Read La seducción de Marco Antonio Online

Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (26 page)

- No lo sabía -dije.
- Pero ya se ha divorciado de ella y se la ha devuelto a su madre, Fulvia. Le dijo que estaba «intacta», o sea que todavía era virgen. ¡Tres años casado con ella y ni la tocó!
- Lo debía de tener todo planeado -sugerí yo. El control que ejercía sobre sí mismo y sus planes a largo plazo eran casi inhumanos-. Siempre lo piensa todo por adelantado.
Antonio sacudió la cabeza.
- Tiene una sangre tan fría…
- Sí. Es un enemigo temible.
La opinión que yo tenía de él, por muy exagerada que hubiera parecido en algunos momentos, siempre se quedaba corta. Superaba cualquier cosa que yo jamás hubiera visto: decidido, implacable, resuelto en la persecución de su objetivo. Recordaba sus denodados esfuerzos por reunirse con César en Híspanla después de su naufragio. Octavio siempre salía de algún naufragio, mojado, débil, herido… pero salía.
Me estremecí al pensarlo.
- No es mi enemigo -puntualizó Antonio con firmeza-. Te agradecería que no insistieras tanto en ello.
Se recibieron otras noticias. Se había producido una insurrección de esclavos en la Campania, pero Octavio la había aplastado. Cientos de personas de todas las clases sociales habían huido y se habían puesto bajo la protección del rebelde rey-pirata Sexto Pompeyo, que prácticamente gobernaba las islas de Cerdeña y Sicilia. Incluso la madre de Antonio se había unido a ellos.
- ¡Mi madre obligada a huir por su seguridad! -se lamentó Antonio amargamente -. ¡Eso es una deshonra para mí!
- ¡Ya basta! ¡Castiga a Octavio y endereza la situación!
- Pero si el culpable no es Octavio sino Fulvia… ¡Incluso ha reunido unas legiones contra él y ha acuñado sus propias monedas! Ya me imaginaba a la ardiente Fulvia.
- Lo está haciendo en tu nombre.
- ¡Eso es lo que tú crees! -replicó-. La verdadera razón de lo que ha hecho es su deseo de sacarme de Egipto. Está enojada contigo.
- ¿Reúne un ejército y pone en peligro tus intereses para arrancarte de mi lado? ¡Qué extraña suerte de lealtad!
- Tú no la conoces.
- Creo que sí.
Recordaba las historias que me habían contado sobre su sanguinario temperamento y su vengativo carácter.
- Será mejor que no averigües nada más ni te acerques demasiado a ella.
- ¡Divorciate! -le dije de repente. Me miró, escandalizado.
- ¿Cómo? -preguntó finalmente.
- Te está perjudicando -contesté, pensando en voz alta-. Es ambiciosa por ti y ha puesto los ojos en la pieza más codiciada. Ella se da cuenta, a diferencia de ti, del peligro que supone Octavio. Pero en este caso es un cero a la izquierda porque no te podrá ayudar a conseguir lo que debería ser tuyo. En cambio yo sí puedo.
Trató de tomarlo a broma.
- ¿Te me estás declarando?
- Junta tus fuerzas con las mías -dije-. Deja que te enseñe lo que yo te puedo ofrecer. No una legión aquí y allá reunida a toda prisa sino todo lo que necesitas para comprar cincuenta legiones, una flota entera de barcos, un ejército todo lo grande que tú quieras. -Apreté su fuerte y musculoso brazo-. Elévate hasta donde estás destinado a subir.
- Repito mi pregunta: ¿Te me estás declarando?
Me miró sonriendo, como si todo aquello fuera un simple juego amoroso.
- Sí -contesté-. Cásate conmigo, unamos nuestras fuerzas y yo jamás te traicionaré ni te abandonaré. Todo lo que tú quieras lo puedo depositar en tus manos.
- ¿Todo lo que yo quiera? No deseo más de lo que ya tengo.
- Pero corres peligro de perderlo -le puntualicé-. Para conservar lo que tienes, tendrás que aspirar a más.
- Yo no soy ningún César -dijo finalmente-. Lo que a él le hacía saltar el corazón de entusiasmo, a mí no me tienta. Si crees haber encontrado a un segundo César, tendré que decepcionarte.
- No es un segundo César lo que yo quiero sino un Antonio que pueda alcanzar el rango que se merece. No te conformes con menos de lo que el destino te tiene preparado.
- ¡Qué sublime suena todo eso! El destino. El rango. Muy noble. Siento que la sangre me hierve en las venas, pero yo tengo que ver lo que eso significa realmente.
- ¿Tanto te repugna una alianza conmigo?
Se echó a reír.
- ¿Cómo puedes decir eso?
- Porque parece que te echas hacia atrás, aunque yo sé que en realidad te sientes atraído. -Hice una pausa-. ¡Ten cuidado no vaya a ser que me alíe con Octavio! El no lo dudaría. Está ávido de gloria y es capaz de seguir cualquier camino con tal de alcanzarla.
- Confío en que sea una broma -dijo Antonio, alarmado.
- Yo jamás me podría casar con Octavio -le aseguré-, a no ser que me garantizara el mismo trato que a Claudia.
- No es probable. Sé que le gustas.
Jamás lo hubiera podido imaginar.
- ¿Cómo lo sabes?
- Lo intuí -contestó Antonio-. Y antes preferiría matarte que permitir que él satisficiera su curiosidad.
Su arrebato me pilló por sorpresa, tanto su afirmación a propósito de Octavio como su afán posesivo.
- Pues entonces quédate conmigo. Legalmente -añadí.
- Semejante matrimonio no sería reconocido en Roma -dijo.
Sí, ya me lo habían dicho una vez. Pero lo tendrían que aceptar si él sólo tuviera una esposa.
- Te lo he ofrecido y lo has rechazado. -Me levanté e hice ademán de abandonar la estancia-. Confieso que me ha dolido un poco -añadí, simulando tomármelo a broma.
- No te rechazo, pero desde un punto de vista político…
- Lo sé. Nuestro reino mágico termina donde empieza la política.
Aquella noche me pasé tanto rato paseando arriba y abajo en mi habitación que Carmiana me preguntó con inquietud si quería un brebaje para dormir. Pero yo quería justamente lo contrario: algo que me avivara el ingenio y me despertara las ideas. Necesitaba pensar, pensar con más claridad de lo que jamás hubiera pensado anteriormente.
A Antonio se le ofrecía una oportunidad que a un hombre sólo se le presenta una vez en la vida, y no a todos los hombres sino únicamente a unos cuantos. A pesar de lo mucho que se había hablado de la buena suerte de César, si éste no hubiera tenido la audacia suficiente como para atraparla al vuelo se hubiera quedado sentado al borde del camino. Pero la atrapó, luchó con ella y nació un nuevo orden mundial. Ya no podíamos volver atrás.
Roma se había apoderado de Occidente y de una parte de Oriente. Era más fácil adueñarse de territorios vírgenes y primitivos como la Galla que de reinos cuya antigüedad se perdía en la noche de los tiempos: Babilonia, Siria, Arabia y Egipto, el más antiguo y fuerte de todos ellos. ¿Qué iba a hacer Roma con ellos? Jamás podrían ser romanos, hablar latín y pensar como los romanos. Y sin embargo yo sabía que eso era lo que Roma intentaría obligarles a hacer. Enviaría administradores, empadronadores, cobradores de impuestos y constructores de calzadas y acueductos, acabaría con todas las antiguas costumbres y destruiría todos los conocimientos que tan necesarios les hubieran sido para enfrentarse con la nueva era.
Alejandro se había guardado de hacerlo; en vez de ello había intentado forjar una nueva raza a partir de la antigua sin destruir nada y conservándolo todo intacto. César también se había guardado de hacerlo, y sus amplios puntos de vista habían sido en parte la causa de su muerte. Octavio era más estrecho de miras, más provinciano, y estaba enteramente centrado en Roma y en Italia. Si se impusieran sus criterios, Oriente moriría aplastado por las botas claveteadas de los soldados romanos que lo ocupaban.
¿Y Antonio? En muchos sentidos tenía los mismos amplios criterios de César. No tenía prejuicios contra las cosas por el simple hecho de que no fueran romanas. Su disfraz de Dioniso era contemplado con desdén en Roma, pero apreciado por sus súbditos orientales. Era sensible a sus puntos de vista y a sus creencias; era el único romano dispuesto a prescindir de su toga. Ni siquiera César había llegado tan lejos.
Contemplé el parpadeo de la almenara del Faro. Teníamos tantas cosas, una historia tan gloriosa, todo el intelecto y el espíritu colectivo del mundo griego. No era posible que se estuviera apagando la estrella de nuestro país. Pero eso era justamente lo que ocurriría si se impusiera Octavio.
Ningún imperio podía ser gobernado por dos hombres. Al final uno de ellos siempre trataba de adueñarse del poder supremo. No me cabía duda de que Octavio lo haría, aunque iba a necesitar tiempo para consolidar su fuerza. Si la contienda hubiera tenido lugar en aquellos momentos, él la hubiera perdido.
Antonio estaba en mejores condiciones que él para seguir a César, teniéndome a mí como aliada. Lo que yo había dicho acerca de dos personas no se aplicaba a la situación de marido y mujer. Éstos podrían gobernar conjuntamente: yo representaría a los pueblos orientales y Antonio a los occidentales. Y nuestros hijos lo heredarían todo, como precursores de una nueva raza de ciudadanos internacionales.
Nuestros hijos… Acababa de darme cuenta de que tendría que haber un hijo, un hijo que llevara el manto de los dos mundos pero que no se sintiera atado a ninguno.
En aquellos momentos Antonio ocupaba el lugar más sobresaliente del mundo civilizado pues era el vengador de César, el vencedor de Filipos y el socio más antiguo de Octavio. Todo aquello estaba a su alcance. Y por el bien de todos los reinos que se encontraban bajo su protección era necesario que él asumiera el poder. Yo sería su fiel aliada, el equilibrio del peso romano en el otro platillo de la balanza. ¿Cómo era posible que no lograra hacérselo entender?
Me acosté en mi lecho y empecé a balancearme hacia delante y hacia atrás. Era un hombre demasiado modesto y demasiado empeñado en cumplir con su obligación con Octavio y el Triunvirato, que no tardaría ni tres años en expirar. Tres años en cuyo transcurso Octavio consolidaría sus ganancias y adquiriría más fuerza. Y entonces, ¿qué? La fuerza siempre se adquiere a costa de alguien. Octavio sólo podría ser más fuerte a costa de la debilidad de Antonio.
«¡Oh, Antonio -pensé-, despierta! Toma lo que la fortuna te ofrece, porque nunca lo ofrece dos veces.»
45
Las alargadas sombras de la tarde cubrían oblicuamente el recinto del palacio cuando Antonio y yo regresamos de nuestra excursión. Bajo la guía de Epafrodito, me había pasado el día mostrándole a Antonio los inmensos tesoros de Egipto: los graneros reales para el almacenamiento del trigo y los productos del campo, las almazaras, la flota mercante y los almacenes de papiros, lana, sal y especias. Quería darle a conocer toda la estructura financiera de Egipto y mostrarle todas nuestras propiedades.
Había sido una jornada muy larga. Me di cuenta de que Antonio estaba perdiendo el interés. La concentración prolongada no era uno de sus puntos fuertes. Debía de estar deseando darse un buen baño y entregarse a algún festín, probablemente con los Incomparables. Pero yo todavía no había terminado pues aún tenía que enseñarle lo que a mi juicio sería el convincente remate de todo lo que le había mostrado aquel día. Y para ello necesitaba quedarme a solas con él y hacerle una de las más importantes peticiones que jamás hubiera hecho en mi vida.
Tomé su mano y le sugerí un paseo por los verdes prados que rodeaban los distintos edificios del recinto de palacio.
- Quiero enseñarte un edificio especial que estoy construyendo -le dije, guiándolo hacia él.
- ¡Ya basta de edificios! -se quejó en tono quejumbroso, echándose hacia atrás.
- ¡Por favor! ¡Éste es distinto!
- ¿Por qué? -preguntó sin la menor curiosidad.
- Porque es mi sepulcro, mi mausoleo. Está conectado con el templo de Isis, el que mira al mar…
- ¡Qué morboso! ¡Sólo tienes veintinueve años y ya te estás construyendo el sepulcro!
Me miró, horrorizado.
- Recuerda que estamos en Egipto. Las tumbas están de moda.
Me lo había empezado a construir a mi regreso a Egipto, cuando tras la muerte de César empecé a ser consciente de mi propia mortalidad.
Cogí su mano y tiré de él, pisando la fresca hierba en la que ya estaban empezando a brotar las primeras flores silvestres. Llegamos al soberbio edificio de mármol con sus altas gradas y su entrada de pulido pórfido rojo, flanqueada por unas esfinges. Aún no estaba terminado pues le faltaban el primer piso y el tejado.
- Tendrá unas puertas especiales que jamás se podrán volver a abrir -dije-. Se deslizarán por un surco del marco y, una vez en su sitio, no se podrán mover.
- ¿Por qué me lo enseñas? -me preguntó, haciendo una mueca de desagrado.
- Porque quiero que veas en qué lugar yo permaneceré encerrada por toda la eternidad junto con mi tesoro personal… a no ser que se gaste en otro sitio. Eso lo deberás decidir tú. O se utiliza para un buen fin o aquí se quedará, encerrado para siempre.
- Yo no tengo nada que ver con eso.
- Ya lo creo que sí -le aseguré.
Era de noche, una fría noche sin luna. Habíamos disfrutado en privado de una larga y lánguida cena con todos sus platos preferidos. Habíamos tomado pescado especial de Alejandría a la parrilla, con salsa de damascos deshuesados, ligustros, vino con miel y el vinagre que tanto le gustaba. Después saboreamos unos gruesos granos de uva que se mantenían húmedos a lo largo de todo el invierno, sumergidos en agua de lluvia en el interior de jarras selladas, huevos cocidos sobre brasas de leña de manzano, natillas de miel y, como es natural, el suficiente vino de Quíos como para llenar un pequeño estanque. Nos sirvieron en la sala de mis aposentos que yo usaba para las cenas privadas, cuyas paredes estaban decoradas con incrustaciones de medias lunas de carey. Antonio permanecía recostado en uno de los triclinios y era la viva imagen de la satisfacción. Ahora era el momento.
Me levanté de mi triclinio y me acerqué al suyo, sentándome a su lado y entrelazando los dedos de mi mano con los de la suya. Con la otra mano le acaricié el cabello más por mí que por él, pues me encantaba la sensación de su espeso cabello contra mi piel.
- Quiero enseñarte una cosa -le dije en voz baja, pese a que nadie nos podía escuchar.

Other books

Bill, héroe galáctico by Harry Harrison
Wake Up to Murder by Keene, Day
A Brush of Wings by Karen Kingsbury
If Hooks Could Kill by Betty Hechtman
Reinstated Bond by Holley Trent
The Poisoned Chalice by Michael Clynes
His Pleasure Mistress by Ann Jacobs
The Christmas Bargain by Shanna Hatfield