La seducción de Marco Antonio (44 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

Octavio pensó lo mismo y no se atrevió a dejar pasar otra estación, permitiendo que Antonio alcanzara una gran victoria mientras él sufría los efectos de su creciente impopularidad en Roma a lo largo de otro invierno. Con su habitual determinación y minuciosidad, siguió adelante. «Triunfaré sobre la voluntad de Neptuno», se juró.
- En un informe se dice incluso que estuvo a punto de suicidarse -dijo Mardo-. Se desanimó mucho al perder la flota pero…
- Al amanecer lo pensó mejor -comenté yo.
Conocía su manera de pensar. Octavio siempre esperaba a que amaneciera.
Durante la siguiente fase de la campaña recibimos más informes. La acción se había centrado en el peligroso estrecho de Mesina, que estaba en poder de Sexto, y que las fuerzas de Octavio tenían que cruzar. Agripa se enfrentó a Sexto y sus gigantescos barcos demostraron la validez de su estrategia aplastando muchos navíos de Sexto. Pero Sexto se retiró, y decidió atacar a Octavio mientras sus tropas cruzaban el estrecho. Octavio consiguió huir, pero los barcos que Antonio le había prestado quedaron destrozados y fueron incapaces de resistir el ataque de Sexto.
- Una lección para nosotros -dije-. Se acabaron los navíos de pequeño tamaño.
- A Octavio se le había agotado el tiempo -comentó Mardo, leyendo complacido el despacho-. Tuvo que enviar a Mecenas a Roma para calmar los ánimos de la gente. Pero entonces Agripa… Agripa…
- ¿Agripa qué? -pregunté, arrebatándole a Mardo el despacho de las manos.
¿Acaso Agripa era una especie de dios que siempre conseguía salvar a su amigo? Agripa se había apoderado de un puerto de Sicilia que le había permitido desembarcar sus tropas y las de Octavio, un total de veintiuna legiones y las fuerzas auxiliares. Acorralaron a Sexto y entonces éste decidió jugárselo todo en una batalla naval.
- ¿Y qué ocurrió? -pregunté yo, agitando el despacho que sostenía en la mano.
Allí finalizaba el informe. La batalla había terminado hacía tiempo, pero nosotros tendríamos que esperar un poco para conocer el resultado.
Al final lo averiguamos: el 3 de septiembre había tenido lugar por fin la gran batalla, y Sexto había sido derrotado. Los hombres y los barcos de Sexto lucharon con denuedo y valentía, sabiendo que no podrían esperar la menor compasión. Pero los gigantescos barcos de Agripa se alzaron con el triunfo, apresando los barcos de Sexto, acercándolos con sus arpeos, abordándolos y hundiéndolos. Se hundieron veintiocho barcos de Sexto contra sólo tres de Agripa. Sólo diecisiete consiguieron escapar, y Sexto huyó con ellos.
- ¿Cuántos barcos de los trescientos que había?
No podía creerlo.
- Diecisiete.
- En tal caso, ha sido una victoria decisiva.
Octavio había triunfado.
- Sexto ha huido junto a Antonio -leyó Mardo con incredulidad-. Se entregará a su merced.
- ¡Oh, Isis! -exclamé-. ¿Qué va a hacer Antonio con él?
Recibimos más noticias. Lépido decidió enfrentarse a Octavio y Agripa, pues estaba resentido porque todos aquellos años había sido el miembro más olvidado del Triunvirato. Rebosante de orgullo con las veintidós legiones que había adquirido y pensando que ninguno de los bandos tenía tantas como en Filipos, trató de derribar a Octavio y Agripa. Pero las tropas no estuvieron por la labor pues estaban hartas de guerras civiles y no le tenían ningún respeto a Lépido.
- Lépido se vio obligado a entregarse a la merced de Octavio -leyó Mardo-. ¡Y a besarle las sandalias!
Me estremecí al pensar en aquella humillación.
Octavio se mostró clemente, pero lo ha despojado de su cargo de triunviro, de sus legiones y de su poder. Lépido se ha ido a un obligado retiro.
- Ahora Octavio es el amo de Occidente -dije yo muy despacio-. Sexto y Lépido ya no existen. Él lo gobierna todo hasta Grecia.
- Sí -me dijo Mardo-. Tiene cuarenta y cinco legiones bajo su mando. Algunas andan faltas de hombres, pero por lo menos suman unos ciento veinte mil soldados.
- ¿Qué va a hacer con ellos? -pregunté en un susurro-. Tendrá que pagarles y despedirlos o bien utilizar sus servicios, pero no tiene dinero para pagarles.
Lo cual significaba que tendría que buscarles trabajo. Hubiera podido enviarle unos cuantos a Antonio, naturalmente, pero yo sabía que no lo haría. Los mantendría ocupados adiestrándose… y les buscaría algún botín, algún tesoro intacto con el que pudieran cobrarse la paga. ¿Egipto? ¿O lo que Antonio ganara en la Partia?
El último verano, uno de los más claros y ventosos que hubiera habido en muchos años, pedía a gritos que todo el mundo disfrutara de él, pero yo me consumía en la espera. A medida que pasaban los días sin que se recibiera ninguna noticia del este, cada vez estaba más angustiada. Era como si Antonio y su gigantesco ejército se hubieran perdido en el horizonte sin dejar ni rastro. Cuando llegaban barcos de Cilicia, de Rodas y de Tarso yo pedía que sus capitanes bajaran a tierra para ser interrogados, pero nadie había oído nada del interior.
Quinientos años atrás, todo un ejército de cincuenta mil persas se había desvanecido en las arenas de Egipto en su camino hacia al oasis de Siwa. Todos los escolares se estremecían de espanto al oír el relato de cómo las arenas se habían abierto y se los habían tragado a todos. Y eso que el oasis de Siwa no estaba tan aislado ni era tan vasto como las llanuras de la Partia. ¡Oh, dioses! ¿Por qué habría ido Antonio? ¿Por qué no recibíamos ninguna noticia?
Trataba de distraerme jugando con los niños, estudiando el idioma parto -a pesar de lo mucho que lo aborrecía y de que cada día me parecía más hostil-, leyendo las noticias que recibíamos del resto del mundo y preparando mi corazón y mi espíritu para el nuevo hijo que iba a nacer. Sí, el de Antioquía había sido un fértil idilio y yo estaba nuevamente encinta. Pero todo eso no eran más que distracciones mientras yo esperaba la respuesta a la gran pregunta: ¿Se cubriría Antonio con el manto de César y podría ocupar su lugar al lado de éste y de Alejandro por sus proezas militares? ¿Fracasaría y le concederían un lugar… dónde? ¿Conservaría tan siquiera la vida?
La reina que había en mí ansiaba su victoria y rezaba por ella; la esposa temía que no regresara vivo y suplicaba a Isis que protegiera su vida. Yo era al mismo tiempo la esposa espartana que decía: «Vuelve con tu escudo o sobre tu escudo» y la esposa egipcia que decía: «Vuelve de la manera que sea, incluso sin el escudo.»
Cuando empezaron las tormentas de otoño aún no se había recibido ninguna noticia. Pero mi cuerpo, olvidándose de todo lo demás, seguía el horario de la naturaleza y a mediados de noviembre di a luz a mi nuevo hijo. El alumbramiento fue muy fácil.
- Estás adquiriendo mucha práctica -me dijo Olimpo.
Sostuve en mis brazos al niño y lo contemplé amorosamente. Tenía unas mejillas sonrosadas y una mata de cabello negro. Me sorprendió como siempre la belleza del recién nacido y me asombré de que lo hubiera creado yo. Pero al mismo tiempo intuí que iba a ser el último. Por eso lo amaba más de lo que hubiera sabido expresar con palabras.
- ¿Qué nombre le pondrás? -preguntó Olimpo, acariciándole el enmarañado cabello.
No se me había ocurrido pensarlo. Me hubiera gustado que hubiera podido llamarse Tolomeo Antonio Pártico en honor de la victoria de su padre sobre la Partia. ¡Mi amada Isis, no me otorgues el derecho de imponer el nombre de Antonio Póstumo a un hijo de Antonio! Prefería recurrir al pasado y remontarme a la cumbre de la gloria de los Lágidas.
- Quizá convendría ponerle el nombre de mi antepasado Tolomeo Filadelfo -contesté-. Para festejar la recuperación de nuestro antiguo reino de Fenicia.
- Eso es demasiado largo -comentó Olimpo, secando suavemente los ojos del niño-. Tienes que buscarle algo más corto que sirva para el uso cotidiano.
- Ya se me ocurrirá algo -dije-. Él mismo se buscará el nombre.
A pesar de lo fácil que había sido el alumbramiento, no acababa de recuperarme. Me notaba las piernas pesadas e hinchadas y me faltaba la energía. Cuando ya había transcurrido el tiempo suficiente como para que yo regresara a la cámara del consejo, al almacén de la aduana o a inspeccionar el progreso de la construcción de mis barcos, me seguía sintiendo tan cansada que para mí constituía una dura prueba pasarme más de una mañana o una tarde lejos de mis almohadones. Además, había perdido el apetito.
- Tienes que comer -me dijo Olimpo con severidad-, de lo contrario, tu leche no será nutritiva.
Tras haber comprobado de qué manera me había recuperado amamantando yo misma a los gemelos, Olimpo se había vuelto contrario a la idea de las nodrizas y aconsejaba que todas las mujeres, incluso las reinas, amamantaran a sus propios hijos.
- Sí, sí, pero es que el estofado de pulpo no es muy apetitoso -decía yo, apartando el plato.
- ¡No hay nada mejor que el pulpo! Las ventosas dan fuerza…
- Se la dan al pulpo. -El olor era muy desagradable-. ¡Por favor, no puedo con eso!
- ¡Me acabas la paciencia! -Olimpo se sentó a mi lado en un escabel y tomó mi mano, mirándome inquisitivamente a los ojos. Le conocía lo bastante como para saber que el frunce de su ceño ocultaba una preocupación-. El niño está bien -dijo cautelosamente.
- ¿Qué me ocurre, Olimpo? -le pregunté de golpe.
- No lo sé -me confesó-. Todo el proceso de tener un hijo es un misterio muy complicado. Hay tantas maneras de que algo sea… difícil. Pero tú no corres peligro. Poco a poco recuperarás las fuerzas. Sin embargo, creo que no deberías… no deberías…
- Tener más hijos -dije yo, terminando la frase por él.
- Es justo lo que estaba a punto de decirte. ¡Pero lo malo es que los hombres que tienes suelen ser muy prolíficos!
- Ahora soy una mujer casada -dije con severa dignidad-, así que ya no puedes hablarme de «los hombres que tengo» como si fuera una de las prostitutas del templo de Canopo.
- Bueno, pero tu nuevo… mmm… esposo… a veces se comporta como si fuera un devoto visitante de aquellos lugares…
Olimpo seguía sin apreciar a Antonio, eso estaba clarísimo. Sin embargo llevaba casi cinco años sin verle, pues en Roma sólo le había visto de lejos.
Cuando Antonio regresara cambiaría de opinión respecto a él. Cuando Antonio regresara…
- ¡Insultas a mi padre, el difunto Rey, si hablas con desprecio de los ritos de Dioniso! -le dije. Era una religión, por más que los romanos pensaran que los emparrados y las alocadas danzas eran obscenos. También pensaban que las danzas de cualquier clase eran obscenas y no entendían a los actores ni el teatro. ¡Gracias a los dioses que Antonio era distinto!
- Perdóname -dijo Olimpo-. Está claro que no puedo penetrar en los sublimes místenos de Dioniso con mi pequeña, científica y criticona mente. Pero desde el punto de vista de un hombre corriente, todo eso parece simplemente una vulgar y anticuada borrachera elevada a la categoría de refinada actividad reservada a unos pocos.
Me eché a reír.
- Me complace tener por médico a un hombre de mentalidad tan inquisitiva. Eso significa que siempre podremos contar con el remedio del sentido común. Y ahora dime… ¿hay alguna planta en tu jardín que pudiera ayudarme?
- Es posible -contestó.
- ¿Tu mujer… Dorcas… se interesa por la medicina?
Sentía curiosidad por ella. Olimpo no solía llevarla a las reuniones, y yo todavía no había mantenido una auténtica conversación con ella. Me miró como si hubiera invadido su intimidad. En cambio, a él le parecía muy bien invadir mi matrimonio, mis motivos y mis costumbres -incluso en la cama- y yo tenía que mantenerme a una respetuosa distancia de los suyos. ¡Los médicos!
- No -contestó lacónicamente-. No, a ella… a ella le interesa sobre todo la literatura. Homero y todo eso. Le gusta comparar las distintas versiones -explicó, mirándome con profunda turbación.
- ¡O sea que te has casado con una intelectual! -dije-. Qué extraña unión, el científico y la estudiosa de literatura.
- No más extraña que la de la mujer más inteligente del mundo con un simple guerrero cuyos intereses giran en torno al campo de batalla y la mesa de las bebidas. En cierto modo, es como uno de esos bárbaros del norte que tan aficionados son a los gritos, los cantos, las peleas, la bebida y las hogueras.
- No le conoces en absoluto -dije con la cara muy seria.
- ¿Puedes decir honradamente que mi descripción no se ajusta a la realidad? -me preguntó, levantándose de su asiento-. Pero sé que a ti te hace feliz y por eso pido a los dioses que vuelva sano y salvo a casa. -Se encaminó hacia la puerta, pero de pronto se detuvo y se volvió a mirarme-. Te enviaré algunas medicinas de mi jardín. ¡Y tendrás que tomarlas! -me ordenó.
Toda la fuerza y el vigor de la naturaleza parecía concentrarse en el mar, pero a mí no me llegaba ni una gota. Día tras día, mientras descansaba en mis aposentos y bebía el brebaje de Olimpo -hecho con una pizca de mandrágora triturada y jugo de hojas de repollo-, contemplaba las tormentosas aguas que rompían contra la base del Faro y los barcos que se balanceaban alrededor de los cabos de sus anclas, y veía el desnudo poder de la naturaleza.
Ansiaba que el emblemático rayo lágida descendiera de los cielos y me llenara de nuevo de ardiente vida, y entretanto me distraía con los habituales entretenimientos invernales -los juegos y la música- y con los niños aburridos que me hacían compañía y se agarraban a los brazos de mi silla.
Y seguía sin saber nada, ni de Antonio ni del este.
En cambio recibía incesantes noticias de Roma. Octavio había declarado oficialmente que, con la derrota de Sexto, las guerras civiles habían tocado a su fin y había mandado colocar una inscripción en el Foro acerca de su hazaña y de su culminación de la obra de César. En la imposibilidad de celebrar un Triunfo por no haber derrotado a un enemigo extranjero, tuvo que conformarse con algo que se llamaba una Ovación, durante la cual el homenajeado era objeto de alabanzas, de una forma restringida. También se le otorgó el derecho a lucir la corona de laurel en cualquier circunstancia, como se le había otorgado a César.
A veces la medicina que Olimpo me obligaba a tomar me impedía dormir o me provocaba unos sueños inquietantes y turbadores. Una noche, cuando el pequeño Filadelfo ya tenía casi cuarenta días, tuve una horrible visión -pues más que un sueño me recordaba una visión- en la que Antonio aparecía rodeado de cadáveres, unas grotescas y ennegrecidas formas rígidas y resecas sobre un pedregoso campo. Y Antonio avanzaba a rastras casi rodando encima de ellos, como si fueran un montón de troncos de árbol diseminados. Estaba solo en el campo, el cual se extendía hasta el infinito bajo un cielo incoloro.

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