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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (29 page)

- Escucha por lo menos mis argumentos, y esta noche medita mis palabras. Tengo un elixir que da resultado si se usa durante los primeros días. No te hará daño. Nadie se tendrá que enterar. Desaparecerá como Antonio.
Sus palabras me mortificaron porque eran verdad.
- Piénsalo bien. Pregúntate por qué te quieres castigar pasando por una situación por la que no estás obligada a pasar. ¿No te parece suficientemente doloroso haber sido abandonada de esta manera, para que, además, tengas que cargar con un bastardo?
Volvió a levantarse sin pedirme permiso. Yo me limité a mirarle sin decir nada.
- Volveré después de la cena. Prepárate para acostarte temprano. Envía a Carmiana a algún recado para que puedas estar sola.
- Pareces un amante -le comenté con un hilillo de voz.
- No, soy la persona que tiene que deshacer lo que ha hecho el amante. Yo limpio la basura que dejan los demás.
Como una sonámbula, hice lo que me había dicho. Me resultaba extrañamente consolador recibir órdenes y hacer exactamente lo que me mandaban. Estaba cansada de la carga de tomar decisiones, de organizar los acontecimientos, de guiar, divertir y engatusar a Antonio. ¡Qué cómodo resultaba dejarse guiar y verse libre de las responsabilidades! Esperé en mi cámara, vestida con una sencilla camisa de dormir y una manteleta encima. Carmiana me había cepillado el cabello y me había frotado las manos con crema de almendras y los pies con agua de menta. Había dejado tres lamparitas encendidas y había abierto mi ventana preferida, la que daba a los jardines de palacio. Después se había retirado, creyendo abandonarme a una dulce noche de descanso.
Al poco rato, se presentó Olimpo de repente, como un silencioso visitante. Llevaba algo envuelto en un lienzo. A través del cristal de color verde mar vi que el contenido también era de color verde. Incliné el frasco y observé que el espeso líquido se desplazaba hacia un lado.
- Éste es tu amigo -dijo Olimpo-. Un amigo que abrirá la puerta de tu prisión y te permitirá recuperar la libertad.
- ¿Qué tengo que hacer? -pregunté.
Me parecía increíble que una cantidad de medicina tan exigua pudiera ser tan poderosa.
- Cuando yo me retire, bébetelo todo. Cubre la cama con estos lienzos. -Me entregó un cesto. Dentro vi unos lienzos doblados-. Tiéndete y espera. No será doloroso… Después recoge los lienzos y escóndelos. Yo regresaré en cuanto amanezca y me los llevaré antes de que entren Carmiana o Iras.
Tomé el cesto y me acerqué a la cama con él.
- No lo olvides -me dijo Olimpo-. Mañana por la noche todo eso no será más que un recuerdo. Pertenecerá al pasado. Ten valor.
- Tomó mi mano-. Tienes la mano muy fría. ¿Tan difícil es para ti?
Tragué saliva y asentí con la cabeza.
Mi mano parecía de hielo en la suya tan cálida.
- La mayoría de la gente no tiene la oportunidad de deshacer sus errores -dijo-. Casi todas nuestras equivocaciones se quedan con nosotros, y tenemos que pagar las consecuencias. De ésos cometeremos muchos… tú y yo. Pero éste no tiene por qué ser uno de ellos. -Después me apretó la mano y añadió-: Por favor, no tengas miedo. -Hizo una pausa-. Regresaré dentro de muy pocas horas, te lo prometo. -Vaciló una vez más-. No es fácil para mí romper mi juramento de médico y darte esto. No es fácil para ninguno de los dos. Pero se tiene que hacer.
Cuando se retiró tan silenciosamente como había venido, me quedé estúpidamente de pie, al lado de la cama. ¿Por qué no podía Olimpo permanecer a mi lado? No podía hacerlo si queríamos que aquel hecho se borrara por completo. Era algo que se tenía que hacer sin testigos.
Extendí los gruesos lienzos sobre la cama y me froté las manos con toda la fuerza que pude, nieve contra nieve. Hasta la nariz me notaba fría. Me toqué la punta y la sentí como una piedra en invierno. Toda la sangre había huido de mis extremidades, como si ya hubiera tomado el elixir.
Lo sostuve delante de la lámpara para examinarlo al trasluz. ¿Por qué todas las sustancias medicinales eran de color verde? Recordé el brebaje que había bebido en Canopo. A lo mejor había sido la causa de la situación que ahora exigía un antídoto… Un brebaje verde para contrarrestar los efectos de otro. Me estremecí.
«No lo tomes -me dije-. Un día sucederá a otro día, tú te pondrás cada vez más gorda y todo el mundo sabrá que Antonio estuvo en Alejandría, se lo pasó muy bien contigo y dejó un bastardo, un bastardo que será motivo de burla en Roma y de comentarios despectivos por parte de Octavio. “Otra amante abandonada como Glafira”, dirán.»
«Incluso dejará en mal lugar a César. Todos pensarán: “Antonio usó a la viuda de César para divertirse, pero después la dejó. Lo que era bueno para César fue una insignificancia para Antonio.”» ¿Qué se podría pensar de César? Yo, que había prometido reverenciar su memoria por encima de todas las cosas, la había deshonrado. Antonio había usurpado su lugar y después lo había pisoteado. Y yo lo había permitido. Eso dirían.
Tomé el frasco y lo destapé. «Eso es lo menos que puedo hacer para reparar el error -pensé desesperada-. ¡Perdóname, César! No es lo que el mundo podría pensar. Tú lo sabes, pero los demás no. Sólo hay una manera para impedir esta deshonra. No te fallaré por segunda vez.»
Mientras me acercaba el frasco a la boca y percibía la suavidad del borde de cristal, intuí la presencia de algo o de alguien a mi lado. Fue suficiente para hacerme dudar. Aparté el frasco temblando y lo deposité sobre la mesa. ¿En qué estaba pensando?
Me eché hacia atrás. ¿Por qué no se me había ocurrido ningún argumento en contra antes de tragármelo? Era como si tuviera la mente paralizada y estuviera obedeciendo ciegamente las sugerencias de Olimpo, tan racionales y convincentes.
Sólo que estas sugerencias no tenían en cuenta el hecho más importante. Con independencia de cualquier otra cosa -los demás hijos de Antonio, Fulvia, Roma, Octavio, César, la bastardía, el ridículo-, los dioses e Isis, la gran diosa-madre, me habían dado un hijo. Yo era su madre, y todas las demás consideraciones carecían de importancia al lado de aquel hecho. De la misma manera que Cesarión había sido un motivo de alegría para mí, también éste lo sería. Lo que hubiera ocurrido con sus progenitores no venía prácticamente a cuento, o más bien era una cuestión completamente distinta. Lo uno no podía borrar lo otro. Caí llorando en la cama, pensando que había estado a punto de cometer el único error que se hubiera podido llevar a cabo en aquel caso. Un error que jamás se hubiera podido deshacer a pesar de las palabras de Olimpo.
A lo mejor Isis había acudido en mi ayuda.
Aparté los lienzos y me tendí en la cama. Se me habían vuelto a calentar las manos y me quedé dormida con una profunda sensación de alivio.
Al despertar vi a Olimpo inclinado sobre mí. Me señaló los lienzos que había recogido y los introdujo en el cesto. Me rozó tiernamente la mano y me miró con orgullo. De pronto vio el frasco lleno encima de la mesa y la expresión de su rostro cambió de golpe.
- Veo que no lo has querido hacer -me dijo con tristeza.
- No he podido -contesté en un susurro-. Y no he querido.
- Te dije que no tuvieras miedo.
- No he tenido miedo -le aseguré-. Pero es que… es difícil de explicar… amo a este niño… aunque no conozca todavía su rostro ni su nombre.
Sacudió la cabeza.
- Tienes razón. No lo puedes explicar, al menos, de una forma coherente.
Derrotado, tomó el frasco y el cesto y se retiró. Aún no había amanecido. Cuando entró Iras y me dio alegremente los buenos días, toda la noche me pareció un sueño.
Quizá fue César quien vino a mí diciéndome: «No me protejas a tu costa. No lo permitiré.» O quizá fue el propio niño, pidiéndome ayuda. O a lo mejor fue simplemente mi sentido común. Jamás lo podría saber.
Permanecí tendida en la cama con una profunda sensación de debilidad. Iras estaba hablando del tiempo y preguntándose si el día sería bueno para comer en la terraza.
- Iras -le dije finalmente-, aún me siento muy cansada. Voy a seguir descansando un ratito.
Me cubrí la cabeza con la colcha para que no me molestara la luz.
Los días iban pasando. No me apetecía llamar a Olimpo ni pedirle su brebaje; al contrario, experimentaba una gran sensación de alivio. No hacía más que pensar en lo que hubiera sentido si lo hubiera tomado. «Mañana por la noche todo eso no será más que un recuerdo. Pertenecerá al pasado.» Me alegré de que aquello que todavía tenía no fuera un recuerdo sino algo que aún estaba en mi futuro, algo que estaba viniendo hacia mí.
Recibía noticias dispersas. Antonio había llegado a Tiro. Desde allí había zarpado rumbo a Rodas y después a Éfeso. Se había detenido el avance de los partos al este de aquel lugar. Todo lo demás lo conservaban todavía en su poder, incluida la ciudad de Tarso, el más reciente lugar de recreo de Antonio. Me pregunté qué habría ocurrido con el nuevo Gymnasion, el orgulloso símbolo de la vida griega. Estas pequeñas preocupaciones acuden a nuestra mente en medio de otras más importantes.
Desde Éfeso, Antonio había zarpado rumbo a Atenas, donde tenía previsto reunir las legiones de Macedonia. Pero las legiones estaban ocupadas repeliendo los ataques del norte, y por tal motivo tendría que llamar a sus legiones estacionadas en la lejana Galia para que se desplazaran a Oriente, lo cual llevaría meses.
En Atenas le esperaba su general Munacio Planco y su otro general, su esposa Fulvia. Traté de imaginarme el reencuentro entre ambos pero no pude, tal vez porque no deseaba verlo en mi mente. Pero Mardo recibió una larga carta de uno de sus informadores e inmediatamente corrió a enseñármela.
- Mira, mira, son noticias de Atenas -dijo, entregándomela-. Puedes fiarte del autor de la carta. Fue uno de mis compañeros de estudios de la escuela de palacio y escribe muy bien.
Tomé la carta medio a regañadientes y la leí. Ahora que la tenía, ¿me apetecía saberlo?
«Mi muy apreciado Mardo, saludos…» etc. Pasé por alto los comentarios de tipo personal.
La llegada del triunviro Antonio ha causado aquí un gran revuelo, pues todo el mundo está deseoso de ver lo que hará. Todos sabíamos lo que él acaba de descubrir: que su compañero de Triunvirato Octavio se ha llevado las legiones de la Galia tras la oportuna muerte de su comandante Caleño, amigo de Antonio. O sea que acaba de perder once legiones, y no precisamente a manos de los partos. El general Planco y Fulvia confiaban en que sus esfuerzos en favor de Antonio tuvieran una mejor recompensa, pero él no sólo no se lo ha agradecido sino que al parecer (a juzgar por lo que se cuenta) los ha culpado de sus dificultades.
Aparté momentáneamente la carta a un lado.
- ¡Pero si la causa de todas sus dificultades es Octavio! -dije en voz alta.
Mardo se limitó a encogerse de hombros.
Sexto ha enviado representantes, entre ellos su propio suegro, para negociar con Antonio, ofreciéndole una alianza, y la madre de Antonio acaba de llegar y está abogando en favor de Sexto. Se refugió junto a él en las recientes contiendas y ello provocó un gran malestar en Italia.
Antonio se negó a considerar la posibilidad de una alianza con Sexto y decidió irse a Italia. Tuvo un duro intercambio de palabras con su mujer, la cual le echó en cara el escándalo que estaba provocando con sus relaciones con tu soberana señora Cleopatra. (Y aquí debo añadir, Mardo, que dichas relaciones han causado un gran escándalo social y han sido objeto de comentarios durante todo el invierno. Se ha hablado de orgías a todas horas del día y de la noche, de doce bueyes asados al mismo tiempo, de borracheras, de una especie de Sociedad del Desenfreno… ¡Tus ocupaciones deben de ser muy interesantes! Hubiera tenido que quedarme en Alejandría y hacer carrera en palacio, estoy seguro de que hubiera sido mucho más satisfactorio que lo que hago ahora como bibliotecario de nuestro gimnasiarca.)
Noté que se me contraían los músculos del rostro al darme cuenta de que me había convertido en un tema de conversación de gentes aburridas. ¡Una Sociedad del Desenfreno!
Fulvia se puso enferma mientras se dirigían a los barcos, y el impaciente Antonio la dejó en Sicione y se fue con Planco. ¿Adónde se fue? Sólo sabemos que zarpó rumbo al oeste. Lo malo es que Domicio Enobarbo, el solitario capitán republicano, está patrullando las aguas entre aquí e Italia. Y Antonio está navegando directamente hacia el lugar donde se encuentra su flota.
Dejé la carta. Eso era todo lo que había acerca de Antonio. Lo demás eran cuestiones personales y locales.
- Gracias -le dije a Mardo-. Eso es mucho más instructivo que la correspondencia oficial. -Hice una pausa-. ¿O sea que he provocado un escándalo?
- Es lo que sueles hacer -contestó, encogiéndose tímidamente de hombros-. Hasta en la época de nuestra Sociedad Egipcia, ¿recuerdas? La vez que nos escapamos… -Soltó una carcajada-. Los escándalos son el signo distintivo de las personas extraordinarias. Lo que tú haces es inesperado y llama la atención.
- Es una manera muy halagadora de decirlo, pero no pienso discutir.
«Ya verás cuando se empiece a notar el próximo -pensé-. Más temas de conversación para los atenienses el invierno que viene.»
Pero cuando se fue empecé a entristecerme. La situación de Antonio era muy mala. ¿Cuántas legiones había perdido? Le habían arrebatado su territorio oriental, y ahora las intrigas de Octavio le estaban cerrando las puertas del oeste.
Egipto también tenía que estar preparado por si a los partos se les ocurría centrar su atención en nosotros. Gracias a la bondad de las últimas cosechas, disponíamos de recursos para armarnos, y mi nueva flota ya estaba casi lista. Opondríamos una fuerte resistencia y no sería fácil que nos derrotaran.
El sol estaba arrancando reflejos del agua. Se acercaba la canícula, la estación en la que solían ocurrir las cosas en el mundo. Los barcos navegaban, los ejércitos avanzaban, los mensajeros galopaban hacia sus destinos, y los acontecimientos adquirían la fuerza de una inminente tormenta.
Al final recibí una larga carta de Antonio. Me la había enviado desde Atenas antes de su partida, y las noticias eran por tanto antiguas. ¿Dónde estaría ahora? ¿Qué habría ocurrido desde entonces?

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