La seducción de Marco Antonio (23 page)

Read La seducción de Marco Antonio Online

Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

- ¡Miradme en la carrera! ¡Me llaman el Rayo del Natrón!
Fue acogido con una lluvia de flores y vítores de las mujeres.
Observé que Carmiana no le quitaba el ojo de encima a un guardia romano que permanecía de pie al lado de Antonio, un hombre de elevada estatura y cabello rubio que conocía todas las idas y venidas de Antonio, aunque las mantenía en secreto.
- Veo que hay alguien que te interesa -le comenté.
Ella asintió con la cabeza.
- Tendrás que entregarle la corona de laurel si la gana -dije.
Los participantes empezaron a hacer toda una serie de ejercicios de precalentamiento que resultaban casi cómicos: pegar saltitos, golpearse el pecho, hacer una carrerilla y detenerse bruscamente. Después se situaron junto a la línea de salida de mármol, colocando los dedos de los pies en el hueco de las piedras, y salieron disparados al grito de
Apite! -
¡Adelante!- para participar en la carrera de los seiscientos pies. Al principio, no fueron más que un reluciente grupo de cuerpos que se mantenían unidos, pero muy pronto se separaron y un egipcio de elevada estatura tomó la delantera seguido por un griego, y sorprendentemente por Antonio. No pensaba que fuera capaz de correr con tal rapidez pues los hombres de grandes músculos no suelen ser ligeros de pies, pero a lo mejor las poderosas piernas le proporcionaban la fuerza adicional que lo propulsaba hacia delante.
El Rayo del Natrón se quedó a dos largos de los demás, con la faldita volando a su alrededor, pero recibió la más sonora ovación. Al pasar por delante de nosotros gritó:
- ¿Qué se puede esperar de un hombre de sesenta y dos años? ¿Que sea Hermes?
El antiguo campeón de los Ptolemaieia, que sólo tenía cuarenta y tantos años, terminó en cuarto lugar.
Después vino el lanzamiento de disco, una prueba en la que se necesitaba no sólo fuerza sino también gracia. La forma en que un lanzador giraba y movía el cuerpo revestía la máxima importancia, y el atleta no podía girar repetidamente como una peonza. Las estatuas que reproducían la posición de un discóbolo eran muy populares. Mientras los hombres practicaban, las mujeres solían contemplarlos con admiración.
- Es como ver una estatua en movimiento -dijo Carmiana.
Su participante preferido también intervendría en aquella competición. No todos competirían en todas las pruebas; eso sólo lo haría el pobre Antonio.
Únicamente quince hombre tomaron el disco y, girando los torsos bien a la izquierda, se estiraron en un armonioso arco y lo lanzaron lo más lejos posible. El preferido de Carmiana ganó por un palmo, seguido por el principal conductor de carros, y en tercer lugar, una vez más, por Antonio. La fuerza de su torso había conseguido que el disco se elevara prodigiosamente en el aire al abandonar su mano izquierda.
Los invitados vitorearon con entusiasmo a todos los participantes en aquella prueba, que era la más estética de todas las que se celebraban.
A continuación vino el lanzamiento de jabalina, una de las pruebas preferidas de los soldados. De entre todas las competiciones atléticas, aquélla era la que más arraigada estaba en la guerra real. Sin embargo, las jabalinas de competición estaban hechas con madera de saúco y eran mucho más ligeras que las militares, hechas con madera de tejo. Aparte de ser más ligeras, las que se utilizaban en las pruebas tenían unas tiras de cuero enrolladas en la parte central del fuste para que volaran con más firmeza, y los extremos afilados para que se clavaran en el suelo y poder de este modo medir la distancia. Cada hombre estaba autorizado a efectuar tres lanzamientos.
Curiosamente, Antonio quedó una vez más en tercer lugar. Los otros dos ganadores fueron miembros de la guardia y de las tropas reales.
Cuando se anunció la prueba del salto de longitud, otro grupo de hombres saltó a la pista. Al final se adelantaron el joven Nicolaus de Damasco y el filósofo Filóstrato. Filóstrato se exhibió haciendo flexiones y saltando arriba y abajo.
- ¡Oh, cómo te he olvidado, mi fiel cuerpo! -le oí decir-. ¡La mente te tenía prisionero! ¡Cuerpo, véngate ahora de ella!
No era probable que ocurriera tal cosa pues había descuidado su cuerpo durante demasiado tiempo, confiando en que solamente existiera a través de las quimeras de la mente, pero por lo menos se lo tomaba a broma. Los holgados calzones le colgaban alrededor de la escuálida cintura, y las pálidas y delgadas piernas asomaban patéticamente por debajo de ellos.
Los hombres tenían que saltar hacia delante, balanceando unas pesas en cada mano para darse impulso, y caer sobre un alargado hoyo de arena. Como era de esperar, Filóstrato sólo consiguió efectuar un salto muy corto; fue una suerte que saliera en último lugar, pues de este modo no tuvo que pasar por la vergüenza de ver cómo todos los demás saltaban por encima de su marca. La prueba estaba considerada una de las más difíciles, pues sólo se contaban las marcas claramente visibles en la arena. Cualquiera que cayera hacia delante o hacia atrás quedaba descalificado, y de ahí que la elección del momento y el equilibrio tuvieran tanta importancia como la velocidad y la fuerza. Siempre sonaban unos caramillos para ayudar a los atletas a seguir un ritmo.
En las muecas y gruñidos de los hombres se notaba que se estaban empezando a cansar. Ya no se mostraban nerviosos ni bromeaban sino que permanecían en silencio mientras esperaban a que les tocara el turno.
Antonio no parecía visiblemente cansado. Le vi reírse y hacer ejercicios de estiramiento, sosteniendo las pesas en los brazos, extendiéndolos muy despacio y volviéndolos a doblar. Debía de tener una resistencia extraordinaria, y se notaba comparándolo con los demás.
El joven Nicolaus tuvo una actuación admirable y alcanzó una excelente marca. El oficial de suministros de sesenta y cinco años pasó volando por su lado. Estaba claro que se había estado entrenando. Cuando el preferido de Carmiana lo superó, ésta lanzó un suspiro. A continuación, un gigantesco galo perteneciente a la guardia de Antonio estableció la mejor marca. Antonio que fue el último en participar, se acercó muy despacio a la línea de salida, moviendo las pesas hacia delante y hacia atrás para sentirlas en sus manos por última vez. Se inclinó como si quisiera soltar los músculos, después se agachó como si recogiera una enorme bola de energía, se disparó hacia delante, voló sobre la arena y sus pies se posaron justo detrás de la marca del galo. El público prorrumpió en vítores ante la impresionante fuerza de su actuación. Sus pies se habían posado perfectamente sobre la arena sin perder el equilibrio. Finalmente se incorporó muy despacio y se apartó de la arena.
- ¡Es extraordinario! -dijo Carmiana como si se acabara de dar cuenta en aquel momento.
Puede que así hubiera sido.
Me removí en mi asiento, y la pesada espada que llevaba al cinto resonó con un seco sonido metálico. Me extrañaba que Antonio se hubiera empeñado en que yo la llevara, pero quizá la presencia de la espada le había infundido fuerza. El yelmo descansaba a mis pies. Su hazaña en Filipos hubiera sido suficiente para otorgarle un lugar en la historia.
La última prueba del pentatlón era la lucha. Ahora cada participante tuvo que llamar a su asistente para que le cubriera el sudoroso cuerpo untado de aceite con unos polvos para que el contrincante pudiera agarrarlo. Lucharían de pie y agarrarían al contrincante, tratando de derribarlo al suelo. Se necesitaban tres caídas para ganar, y el solo hecho de tocar la arena con la espalda, los hombros o la cadera se contaba como caída, los reveladores granos de arena adheridos a aquellas zonas del cuerpo servían como prueba. Los luchadores estaban autorizados a poner la zancadilla pero no a causar heridas al contrincante.
Los contendientes echaron a suertes quién lucharía con quién, y Antonio terminó enfrentado a un hombre que parecía un buey. Doblando la cintura, ambos se rodearon el uno al otro con los brazos extendidos, buscando la mejor manera de agarrar y hacer perder el equilibrio al adversario. Las piernas del hombre parecían nudosos troncos de árbol, y sus hombros eran tan anchos como un yugo. A su lado, Antonio parecía menudo y delgado. Para mi sorpresa, Antonio consiguió ponerle la zancadilla; a continuación lo pilló desprevenido, y la tercera vez, empujándole las poderosas piernas mientras ambos se abrazaban como si fueran amantes, consiguió que su cuerpo se doblara y le hizo perder el equilibrio. Unos entusiastas gritos estallaron en las gradas y entre los demás participantes en la prueba, pues ambos formaban una pareja absolutamente desigual.
En ninguna de las demás parejas se había dado una victoria tan clara. Antonio fue declarado ganador no sólo de la prueba de lucha sino de todo el pentatlón, pues sólo él había participado en las cinco competiciones. El pentatlón estaba destinado a poner a prueba a un atleta completo y requería una considerable resistencia, cosa que a Antonio le sobraba. Casi hubiera deseado que el ganador no fuera él por temor a que la gente pensara que las pruebas habían sido amañadas, pero yo sabía que todas se habían ganado honradamente y mi corazón estallaba de gozo. Me alegraba de que se me hubiera ocurrido la idea de los juegos, pues, ¿qué mejor regalo le habría podido hacer?
Yo tendría que ofrecer a Antonio la guirnalda de su cumpleaños, pero había premios para muchos otros, entre ellos los destinados al más veterano y al más joven de los participantes, al más delgado y al más grueso, y al que hubiera sufrido la mayor magulladura.
- ¡Gracias, amigos míos! -gritó Antonio levantando los brazos-. ¡Jamás olvidaré este cumpleaños! Y ahora, ¡todos a Canopo y a los jardines del placer! ¡Vamos al canal, donde navegaremos al encuentro de nuestros premios!
Canopo. Elevaba años sin visitar la ciudad, y la última vez que había estado allí había sido con mi padre y de día. ¿Cómo se habría enterado Antonio?
Los invitados salieron del Gymnasion y bajaron por la blanca escalinata de mármol para subir a los carros y las literas que los aguardaban. Antonio me hizo subir a su carro, donde me envolvió en su capa con una mano mientras conducía con la otra. Aún estaba acalorado a causa de los juegos y olía a victoria y a exultante esfuerzo. Era un olor mágico, un olor de fuerza, alegría y deseo. La capa volaba a su espalda mientras recorría velozmente las calles, gritando jubilosamente a la gente que las flanqueaba, con la corona del vencedor torcida sobre un ojo.
- ¡Conduces como Plutón! -le dije, agarrándome a la barandilla del carro mientras éste avanzaba entre sacudidas-. ¿Es que nos vamos al Hades?
- ¡No, a los Campos Elíseos! ¿No se llama así el lugar que hay al otro lado de las murallas de la ciudad, donde están todas las casas de placer, el lugar donde penetra el canal?
- Se llama Eleusis -le dije, levantando la voz para que me oyera sobre el trasfondo del ensordecedor ruido de las ruedas del carro-. ¡Las personas refinadas evitan ir allí!
- ¡Muy bien! -contestó, estimulando a los caballos a seguir adelante.
Navegamos hacia Canopo en una flota de embarcaciones de recreo que sus picaros barqueros usaban para trasladar a la gente deseosa de divertirse a través de aquel canal que discurría paralelo al mar, entre Alejandría y la ciudad situada en la boca del Brazo Canópico del Nilo. Allí se levantaba un impresionante templo dedicado a Serapis e Isis, el cual no tenía muy buena fama debido a las actividades que se desarrollaban en sus alrededores. Allí florecían todos los vicios humanos imaginables, e incluso algunos inimaginables. Por el camino se veían bellísimos palmares, playas de blanca arena y, en Eleusis, grandes mansiones con vistas al mar y decadentes moradores. Todos nos saludaron al vernos pasar pues las linternas de las embarcaciones señalaban nuestra presencia en medio de las sombras del anochecer.
- ¡Que os divirtáis! -nos gritaban, y una casa nos envió a un muchacho para que nos interpretara una canción mientras un compañero contaba una letra tremendamente subida de tono.
- ¿Cómo sabes lo de Canopo? -le pregunté a Antonio.
- Hace años estuve aquí, cuando era un joven soldado -me recordó-. Y mis hombres me han estado pidiendo con insistencia que los trajera.
- Pero no conmigo y mis mujeres -dije-. No creo que les interese nuestra presencia.
- Que vuelvan otro día por su cuenta -dijo Antonio-. ¡Ya son mayorcitos! -Se rió y me atrajo hacia sí-. ¡Eso ofrecerá a las mujeres de alto linaje que te acompañan la ocasión de hacer una visita segura y con escolta a este antro de perdición! ¿Acaso no estabais deseando verlo? ¡Vamos, sé sincera!
- Pues… sí -reconocí.
- Vuestro secreto y vuestras augustas personas están a salvo con nosotros. ¡Protegeremos vuestra virtud!
- ¡Nos protegeréis de los bribones de allí, pero nos la robaréis vosotros!
- Estoy seguro de que tus damas sabrán librarse de unos cuantos romanos bien educados. Podrán denunciar ante mí cualquier comportamiento impropio y yo, como comandante, castigaré a cualquiera que se atreva a tomarse libertades. Te doy mi palabra de honor -añadió, haciéndome una burlona reverencia.
- Estoy segura de que se tranquilizarán al saberlo, aunque habrían estado más contentas si hubieras advertido a tus hombres de antemano.
Una expresión de incredulidad se dibujó en su rostro.
- Pareces un preceptor de palacio, firmemente decidido a defender la virtud de su alumna de diez años. ¿Acaso no somos todos hombres y mujeres adultos? Por cierto, no veo a Cesarión por aquí. -Fingió mirar a su alrededor como si lo buscara-. Tu preocupación por su sensibilidad es conmovedora, fuera de lugar y ofensiva. En resumen, mi dulce reina, mi misteriosísima reina egipcia, ocúpate de tus asuntos.
Se reclinó sobre los almohadones de la embarcación y agitó un dedo en gesto de advertencia.
Me eché a reír. Siempre me ocurría lo mismo con él.
Tanto los hombres de Antonio como nuestros invitados no paraban de cantar y se llamaban los unos a los otros desde las embarcaciones, bebiendo vino de Mareotis de unos odres que algunos de ellos se habían traído. Y entretanto seguíamos navegando rumbo a Canopo.
No había pérdida: las luces brillaban desde la orilla y todos los edificios parecían bañados por un siniestro resplandor de color rojo. Las calles estaban llenas de gente, a diferencia de lo que solía ocurrir en casi todas las ciudades en cuanto oscurecía. Las embarcaciones cruzaron una zona pantanosa donde la boca más occidental del Nilo vertía sus aguas al mar. Unas bandadas de asustadas aves levantaron el vuelo al pasar las embarcaciones con sus luces y sus ruidos. La proa de nuestra barca chocó contra el embarcadero e inmediatamente empezamos a bajar. El grupo se separó. Algunos fueron a una taberna y otros a otra pues no había ninguna lo bastante grande como para acogernos a todos, aunque todas nos hacían señas de que nos acercáramos.

Other books

Heaven and Hell by Kenneth Zeigler
Lord of Raven's Peak by Catherine Coulter
Arundel by Kenneth Roberts
Sookie 10 Dead in the Family by Charlaine Harris
Romeo's Tune (1990) by Timlin, Mark
Notwithstanding by Louis de Bernières
Born Under a Million Shadows by Andrea Busfield
Riding the Surf by E. L. Todd
Conquer the Night by Heather Graham