La seducción de Marco Antonio (50 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

- En Roma todo el mundo la alaba -dijo Mardo con cautela-. Y dicen que es muy hermosa.
- La he visto. No lo es -le contradije-. ¡La gente dice muchas tonterías! Eso lo dicen para que la historia resulte más bonita y para acentuar la contienda entre nosotras. Yo y mis malas artes orientales contra la virtuosa belleza de Roma.
Sabía que así lo percibía la gente y no había manera de cambiarlo. A la gente le gustan las historias dramáticas y los conflictos elementales.
- Antonio tendrá que tomar una decisión -dije-. Y yo no haré nada para ayudarle a tomarla.
- Mi queridísima amiga -respondió Mardo-, si todavía no has hecho suficiente, jamás será suficiente.
De día había hablado valerosamente con Mardo, pero por la noche permanecí despierta en mi lecho y me sentí mucho menos segura. En realidad el sentido común aconsejaba que Antonio regresara al redil de Roma. Su aventura oriental había fracasado; tenía que dejarla a su espalda como una causa perdida.
Poseía la insólita y camaleónica capacidad de adaptarse a todo. Con su purpúrea capa de general y su yelmo era un guerrero de pies a cabeza, con su toga era un magistrado romano, con una túnica griega era un gimnasiarca, con su piel de león era Hércules y con las hojas de parra era Dioniso, un dios oriental. A diferencia de lo que a mí me ocurría, él podía ser cualquier cosa para muchas personas; era su don y su encanto.
Ahora podría volver a ponerse el manto romano, tomar la mano de su esposa romana y zarpar de nuevo rumbo a Roma. Oriente no había respondido a sus sueños; pues muy bien, ya encontraría otros en otro lugar. Octavio volvería a acogerlo y perdonaría su errante pasado. Jamás hablarían de mí, porque yo sería un tema embarazoso para los dos.
El oeste era un lugar seguro para Antonio. Yo sólo podía ofrecerle mi esfuerzo para la construcción de una vasta alianza oriental y tal vez una asociación en pie de igualdad con Roma. Eso y mi persona.
Sin embargo, me pregunté qué haría una mujer como Octavia. Si yo hubiera sido abandonada y mi marido se hubiera casado públicamente con otra y le hubiera otorgado tierras y hubiera puesto su efigie en unas monedas, jamás querría volver a verlo, o por lo menos jamás volvería a recibirlo por mucho que le quisiera. Y eso de irle detrás… ¡Me sentiría avergonzada!
Doblar la rodilla ante Octavio suponía una humillación tremenda, incluso para su «querida» hermana. ¿Cuánto más para su compañero de Triunvirato?
A medida que pasaban los días, me iba acostumbrando a la espera. Era algo que ya formaba parte de mí.
Mardo se impuso incluso la tarea de buscar referencias literarias a los temas de la «espera» y la «paciencia» con la ayuda del bibliotecario del Museion.
- Homero dice en la
Ilíada:
«Los hados han concedido a la humanidad un alma paciente» -me comentó un día.
- Eso es tan vago que no significa nada -contesté.
Era cierto; había muchísimos hombres que no tenían ni una pizca de paciencia.
- Según Plauto, «la paciencia es el mejor remedio para todos los males» -me dijo otro día.
- ¡Otra generalidad! -le contesté en tono de burla.
- Pues ahí va una cita más enigmática: Arquíloco escribió que «los dioses nos administran la amarga medicina de la paciencia».
- ¿Y por qué tienen que ser los dioses? -pregunté con ganas de discutir-. Safo lo entiende mucho mejor. Dice Safo: «La Luna y las Pléyades se han escondido. La medianoche y el tiempo giran veloces. Yo permanezco acostada en la cama, sola.»
- Ya -respondió Mardo en tono dubitativo-. ¿Por qué te torturas leyendo a Safo?
- La poesía me consuela y al mismo tiempo me enciende la sangre -contesté.
- Deberías guardarte de ella -dijo en tono despectivo-. ¡Es un veneno para el alma!
Otro día me entregó una nota de Epafrodito, que había encontrado una cita en las escrituras de su religión.
- Es una cita de un rollo que se titula las Lamentaciones y que dice: «El Señor es bueno para los que esperan en él, para el alma que lo busca.»
Me eché a reír.
- No es al Señor a quien yo espero.
- Me rindo, amiga mía. Enciéndete con Safo o con quien tú quieras. ¡Aunque no te sirve de mucho! -añadió, mirándome con severo semblante.
Sólo leía poesía bien entrada la noche, cuando Carmiana e Iras ya se habían retirado y el soplo de la brisa agitaba suavemente las cortinas de mi alcoba.
La noche se extendía ante mí, y las palabras escritas por personas que llevaban muchos siglos muertas tenían para mí una autoridad que jamás podrían tener las de las personas vivas. Me consolaban, me hablaban en susurros, me hacían alegrarme de estar viva -por muy grande que fuera mi dolor- mientras que ellas, pobrecitas, ya estaban muertas.
«Más tarde tendremos mucho tiempo para yacer muertos, y sin embargo los pocos años que tenemos ahora los vivimos mal.»
Eso era lo que me decían, ésa era la advertencia que me hacían.
Pero yo esperaba recibir noticias de día, que era cuando los barcos amarraban en el muelle y descargaban sus mercancías, y cuando llegaban los mensajeros por tierra. Por consiguiente, una noche en que me encontraba medio tendida sobre unos almohadones en mi terraza de la azotea, contemplando cómo la luz de la luna se deslizaba sobre las olas del puerto mientras leía poesía y saboreaba melones árabes confitados, apenas levanté los ojos cuando uno de mis servidores entró con una carta.
- Déjala aquí -le dije, señalando con la mano un cuenco de nácar que yo usaba para guardar bujerías. Estaba demasiado enfrascada en los exquisitos versos de Catulo como para interrumpir la lectura; tenían tanto sabor como los confites, y sospechaba que debían de ser tan poco saludables como ellos. A pesar de todo me alegraba de haber aprendido el latín pues ahora podía participar de las angustias y los anhelos del poeta.
Odi et amo: quare id faciam, fortasse requiris.
Nescio, sed fieri sentio et excrucior.
Odio y amo, me preguntas tal vez por qué lo hago.
No lo sé, pero siento que es así y me atormento.
¡Qué impropio de un romano! Eso, aparte de sus «incendiarias» ideas, lo convertían en un poeta todavía más prohibido.
Sólo cuando me cansé de los excesos de la emoción -en realidad, me sentía exhausta cuando aparté los versos a un lado-, tomé perezosamente la carta y la abrí.
«Mi amadísima y única esposa, vengo a ti.M. A.» No decía más.
Aquellas sencillas y vulgares palabras eran las más elocuentes que jamás hubiera leído en mi vida y superaban todos los arrebatos literarios que yo tanto admiraba.
«Mi amadísima y única esposa, vengo a ti.»
Antonio ya había llegado y me enviaba la carta desde el puerto de abajo.
Releí su carta infinidad de veces, haciendo vagar la imaginación.
Oí que se abría la puerta, y luego unas pisadas. ¿Y ahora qué?, pensé, molesta por la intrusión. Quería releer una vez más la carta y reflexionar sobre ella. Me levanté y miré hacia la oscuridad de la estancia.
- ¿Carmiana? -pregunté. Nadie más se hubiera atrevido a entrar allí a medianoche.
No hubo respuesta. Me envolví en un ropón y entré en la estancia.
Vi a alguien con el rostro oculto por una enorme capucha.
- ¿Quién eres? -pregunté. ¿Cómo había pasado por delante de los guardias? Por su estatura supuse que era un hombre.
La encapuchada figura guardó silencio.
- ¿Quién eres? -repetí.
Si no me contestaba llamaría a los guardias.
- ¿Acaso no me conoces? -dijo Antonio echándose la capucha hacia atrás.
Cruzó rápidamente la estancia y me estrechó con fuerza entre sus brazos.
No podía hablar porque no me salían las palabras, pero sobre todo porque él me estaba besando apasionadamente.
- Jamás volveré a dejarte -me dijo entre besos-. Te lo juro con toda mi alma.
Liberé un brazo y lo alargué para acariciarle el rostro. Había vuelto de verdad; no era una aparición creada por los sueños y los deseos de mis sentidos.
Tomé su mano y lo acompañé a la cama, donde nos sentamos en silencio. Le aparté la capa de los hombros y la dejé caer. Habían transcurrido casi cinco años desde la última vez que él había estado allí, en mi lecho alejandrino. Y yo había permanecido mucho tiempo sola en él.
- Ni yo te lo permitiré -le dije en un susurro-. Ya has tenido la oportunidad de escapar. Ahora te tienes que quedar para siempre.
- Para mí no hay ninguna otra realidad más que la de aquí -dijo Antonio.
Y yo lo recibí de nuevo en mi corazón, en mi lecho y en mi vida.
Iacta alea est:
«La suerte está echada.» De la misma manera que César había cruzado el Rubicón para entrar en territorio prohibido, ahora Antonio había navegado hacia el extremo oriental del Mediterráneo hasta llegar a Egipto, su lugar de destino libremente elegido, su futuro y su porvenir.
58
A la mañana siguiente se corrió la voz no sólo en palacio sino en toda Alejandría: Marco Antonio había fijado su residencia allí. Pero ¿cómo había venido? ¿Cómo triunviro romano, como esposo de la Reina o como Rey de Egipto? ¿Cómo lo iban a tratar? Afortunadamente, el propio Antonio no estaba preocupado por aquella cuestión; le bastaba con estar allí. Que se preocuparan los demás por cómo tenían que llamarle o cuál era su situación oficial.
- Qué oriental es eso -le dije aquella mañana cuando contestó al balbuciente criado con un despreocupado «Llámame lo que quieras con tal de que no me llames tonto»-. Tú sabes que a nosotros nos gustan las cosas ambiguas.
- Sí, por eso los romanos os consideramos tan escurridizos -dijo él. Se acercó a la ventana y miró hacia el puerto, donde el verde del agua se estaba transformando poco a poco en el azul del cielo. En la confluencia del cielo con el mar se producía una suave y maravillosa mezcla de colores. Parecía contento y satisfecho de estar donde estaba. Levantó los brazos por encima de la cabeza y se desperezó-. Cuando me suban la ropa del barco, me vestiré. -Lo había dejado todo a bordo-. Entretanto, creo que podría ponerme aquella túnica de tu padre, si es que todavía la tienes.
¿Cómo hubiera podido deshacerme de ella después de haberla guardado tanto tiempo? Era la túnica que mi padre se ponía en sus aposentos, y yo recordaba que a veces se la ponía cuando jugábamos a algún juego de tablero o él se sentaba a leer tranquilamente. Estaba incrustada de piedras preciosas y tenía las mangas bordadas. Un Lágida jamás se presenta sin adornos.
En cuanto se la hubo puesto, pidió ver a los niños.
- Hay uno al que todavía no conozco -me recordó.
Los gemelos entraron corriendo. Alejandro se le echó encima y trató de encaramarse a su cuerpo como si fuera un mono, y Selene le abrazó las rodillas con los ojos cerrados.
- ¿Traes prisioneros enemigos? -preguntó Alejandro-. ¿Los tienes enjaulas?
- Bueno, no los he traído -confesó Antonio.
- Pero los tienes, ¿verdad? -insistió en preguntar Alejandro-. ¿Qué vamos a hacer con ellos?
- Aún no lo he decidido -contestó Antonio-. A veces eso es lo más difícil.
- ¡A lo mejor nos los podríamos comer! -dijo el niño, muerto de risa-. ¡Podríamos hacer un estofado con ellos!
- Eres un diablillo muy sanguinario -bromeó Antonio-. ¿A quién habrás salido? No creo que el estofado fuera muy bueno; son demasiado delgados y correosos. -Se volvió hacia Selene-. Tú no quieres estofado de parto, ¿verdad?
La niña sacudió lentamente la cabeza e hizo una mueca.
- Saben muy mal -dijo.
- Cuánta razón tienes. Estoy seguro de que sabrían muy mal.
Antonio levantó los ojos cuando una criada entró con un niño en brazos. El pequeño Tolomeo Filadelfo tenía los pelos de la cabeza de punta y unos brillantes ojos oscuros. Acababa de aprender a sonreír y hacía prácticas con todo el mundo, pero Antonio pensaba que las sonrisas eran sólo para él.
Antonio lo miró complacido.
- ¡Es un niño precioso! -exclamó sin poder disimular su orgullo-. Pero este nombre… ¿No podríamos encontrar algo un poco más personal?
Cogí al niño en brazos. Tenía seis meses y ya se fijaba en todo lo que le rodeaba. Tiró de mi cabello con sus deditos rechonchos.
- Lo intenté, pero fue inútil. Los nombres romanos son muy poco imaginativos. Sólo tenéis unos veinte nombres, y como están agrupados en familias eso significa que en realidad sólo estáis autorizados a elegir de entre unos cinco. ¿Cómo se llamaban tus hermanos? ¿Lucio y Cayo? Qué vulgaridad.
- Pues eso de Tolomeo Filadelfo no tiene nada de vulgar, pero suena a algo así como a monumento.
Al dejarle en el suelo vi que ya estaba empezando a arrastrarse, lo cual era un nuevo arte para él.
- Ya se nos ocurrirá algún apodo -dije-. A lo mejor algo relacionado con los ojos tan brillantes que tiene.
- Bueno, si necesitas un monumento, lo podríamos llamar Monumento -dijo Antonio riéndose-. Y tiene unos pelos que parecen púas. Lástima que no lo podamos llamar Erinaceus, Puerco Espín.
- Ya veo que los obligados Antonias y Marcos te han embotado la imaginación. ¡Pero no permitiré que a mi hijo lo llamen Puerco Espín!
- A lo mejor los alejandrinos le buscarán un nombre, como hicieron con Cesarión -dijo Antonio-. Por cierto, ¿dónde está Cesarión?
- Seguramente ha salido a montar. Se ha enamorado de su caballo -contesté-. Está en la edad.
En la vasta llanura del otro lado de las murallas orientales de la ciudad se encontraba el Hipódromo y las dehesas de las caballerizas reales. Había acertado al pensar que Cesarión se encontraría allí, como había acertado el año anterior regalándole un maravilloso caballo para su cumpleaños. Le había puesto el nombre de Cílaro, como el de un caballo domado por un héroe griego, y desde entonces casi no vivía en palacio sino en las caballerizas. Montaba muy bien, cabalgando velozmente sin apartarse de la valla, apretando con sus largas piernas los costados del caballo y guiándolo de este modo más que con la brida. Cílaro respondía muy bien, dando la vuelta aquí y allá con sólo una leve presión de la rodilla del niño. Sin percatarse de nuestra presencia, Cesarión se inclinó hacia delante para indicarle al animal con este cambio de posición que había llegado el momento de correr. El caballo se lanzó inmediatamente al galope y Cesarión se inclinó sobre su cuello, absorbiendo su movimiento como si formara una sola cosa con él.

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