La seducción de Marco Antonio (43 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

Nos sentamos juntos en una de las estrechas camas. Las linternas arrojaban una débil luz a nuestro alrededor.
- Te traeré la victoria y la depositaré a tus pies -me prometió Antonio.
- Y yo depositaré nuestro hijo a tus pies cuando vuelvas.
Mi tarea sería más fácil que la suya; mi cuerpo iría formando el niño día tras día sin ningún esfuerzo por mi parte.
De pronto me estrechó en sus brazos, hundiendo el rostro en mi cabello. No dijo nada, pero la fuerza de sus dedos hablaba por él. Su silencio era más elocuente que sus palabras.
Nos tendimos en la cama cuya ligera estructura crujía bajo el peso de dos personas. Seguíamos sin decir nada. Había tantas palabras que yo guardaba para poder utilizarlas, palabras de despedida, de ánimo, de amor, de estímulo. Pero no me salía ninguna. Lo único que podía hacer era acariciarle el cabello con mis manos, preguntándome si alguna vez lo podría volver a hacer y lamentando que, en nuestro último abrazo, yo me hubiera quedado muda. Pero si era nuestro último abrazo, ¿qué más daban las palabras que yo dijera o dejara de decir? Era un momento demasiado trascendental en el que las palabras no servían para nada.
Con César no supe que sería nuestro último momento juntos; lo de ahora en cambio era peor. Mejor no saberlo. ¡Malditas fueran las despedidas y todos los adioses! Ahogué un grito y lo estreché contra mi doliente corazón.
Sostuve su cabeza entre mis manos y le cubrí el rostro de besos, como si quisiera trazar sus perfiles con mis labios y recorrerlos con mi lengua. Quería recordar la huella de su cuerpo en el mío y convertirla en permanente. No podía estrecharle con la suficiente fuerza, pero lo intenté hasta que al fin él rompió el hechizo del silencio y me dijo en un susurro:
- Te quiero.
Después me rodeó con sus brazos y me estrechó con tal fuerza que apenas podía respirar. Bajo los débiles parpadeos de la ambarina luz de las linternas, entrelazamos nuestros brazos y piernas sobre el lecho, tratando de desterrar o sublimar aquel momento. Yo entré en él tanto como él en mí, y todas nuestras tácitas despedidas se transmitieron como encrespadas olas a través de nuestros cuerpos.
Fue una noche muy breve. Me pareció que la aurora llegaba a medianoche, pero eso fue porque hubiera querido que aquella noche no terminara jamás y se prolongara hasta el mediodía. Cuando el primer rayo de luz trató de penetrar en nuestra tienda, los soldados ya habían iniciado su jornada. Antonio asomó la cabeza a través del faldón de la tienda y fue acogido con un coro de bromas, que le resultó muy embarazoso. Se vistió a toda prisa y me besó suavemente en la mejilla.
- A media mañana inspeccionaré las legiones y te las presentaré. Quiero enseñarte especialmente la maquinaria de asedio antes de que la carguemos.
Me desperecé.
- Sí. Estaré preparada.
En cuanto se hubo ido, me levanté de la endeble cama, me lavé con el agua fría que nos habían proporcionado y me vestí con mi ropa de viaje. Miré una vez más a mi alrededor y me pregunté cómo sería vivir allí dentro tanto en medio del frío como del calor. Sabía que los romanos se empeñaban en montar un ordenado campamento fortificado al término de cada jornada de marcha, lo cual les llevaba dos o tres horas más de trabajo. No era de extrañar que durmieran como troncos por la noche, no sólo gracias la seguridad de sus protegidos campamentos sino también al puro agotamiento.
Al salir de la tienda vi que todo el ejército se había congregado junto a la orilla del río. Era un ejército impresionante. Yo no me había dado cuenta hasta entonces de lo que eran cien mil hombres ni de los pertrechos que necesitaban: tiendas enrolladas, mulos, carros, estacas, víveres, herramientas de todo tipo. Cada soldado tenía que llevar encima la comida para tres días, en una caja de bronce, y una olla y un molinillo. También tenía que llevar sus herramientas de trinchera: un zapapico, una cadena, una sierra, un garfio, estacas para empalizadas e incluso un cesto de mimbre para la tierra removida, todo eso aparte la jabalina, la espada, el puñal, el escudo y el pesado yelmo de bronce con que se cubría la cabeza. Mientras contemplaba a aquellos vigorosos hombres tan sobrecargados de peso, me sorprendí de que pudieran recorrer quince millas día tras día y veinticinco cuando se hacían marchas forzadas.
Tal como me había dicho Antonio, dieciséis legiones emprenderían la marcha hacia la Partia bajo sus órdenes. Algunos de los hombres eran curtidos veteranos como los de la Quinta y la Sexta; otros eran más recientes. Puesto que cada legión estaba considerada una entidad viviente, con su propia historia y a menudo con sus emblemas distintivos, los hombres que se perdían no eran sustituidos por otros. De esta manera, una venerable legión curtida en infinidad de batallas podía estar considerablemente menguada, con un número de soldados muy inferior a los cinco mil habituales. Ahora las de Antonio tenían aproximadamente unas tres cuartas partes de sus hombres. Los nuevos soldados se asignaban a nuevas legiones.
Era el ejército romano más soberbio que jamás se hubiera visto en nuestros tiempos, y hasta es posible que en cualquier otro tiempo. Ni César había contado con un ejército como aquél.
Vi a Antonio cabalgando muy despacio entre los hombres, porque al parecer cada soldado deseaba comunicarle un mensaje personal. Si estaba impaciente o tenía los pensamientos en otra parte, no lo dio a entender. Qué espléndido se veía entre sus soldados; qué fácil resultaba olvidar los centenares de millas que tenían por delante y que tendrían que cubrirse dolorosa y laboriosamente antes de que se iniciaran los combates propiamente dichos. Aquel día, mientras el sol del amanecer arrancaba reflejos de las aguas del río, todos los preparativos parecían un simple ejercicio vigorizante.
Al verme, Antonio me saludó con la mano y se acercó al trote.
- Voy a buscar otro caballo para ti; quiero mostrarte las máquinas de asedio y del campo de batalla -dijo.
Estaba muy animado y yo comprendí que ya no recordaba la noche en la tienda sino que estaba pensando tan sólo en el reto que tenía por delante.
Cabalgamos hasta el extremo del campo de estacionamiento de las tropas junto a la calzada que bajaba hacia el sur, por la que bajarían los carros y los hombres.
Ante mis ojos se extendía algo que parecía una ciudad: montones de troncos de árbol cortados en secciones, miles de estacas y unas gigantescas máquinas con ruedas colocadas sobre unas resistentes estructuras. Y sobre un conjunto de carros planos, un enorme ariete cuya cabeza de hierro resplandecía bajo el sol.
- Pero ¿cómo se podrá transportar todo esto? -pregunté asombrada.
La sola longitud del ariete haría muy difícil su transporte sobre unas serpeantes guías.
- Los carros son flexibles, individualmente -me contestó Antonio-. La hilera de carros se puede doblar en las curvas.
- Pero el ariete no podrá -dije yo-. Y con lo largo que es, podría romper las puertas del cielo. ¿Para qué quieres usarlo?
- Mide ochenta palmos de longitud -contestó orgullosamente-. En la campiña de la región adonde vamos no hay árboles. Tenemos que llevar nuestras máquinas de asedio.
Sentí una punzada de inquietud al ver todo aquello. Me parecía una cadena de hierro que los aherrojaría, y no unas máquinas de guerra necesarias para ganar.
- ¡Lástima que estén en una llanura sin árboles! Y cercada por montañas.
Me parecía una combinación siniestra.
- Tendré que dividir el ejército -me dijo-. Como es natural, los soldados de a pie se moverán más rápido que las pesadas máquinas, pero es lo que siempre se hace. Hasta Alejandro lo hizo. «Hay que marchar divididos y combatir unidos», decía.
- ¿Y estas cosas? -pregunté, señalando unas complicadas máquinas con ruedas que descansaban plácidamente sobre el campo.
- La más grande se llama «asno loco», por las coces que pega. -A mí me parecía un gigantesco saltamontes-. Puede arrojar una roca hasta aquella arboleda de allí… a más de un cuarto de milla. Lo usaremos para derribar murallas de ciudades o para aplastar hombres y caballos. También tenemos unas pequeñas catapultas que lanzan piedras más ligeras a distancias más cortas, para cubrir el avance de las tropas contra el enemigo.
Había tantas máquinas en el campo que parecían un rebaño de animales pastando. De nuevo me sentí dominada por el abatimiento. ¿Cómo subirían todo aquello por las montañas?
Un toque de trompeta anunció la llegada de Artabaces y de su caballería, trotando orgullosamente hacia el campo de revista. El tintineo de los adornos de bronce de las bridas sonaba como una música en el aire. Los seguían los soldados de a pie con sus vistosos uniformes multicolores, mucho más llamativos que los de los romanos. El ejército se estaba reuniendo; ya era casi la hora de la partida.
Al mediodía ya se habían ido los comandantes con sus guardias, pasando por delante de la tribuna donde mi gente y yo estábamos presenciando el desfile, seguidos por las tropas que marchaban en columnas, los heraldos, el destacamento médico, los suministros de víveres y pertrechos, los interminables carros de los equipajes y los mulos cargados. Fueron necesarias casi dos horas para que todas las tropas pasaran por delante de nosotros, y una hora más para que se perdieran de vista bordeando la orilla del río.
Yo había querido presenciar la partida pero estaba preocupada por la larga campaña que los expedicionarios tenían por delante. Me pregunté por qué razón César estaba tan deseo de emprenderla y si se habría dado cuenta del esfuerzo tan grande que supondría. Yo había interrumpido en seco una audiencia que le había concedido a un autoproclamado experto en asuntos romanos al comentar éste que el mayor golpe de suerte que había tenido César, famoso por la legendaria fortuna que siempre lo acompañaba, lo había tenido en los Idus de marzo. Al morir entonces, se había salvado de dos posibles e ignominiosos finales de una gloriosa carrera: el de convertirse en rey de Roma y no ser capaz de gobernar a sus súbditos, y el de sufrir una derrota en la Partia. A lo mejor el hombre había expresado una verdad que yo no quería reconocer. Ciertamente, la conquista de la Partia no hubiera sido fácil ni siquiera para César. El inaccesible territorio de los partos les servía de aislamiento protector. Un ejército romano estaría agotado antes de trabar combate con ellos.
Lancé un suspiro y aparté la mirada de la vacía calzada. Tendríamos que pasar la noche allí, y esta vez no podría evitar pasarla en el palacio de Artabaces. El triste ambiente hacía juego con mi deprimido estado de ánimo.
La extraña ausencia de palabras nos había acompañado hasta el final. Al pasar por delante de mí, Antonio se limitó a saludarme montado en su caballo y yo levanté la mano en silencio.
55
A mediados de julio, Mardo, los gemelos y yo ya estábamos instalados de nuevo en Alejandría, donde yo no hacía más que pasear arriba y abajo en mi estudio. ¿Cómo estaría Antonio? Ansiaba recibir noticias, pero en vez de ello me veía obligada a escuchar las noticias que me llegaban sobre el maldito Octavio… Mardo acababa de recibir un despacho.
- Bueno, ¿y ahora qué ocurre?
Me molestaba tener que estar al corriente de lo que hacía Octavio, pero no había más remedio. Que se hundiera en el infierno.
- Al final, ha lanzado su campaña -dijo Mardo, leyendo mientras hablaba-. O mejor sería decir, la campaña de Agripa.
- ¡Ya! -dije yo-. Depende totalmente del cerebro y la fuerza física de Agripa en cualquier acción militar que quiera emprender.
El canijo Octavio y su forzudo amigo, menuda combinación.
- Por lo menos tiene alguien en quien confiar -dijo mordazmente Mardo.
Antonio luchaba fundamentalmente solo. Hubiera sido un consuelo tener a alguien en quien confiar, desde luego.
- Tiene suerte con los amigos -reconocí-. ¿Cuáles son sus planes?
Necesitaba saberlo.
- Tú ya conoces la estrategia de Agripa -dijo Mardo-. Hemos estado recibiendo informes todo el invierno.
- ¡Sí, sí! -respondí en tono irritado-. Ya sé que tiene una base naval de adiestramiento y que cuenta con veinte mil remeros.
- Ha movilizado todas sus fuerzas contra Sexto porque la supervivencia política de Octavio depende de su victoria -dijo Mardo, dando un rápido vistazo al estudio-. La batalla tendrá lugar en Sicilia, tanto por tierra como por mar. El cónsul Tauro se hará a la mar en la península Itálica con los navíos donados por Antonio, y Lépido aportará sus doce legiones, más una flota de África. Agripa no quiere dejar nada al azar. Por consiguiente, para luchar contra los rápidos barcos y la superior experiencia naval de Sexto, ha construido unos barcos tan gigantescos que no hay manera de hundirlos y cuyo solo peso será suficiente para aplastar al enemigo. El año pasado tuvo que hacer frente a tres contratiempos: sus barcos no eran mejores que los de Sexto, sus remeros eran peores y él no contaba con un puerto seguro. Ahora ha resuelto estos problemas.
Si nosotros tuviéramos un lugarteniente tan listo y trabajador… La verdad era que Agripa se había convertido en un hombre impresionante.
- Ah, y, además, se ha inventado una cosa que se llama «agarrador», una especie de catapulta que dispara un arpeo, el cual apresará los pequeños navíos de Sexto y los acercará a los suyos para que se pueda librar una batalla sobre las cubiertas.
- Cortarán las cuerdas del «agarrador» -dije yo.
Era lo más lógico.
- Las ha introducido en unos largos tubos de hierro para que no puedan hacerlo.
Marco Vipsanio Agripa. ¿Quién hubiera podido predecir semejante inteligencia militar en aquel cortés muchacho al que yo había conocido en la cena de César?
- La acción militar empezará de un momento a otro -dijo Mardo-. Y se producirá justo a tiempo para salvar a Octavio de su creciente impopularidad entre el pueblo romano. La gente ya no está dispuesta a seguirles aguantando a él o a Sexto. Uno de los dos tendrá que desaparecer.
El mar azul que rodeaba Alejandría era tan sereno e inocente que nadie hubiera sospechado que pudiera ser escenario de una acción en otro lugar. Día tras día esperábamos noticias. Al final, empezaron a llegar barcos con informes. La flota de Octavio había vuelto a naufragar. Treinta y dos barcos de gran tamaño y un número muy superior de ligeras galeras liburnas habían sido destruidos durante una tormenta. Octavio estaba considerando muy en serio la posibilidad de aplazar un año más la campaña. Lanzamos un suspiro de alivio. Eso le daría a Antonio la ventaja que necesitaba.

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