La seducción de Marco Antonio (21 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

- Eso sólo sería posible si pudiera volar -dijo-. Y este poder no le ha sido dado al hombre.
Se apartó finalmente y permaneció un rato mirándome. Los dorados rayos del sol naciente iluminaron todos los pliegues de su capa.
- Adiós -dije, alargando la mano para tocarle en gesto de despedida.
Una vez sola en mi camarote, me dejé caer en la cama para dormir. No había descansado en toda la noche. Me subí los cobertores hasta los hombros y cerré los ojos para no ver la luz del sol que penetraba en la estancia.
Sonreí. El banquete con sus costosos regalos me había salido muy caro, pero como inversión había merecido la pena. Tal como Mardo y Epafrodito gustaban de decir, formaba parte de los gastos de un negocio. Pero no me había costado un millón de sextercios, como creían los invitados. El vinagre no puede disolver las perlas. Como alumna aplicada de Alejandría, aquel manantial de la sabiduría, lo sabía muy bien. Cualquier cosa lo bastante fuerte como para disolver una perla me hubiera disuelto también el estómago. Pero los que no habían tenido la suerte de haber aprendido en nuestro Museion, se lo habían creído.
Un buen estadista tiene que poseer muy variados conocimientos, incluso acerca de las cosas más improbables. Mientras me quedaba dormida, pensé que lo había aprendido de César y que él estaría orgulloso de mí. Puede que Antonio tuviera razón. César sabía que yo podía combatir mis propias batallas.
EL QUINTO ROLLO
43
- ¡Primero César y ahora Antonio! -exclamó Mardo, enarcando las cejas-. ¿Tienes alguna extraña dolencia que te hace entrar en celo cada vez que aparece un romano por el horizonte?
- Pero sólo romanos de alto rango -terció Olimpo con sequedad.
- No, tienen que ser algo más que de alto rango, tienen que ser los de arriba de todo, los que mandan -dijo Mardo. Me miró, sacudiendo la cabeza y meneando un dedo.
- ¡Creo que sois muy crueles! -dije apenas ofendida. Jamás me habían importado las bromas.
- No, somos tus amigos. Nos limitamos a decir justo lo que dirán los romanos. -Olimpo soltó una carcajada-. Para que te vayas acostumbrando y sepas defenderte.
Estábamos sentados junto a una de las ventanas que daban al puerto. Era invierno y se avecinaba una tormenta por el oeste sobre el mar. Vi su línea de demarcación, mellada y oscura, avanzando resueltamente hacia nosotros. Me arrebujé en mi manteleta de lana y me acurruqué en sus suaves profundidades.
- Arquelao era un príncipe, pero tú no lo quisiste -dijo Mardo en tono despectivo-. Por consiguiente, creo que tú tienes razón en lo del alto rango, Olimpo. Es el poder lo que la atrae. Arquelao era de estirpe real pero carecía de poder. En cambio esos romanos son poderosos, aunque no pertenecen a ninguna estirpe real. Sí, amiga mía, a ti lo que te atrae es el poder.
- Bueno, ¿y qué? -repliqué con cierta irritación.
Olimpo se encogió de hombros.
- Supongo que no serías una Lágida si no ambicionaras el poder.
- Pero también cabe la posibilidad de que la atraigan los hombres casados -apuntó Mardo-. Al fin y al cabo, Arquelao…
- ¡Ya basta de Arquelao! Me gustó, era un hombre muy amable, pero…
- Pero no era un hombre casado y no gobernaba el mundo. ¡Tenía unos pequeños defectos! Has reconocido la atracción que el poder ejerce en ti. ¿Qué me dices respecto a los hombres casados?
- Suponen un reto, naturalmente -dijo Mardo con semblante afligido.
- Os tomáis muchas libertades en la interpretación de mis motivos -dije, un poco molesta.
- Es una de nuestras aficiones -dijo Mardo-. Algo teníamos que hacer para distraernos en tu ausencia.
- ¡Cuando Antonio venga a Alejandría, no quiero que le digáis ni una sola palabra al respecto! -les ordené. Y hablaba en serio.
- Por supuesto que no -dijo Olimpo con la cara muy seria-. Nosotros no diremos ni una sola palabra. Faltaría más.
Después estallaron en una sonora carcajada.
Cuando se retiraron todavía riéndose para dirigirse a las caballerizas, yo permanecí sentada junto a la ventana, contemplando el cielo cada vez más oscuro y las aguas del puerto. Lo que habían dicho era cierto. Ni yo misma me lo sabía explicar. Los aspectos políticos eran comprensibles. Me sentiría mucho más tranquila en el trono y Egipto estaría más seguro si el sucesor de César fuera un leal amigo nuestro. Pero eso se habría podido resolver fácilmente por la vía diplomática. Yo no hubiera tenido por qué acostarme con él.
Casi maldecía los deleites que había experimentado con Antonio. Cuánto mejor -¿mejor?- hubiera sido que fuera apagado, áspero, aburrido, soso e incluso repulsivo como amante. Entonces me hubiera ido con un estremecimiento y sin volver la mirada hacia atrás, pensando que la vida en solitario era preferible a unos amores decepcionantes.
Pero tenía que reconocer que yo me había empeñado en seguir adelante. La primera noche hubiera podido llamar a los guardias. Y a la siguiente y a la otra no habría tenido por qué mantener ningún trato con él. Ahora me encontraba en una situación delicada, por no decir otra cosa peor. Una fría ráfaga de viento penetró a través de la ventana. Me acerqué al brasero, que todavía daba un poco de calor, para calentarme las manos.
«¡Isis me guía! -pensé-. Todo eso me llevará a donde tenga que llevarme; lo peor es tratar de impedir lo que tiene que ser y será. El futuro está escondido; sólo veo lo que tengo directamente delante de mí: que Antonio vendrá a Alejandría y que no tardará en hacerlo.»
Fuera estaba arreciando la tormenta. No se podría navegar durante muchas semanas. Pero Antonio vendría por tierra.
- Ya está hecho, mi señora -me dijo Mardo, de pie delante de mí, con un informe que inmediatamente me entregó-. Arsinoe ha muerto.
Lo dijo sin la menor inflexión en la voz. Rompí el sello del mensaje y leí los detalles. Arsinoe había sido sacada a rastras del altar del templo de Artemisa donde estaba refugiada y había sido asesinada por orden de Antonio.
- Asesinada en las gradas del templo -dijo Mardo en tono remilgado.
Me estremecí al pensarlo. O sea que aquella promesa hecha frívolamente en la oscuridad se había cumplido.
César jamás había hecho semejantes promesas y no se habría dejado convencer tan fácilmente.
Me di cuenta del poder que había encontrado en la servicial naturaleza de Antonio.
- No tenía ningún derecho a pedir refugio en aquel lugar -dije.
César ya la había indultado una vez; no podía esperar un segundo indulto. La gente siempre se había aprovechado de la célebre clemencia de César, pero incluso él castigaba a los que cometían delitos por segunda vez.
- La han enterrado junto a la calle principal de Éfeso, en una tumba cuya forma reproduce el Faro de Alejandría -explicó Mardo.
- Ahora podrá ser todo lo alejandrina que quiera -dije, reanudando la lectura.
El impostor que se hacía pasar por Tolomeo también había sido ejecutado, y el gobernador Serapio había huido a Tiro, aunque de nada le había servido pues había sido ejecutado. Antonio había cumplido los tres puntos de su promesa.
Recibí unos informes sobre las actividades de Antonio en Siria, donde Decio Daxa había sido nombrado gobernador. Desde allí se había dirigido a Tiro y a Judea, donde había nombrado príncipe a su amigo y aliado Herodes. Ya se estaba abriendo paso hacia el sur, camino de Egipto.
A continuación había visitado Ascalón, desde donde había iniciado con su guardia pretoriana la travesía del desierto del Sinaí en dirección a Pelusio. Allí había encabezado catorce años atrás la carga de caballería, gracias a la cual mi padre había recuperado la ciudad. Pero Antonio había perdonado la vida a las tropas egipcias que estaban dentro y que mi padre deseaba ejecutar por traición. Aquel acto le había granjeado el afecto de los egipcios.
Llegó a Alejandría en un claro y frío día invernal. Unos mensajeros se habían adelantado para anunciar su llegada, y yo había ordenado que la Puerta del Sol se engalanara con guirnaldas y que se limpiara y adornara el Camino Canópico. Mandé también que unos guardias flanquearan el camino y lo guiaran hasta el palacio, cuyas puertas se deberían abrir en cuanto él llegara. Unos heraldos irían anunciando su presencia.
Me pareció que transcurría una eternidad entre el primer toque de trompeta y el último, ya en la entrada del palacio. Los alejandrinos lo habían recibido cordialmente y él había tenido que interrumpir varias veces el paso debido a que la multitud se arremolinaba a su alrededor para saludarlo.
- ¡Antonio, guárdate la trágica cara romana para Roma! -oí que le gritaba la gente-. ¡Aquí ponte la cómica!
Inmediatamente subió a grandes zancadas las anchas gradas del palacio para acercarse a mí. Su paso era seguro y confiado, mantenía los hombros echados hacia atrás y la cabeza de rizado cabello muy erguida; toda su figura rebosaba de fuerza y optimismo. No llevaba corona de laurel, yelmo ni adorno alguno, ni siquiera su uniforme de soldado. Avanzaba sólo con su orgullo y su espíritu animal, vestido con su ropa de todos los días. Hubiera podido ser cualquiera, un ciudadano anónimo, dotado de la belleza de un atleta y con un brillante futuro por delante. Mi corazón se llenó de gozo al verle.
Se detuvo a medio subir las gradas y me miró con una radiante sonrisa en los labios. Después alargó los brazos en gesto de alegría y saludo mientras la capa volaba a su alrededor.
- ¡Mi muy benévola Reina! -exclamó, subiendo las pocas gradas que le quedaban.
- Mi estimadísimo invitado -contesté, ofreciéndole mi mano.
Se la acercó a los labios.
- Vuelves finalmente a la ciudad que te ama -dije, indicándole por señas que se situara a mi lado.
Desde la ventajosa posición que ocupábamos podíamos ver buena parte de la ciudad de Alejandría: los largos pórticos del Gymnasion, el impresionante edificio del Museion, el majestuoso templo de Serapis hacia el sur. Más allá brillaban las aguas del lago de Mareotis.
- ¿Lo recuerdas?
- Lo recuerdo todo -contestó.
Todo el mundo menos Olimpo esperaba en fila para saludarle: Mardo, Epafrodito, el comandante de mi Guardia Macedonia, el principal gimnasiarca, el principal responsable del Museion, los sumos sacerdotes de Isis y Serapis. Separado de todos ellos y sentado en un trono estaba Cesarión, con la cabeza ceñida por una diadema.
Antonio se acercó a él y Cesarión le dijo:
- Bienvenido, primo Antonio.
En efecto, eran primos lejanos en cuarto grado, y muy propio de Cesarión el haberse enterado del parentesco.
Antonio hincó la rodilla en tierra delante de él.
- Gracias, mi regio primo -dijo. Después introdujo la mano entre los pliegues de su túnica y sacó rápidamente una cosa. Vi que los guardias que flanqueaban a Cesarión se ponían tensos y agarraban con fuerza las empuñaduras de sus espadas-. Un lagarto que habitaba en mi cuartel general de Tiro, Majestad -añadió, ofreciéndole una verde criatura llena de protuberancias cuyos ojos giraban en todas direcciones-. Pensé que sería una novedad en Alejandría.
Cesarión bajó sonriente del trono para recibirlo. Mientras lo hacía, yo observé en Antonio una mirada de asombro que inmediatamente disimuló.
- Espero que tú y él os hagáis muy amigos -dijo Antonio-. O ella. Confieso que no los sé distinguir.
Cesarión soltó una carcajada como cualquier otro niño de seis años.
- Yo tampoco -reconoció-. ¡Pero ya aprenderé!
- Estoy seguro de que los lagartos no tienen ningún problema -dijo Antonio-. Pregúntaselo a ellos.
Más tarde, después de la ceremonia de bienvenida, el intercambio de obsequios y la instalación de los guardias personales, nos sentamos a solas en mi espaciosa cámara. Le había asignado unos aposentos en otro edificio del recinto del palacio para que pudiera gozar de intimidad y disponer de un lugar en el que poder entregarse a los inevitables asuntos que lo acompañarían. Pero de momento estaba libre. La cena ya había terminado y era todavía un poco temprano para retirarse a descansar. Los últimos vestigios del ocaso aún teñían el cielo, pero las lámparas de todas las estancias ya estaban encendidas.
- Llevo mucho tiempo soñando con regresar a Alejandría -dijo, mirando a través de la ventana.
- ¿Pues por qué me resultó entonces tan difícil convencerte? -le pregunté.
- Porque Alejandría no es simplemente una ciudad; eres tú. Y todo el mundo sabrá que no he venido a ver el Museion ni a visitar el Faro sino a ver a la Reina.
- Era una broma -le dije-. Sé muy bien lo que eso significa. -Recordé su breve conversación con Cesarión-. ¿Qué piensas de mi hijo? He visto en tu rostro una extraña expresión, muy fugaz pero la he visto.
Antonio sacudió la cabeza.
- Su parecido con César es asombroso, sobre todo cuando se mueve. Su manera de andar es exactamente la misma. Pensaba… pensaba que jamás la volvería a ver.
- Sí, es un consuelo y al mismo tiempo una fuente de dolor.
- Nadie que lo viera podría dudar de que es hijo de César.
- ¿Ni siquiera Octavio? -pregunté.
- Octavio menos que nadie -contestó Antonio.
- ¿Qué voy a hacer, Antonio? -Las palabras me salieron espontáneamente-. No puedo permanecer impasible viendo cómo el hijo de César es despreciado y apartado a un lado. Sé que legalmente no puedo exigir nada, pero… tú le has visto moverse. Tú lo sabes.
- Sí, lo sé. -Hizo una pausa-. La verdad tiene mucha fuerza. Sé que llegará un día en que…
- ¡Tenemos que procurar que llegue! -dije con vehemencia-. ¿No te das cuenta de que el destino sólo tiene un llavero, y de que el deseo y la determinación tienen otros? El destino no está grabado en una piedra sino que espera a ver con cuánta intensidad deseamos que ocurra algo.
Me miró sorprendido.
- Yo también sé que las puertas del destino no se pueden forzar. César nos lo hubiera tenido que enseñar. Todo su talento, toda su fuerza… destruidos por accidente, por el azar, por unos hombres mezquinos. -Tomó mi mano y la estrechó entre las suyas-. Haré todo lo posible para que Cesarión sea reconocido como heredero de César. Pero de momento es rey de Egipto e hijo tuyo, lo cual no está nada mal…

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