacer Antonio. Además, él ya ha estado en Oriente otras veces y conoce las costumbres. -Tomé un sorbo de vino blanco diluido con agua de montaña. Aún conservaba un ligero sabor astringente-. ¿Ha estado… muy ocupado?
- Día y noche. Especialmente de noche. -Al ver la expresión de mi rostro, se apresuró a añadir-: Pero ha sido muy diligente en la resolución de todos los asuntos. Día tras día ha mantenido reuniones con la gente en su cuartel general y ha tomado unas decisiones muy acertadas que han sido favorablemente acogidas. Éfeso es una hermosa ciudad costera con edificios y calles de mármol, aunque tú ya estás acostumbrada a todo eso en Alejandría. Tiene sin embargo una cosa de la que carece Alejandría, una espléndida campiña muy apropiada para cabalgar. Antonio me llevó varias veces consigo a cabalgar y cazar, y de este modo he tenido ocasión de conocerle en su vida privada.
Nos sirvieron el segundo plato: cabrito asado, pavo real ahumado y carne de buey cortada con acompañamiento de tres salsas, pimienta con miel, crema de pepino y vinagre con menta triturada. Arquelao estudió las salsas y finalmente eligió dos.
- ¿Y cómo es en su vida privada?
Por lo que me había dicho Delio, su repentina elevación al poder le había hecho cambiar y había corrompido su dulce naturaleza. Me sorprendí cuando Arquelao contestó:
- Un príncipe entre los hombres. -Hizo una pausa-. Un hombre entre los hombres, un soldado entre los soldados.
- ¿Quieres decir que cambia según las circunstancias, que su color se adapta a los colores que lo rodean?

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