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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (48 page)

Pero la jaula estaba tapada y tendríamos que esperar a la mañana siguiente para poder oírlo.
- No importa -dijo Antonio-, estoy cansado de tantas palabras. Ya has oído a los oficiales. La derrota no los ha afectado.
- En público, tampoco parece que te haya afectado a ti.
Empecé a soltarme el cabello. Me dolía el cuello debido al peso de las horquillas de oro que utilizaba para sujetármelo, sin contar la diadema de oro. La dejé en el arcón plegable de Antonio, donde la vi brillar con un apagado destello, y extendí las manos hacia atrás para abrir el cierre del pesado collar de oro, pero Antonio, que se encontraba a mi espalda, se me adelantó. Se sentía dueño de aquel collar y se enorgullecía de él.
Tras haberme quitado todo el oro que llevaba encima, me sentí más joven y liviana. El oro ejerce un curioso dominio sobre el espíritu.
Estaba desanimada y demasiado cansada para seguir conversando, pero de repente comprendí que no podía abandonar aquel tema.
- Antonio -dije-, ahora he visto todo el alcance de las pérdidas, desde las ulceradas heridas de los soldados al insulto de las monedas. Pero ahora todo ha terminado. ¿Qué vamos a hacer?
Se tendió en la cama, con una pierna colgando por la parte lateral.
- No lo sé -contestó finalmente-. No sé adonde tengo que ir.
- Hemos sufrido una derrota militar, pero desde el punto de vista territorial estamos igual que antes. La única batalla que no se puede perder es la defensiva, cuando tu propio territorio es atacado. ¿Que hemos perdido la Partia? Bueno, jamás la tuvimos. ¿Crees que merece la pena gastar más dinero y hombres para vengarnos? Pensémoslo bien.
Yo no quería saber nada más de la Partia. Antonio estaba vivo y sus comandantes habían salido indemnes de la contienda. Se podía reunir un nuevo ejército y dirigirlo al territorio de nuestro verdadero enemigo.
- Hay que castigar a Artabaces -dijo Antonio.
- Estoy de acuerdo pero ¿y después?
- ¿Qué dirán en Roma de mi derrota?
Apoyó la cabeza en la almohada y clavó los ojos en el techo con aire pensativo.
- No les digas que ha sido una derrota -le aconsejé-. Anuncia tu victoria.
Antonio se incorporó en la cama.
- ¿Quieres que mienta?
- Es algo que se hace constantemente, ¿o es que no te has dado cuenta? Octavio «ha acabado con las guerras civiles». Hasta César dijo que había conquistado la Britania, cuando lo único que hizo fue explorarla, y de paso perder dos flotas. Di que has alcanzado una victoria en la Partia. No te han aniquilado, y eso de por sí ya es una victoria.
- Pero no hemos tomado ninguna ciudad ni nos han sido devueltos los estandartes ni los prisioneros. ¡Al contrario, nos han quitado más estandartes y han hecho más prisioneros!
- ¿Y de qué te servirá anunciarlo en Roma? -repliqué-. Sólo servirá para debilitar tu posición. Espera a ganar otra guerra para anunciarlo. A la gente entonces ya no le importará, porque sólo le interesa la guerra más reciente. La Partia está tan lejos de Roma que no tendrán ninguna posibilidad de enterarse de lo que ocurrió realmente.
- ¡Tú también! ¡Tú también! -dijo asombrado-. Eres como todos los demás.
- No -dije-. Pero yo los entiendo y puedo jugar a su juego mejor que ellos. -Me acerqué a él, me senté a su lado y lo cogí por las mangas-. Si no pudiera, ¿dónde estaría ahora? ¿Quién era yo? Una niña expulsada de su trono por consejeros de tercera categoría…
- Que a pesar de todo consiguió matar a Pompeyo -dijo Antonio.
- … sin ejército ni recursos ni aliados, sólo con mi cerebro. Para conseguir lo que quieres, tienes que pensar como tus enemigos. Deja de ser Antonio y empieza a ser Octavio… cuando elabores tus planes, no en otros momentos, claro. -Retorcí sus mangas con los dedos y me incliné hacia delante para besarle-. No quisiera tener a Octavio en mi lecho.
Sentí que su brazo me comprimía la espalda.
- Ni yo tampoco -dijo.
- Dile a Roma que has ganado -le susurré al oído-. Reconstruye tu destrozado ejército. Entonces estarás preparado para conducirlo a donde tú quieras, hacia el este o hacia el oeste.
- ¿Y adónde me conducirías tú, egipcia mía? -dijo-. ¿Qué me obligarías a hacer?
La mirada de sus ojos bajo el mortecino resplandor de la lámpara me dijo que estaba deseando irse a la cama.
- Ya te lo enseñaré -le contesté, inclinándome hacia delante para apoyarme contra su pecho. Le besé la garganta, la mandíbula, las mejillas y las orejas, y no me di cuenta de lo hambrienta que estaba de su cuerpo hasta que lo acaricié. En aquel momento no me importaban ni los partos ni Octavio; sólo quería perderme en él, gastar las horas nocturnas con él y convertir su lecho en una tienda de placer.
- Estoy esperando -me dijo.
La fuerza de los brazos que me rodeaban me convenció que la derrota no lo había vencido. El Antonio de siempre estaba vivo y rebosante de deseo.
Bajo la media luz del amanecer, busqué a tientas el lienzo que cubría la jaula del cuervo. El pájaro movió la cabeza hacia delante y hacia atrás y soltó un graznido.
- ¡Imperator desnudo! ¡Imperator desnudo! -gritó.
Rápidamente lo volví a tapar. ¿Quién le habría enseñado aquella frase? Me reí y alargué una vez más el brazo hacia Antonio. Aún nos quedaba un poco de noche, sólo unos retazos, pero los aprovecharíamos.
57
Cuando por la mañana retiré el lienzo que cubría la jaula, el cuervo empezó a llamar de nuevo a gritos al imperator desnudo. Estaba claro que alguien nos había querido gastar una broma. Me pregunté cuánto tiempo tardaría el pájaro en soltar el resto de su repertorio.
Eros entró tímidamente en la estancia.
- Me asombra tu habilidad para convertir mi casa en un lugar más… acogedor -le dijo Antonio.
Eros se ruborizó, preparó la ropa de Antonio y fue en busca de agua caliente. Observé a Antonio mientras éste levantaba cuidadosamente los brazos para ponerse la túnica y vi que su mano derecha estaba peor.
- Olimpo te la tendrá que curar -le dije.
Tal vez para Olimpo resultara muy duro reunirse finalmente con Antonio y tratarle como a un ser humano, pero lo tendría que aguantar. Ya era hora. No quería que Antonio perdiera la mano con la que empuñaba la espada, por no herir los sentimientos de Olimpo.
«Soy la mano derecha de César», había dicho en cierta ocasión. ¿Acaso tendría ahora que perder la mano?
Aquella mañana tenía que reunirme con Olimpo. Se había pasado toda la víspera visitando a los soldados y hablando con los médicos del ejército. Su estancia en Roma había despertado en él un permanente interés por el tratamiento de las heridas de guerra.
Se reunió conmigo en la antesala del cuartel general. Tenía las mejillas coloradas y le brillaban los ojos de emoción.
- En mi vida había visto tantas heridas de flecha -me dijo-. He estado haciendo prácticas con la cuchara de Diocles, un instrumento destinado a extraer flechas. ¡Es de una eficacia extraordinaria!
Estaba satisfecho y sorprendido.
- Es un instrumento inteligente -contesté-. ¡No cabe esperar otra cosa, siendo de origen griego!
Había leído que eran muy útiles, pero jamás había visto ninguna.
- ¿Quieres ver una demostración? -me preguntó-. Esta tarde…
Sacudí la cabeza mientras él me miraba.
- Tengo que reconocer que has mejorado mucho. Te veo más animada. No hace falta que pregunte cuál ha sido la cura.
Me lo dijo en tono levemente irritado, como si quisiera escatimarme el placer que yo experimentaba con Antonio.
- Me encuentro mucho mejor, pero aún no estoy totalmente restablecida -contesté para aplacarle-. Pero tengo dos problemas médicos, no míos, que espero me ayudarás a resolver. Uno es esta raíz.
Le entregué la reseca planta y le expliqué el efecto que había ejercido en los soldados.
Sacudió la cabeza.
- Jamás he oído hablar de ella, a no ser que se trate de algo que se llama matalobos y que crece en los climas más fríos. Sí, podría ser eso, pero tendría que comprobarlo en los manuscritos del Museion. ¡Los malditos viales siempre complican las cosas! -exclamó, exasperado-. ¿Cuál es el otro problema?
- La mano de Antonio, que no acaba de curarse. La herida tiene muy mal aspecto.
Se echó hacia atrás de una manera que sólo yo pude percibir, conociéndolo como lo conocía.
- Es una herida sencilla. No tengo ningún poder mágico para curarla. No hay ningún secreto.
- Se la hizo hace tiempo, me lo comentó en una carta. Yo veo que cada vez la tiene peor, pero él no le da importancia. Te ruego que por lo menos le eches un vistazo.
- Una herida sencilla es una herida sencilla -repitió con obstinación-. O se cura o no se cura. Supongo que ya se la habrá tratado con vino y miel, ¿verdad?
- No lo sé. Me parece que no se la ha tratado con nada.
Soltó un resoplido.
- Bueno, pues si prueba los remedios tradicionales y no le dan resultado, llámame. -Hizo una pausa-. ¿La lleva vendada?
- No. Por eso se la he visto.
- Mmm. Será mejor que no la lleve vendada. Pero…
Vi que estaba reflexionando.
- No te va a morder -le aseguré-. No te contaminará. Aunque le examines la mano, eso no te obligará a renunciar a ninguno de tus principios. Creo en cambio que si no le atiendes incumplirás tu juramento.
Bueno, a ver qué diría ahora.
- ¿Por qué me haces eso? Tú sabes lo que pienso. Quieres obligarme a que lo acepte, ¿verdad?
- ¡Si crees que todo eso es una estratagema que yo me he inventado, estás muy equivocado! -De repente me sentí molesta con él y con sus «elevados» principios-. Eres tú el que se empeñó en acompañarme. ¡Yo no te pedí que dejaras Alejandría! Quiero que el mejor médico que yo conozco, que eres tú, examine la mano del mejor comandante del Imperio romano. ¿Tan terrible te parece la cosa?
Masculló algo por lo bajo.
- Muy bien, la examinaré. Pero ya te he dicho que no tengo poderes mágicos para curar las heridas. A veces son refractarias a todos los tratamientos.
Tropecé con las mismas dificultades para convencer a Antonio. Me dio las mismas excusas de siempre -«no es nada, no me duele, no importa, déjalo»-, pero por fin conseguí imponerme. Aquella noche, bajo la débil luz del crepúsculo, extendió la mano y dejó que Olimpo se la examinara. Tras varios minutos de silencio sin que el taciturno médico hiciera el menor comentario, Antonio le dijo:
- O sea que al final tengo la oportunidad de conocer al famoso Olimpo.
Olimpo soltó un indiferente gruñido. Estuve a punto de pegarle un puntapié. Algunas veces su altivez lindaba con la grosería. En ocasiones me hacía gracia, pero no en aquel momento. Antonio no se merecía el trato que Olimpo solía dispensar a los malos conductores de carros o a los ávidos mercaderes.
- Dicen que tu habilidad es capaz de resucitar a los muertos -añadió Antonio con sus joviales y amistosos modales de costumbre.
Más silencio. Olimpo dio la vuelta a la mano y la olfateó.
- Pero lo más maravilloso que has hecho es traer a mis hijos sanos y salvos al mundo cuando parecía que ya estaban condenados a morir, junto con la propia Reina.
Le había comentado a Antonio que estábamos en deuda con Olimpo por haberles salvado la vida a los gemelos.
Al final Olimpo miró a Antonio con una leve sonrisa en los labios, o más bien con una suavización de la dureza de sus rasgos, mientras asentía levemente con la cabeza.
- ¿Cuánto tiempo llevas así? -le preguntó.
- Desde nuestra última escaramuza con los partos, poco antes de cruzar la frontera de Armenia. Unos veinte o treinta días más o menos.
- Sí, es lo que suele ocurrir en estos casos -dijo Olimpo, hurgando en la herida-. ¿Duele?
Antonio trató de sonreír pero no pudo.
- Un poco. Es una pequeña tortura -añadió, dando un ligero respingo.
- Veo que está muy caliente -dijo Olimpo, apoyando un dedo en el borde de la herida.
- ¿Y bien? -preguntó Antonio.
- Sin ningún tratamiento es posible que se cure por sí sola -contestó Olimpo, enderezando la espalda-, pero quedaría una cicatriz más visible y la mano siempre estaría un poco anquilosada.
- ¿Y si se somete a tratamiento? -preguntó Antonio, cerrando la mano en puño y extendiendo a continuación los dedos como si se estuviera poniendo un guante.
- Sería muy doloroso -contestó Olimpo en tono despectivo, como queriendo decir «Seguramente no querrás»-. Tendría que cortar toda esta carne ennegrecida. Se está muriendo, me lo ha dicho el olfato. Y según el tamaño, a lo mejor se tendría que usar una cosa muy anticuada que ya nadie utiliza, un tubito de drenaje.
- Hazlo -se limitó a decirle Antonio.
Olimpo le miró sorprendido. Esperaba que pusiera reparos y que no quisiera seguir manteniendo tratos con él.
- Ahora mismo no puedo hacerlo -se apresuró a decir-. Necesito la luz del día para verlo bien. Y tiempo para preparar el drenaje… y otras cosas.
- ¿Cuáles? -pregunté-. Me encargaré de que mañana esté todo listo.
- Vino tinto de entre seis y nueve años -contestó-. Ejerce un efecto muy poderoso en las heridas recientes.
Antonio se echó a reír.
- Veo que las heridas tienen unos gustos muy caros. Pide más para que nosotros también podamos beber un poco. Más tarde, quiero decir.
- Creo que tú te tendrás que beber el tuyo antes -dijo Olimpo-. Te aliviará un poco el dolor… que será muy considerable.
Subrayó las últimas palabras en la esperanza de que Antonio se echara atrás.
- Seguiré tus consejos, sabio -concedió Antonio, y entonces Olimpo sonrió muy a su pesar.
- Necesitaré también un poco de mirra -añadió Olimpo, volviéndose a mirarme-. Si me la pudieras conseguir esta noche, podría preparar una varita medicinal.
- ¡No pides nada! -dije en tono burlón-. ¡Mirra al anochecer!
Pero la encontraría.
Al día siguiente Olimpo y Antonio se fueron a una especie de cobertizo del campamento en el que entraba la luz, pero no el resplandor directo del sol. Estuvieron ausentes tanto rato que para aliviar mi nerviosismo empecé a pasear arriba y abajo e incluso le di conversación al cuervo, el cual alternaba los graznidos con palabras tales como ¡«Hola»!, ¡«Adiós»!, ¡«Besito, besito»! y cosas por el estilo.

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